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Tomás, el barítono

Juan Capote

Desde mucho antes de llegar al hotel estábamos convencidos de que, salvo por un pequeño detalle de apenas setenta años de distancia, Puccini se había inspirado en Tomás para el papel del sacristán de Tosca. Algunos de nosotros nos encontrábamos en nuestros alojamientos, cansados por el turbulento viaje de ida a Frankfurt (y no precisamente por las condiciones atmosféricas), con alegre y húmeda parada en Madrid, en la que compartimos un agradable rato con Ezequiel Perdigón. Entonces, a punto de sucumbir sobre mi acogedora almohada, pude oír a lo lejos un sonido familiar. El hotel se encontraba en un bonito barrio de clase media alemana y a él se acercaba caminando la parte restante del grupo que tuvo todavía ánimo de dar un paseo. “No importa que al amor mío...” ¡Dios! Tomás cantaba a viva voz, a las doce de la noche, en un sitio alarmantemente acreditado por su escrupulosidad. Me encogí en la cama esperando a que la policía, conocida por su eficacia, apareciera en cualquier momento. “... Se oponga todo el mundo entero…” ¡Mi madre! Y va a subir el tono. “...Si he de lograr lo que ansío...” Ahora toma aire como un campeón de apnea: “...Porque la quiero y la quiero...” Entonces, ya convencido de que el próximo sonido que iba a oír sería el de una sirena, saqué la cabeza de debajo de la almohada: aquello que estaba escuchando eran aplausos, grandes aplausos desde las ventanas de los vecinos.

Padre cariñoso, hombre bregado y noble, Tomás solía hacer gala de un carácter iracundo, que nosotros fingíamos tomar en serio mientras que él, en contrapartida, simulaba creer en nuestra seriedad. El proceso era siempre el mismo: alguno del ‘equipo’ soltaba una impertinencia y, de inmediato, su voz grave resonaba vomitando epítetos y amenazas. “Eres un estropajo que no sirve ‘pa’ nada”, espetaba a quien le tocara, fuera cual fuera su edad o condición. “Te doy con la aleta de la albacora”, decía enseñando su gran mano, endurecida por la mar y de exquisita sensibilidad a la hora de ejercer el oficio de tabaquero. En la siguiente reunión de la sabatina se repetía el procedimiento, y con mucha probabilidad la misma impertinencia, sin que la falta de originalidad disminuyera lo aireado de su reacción. Pero cuando alguien especialmente ocurrente soltaba un dardo de nueva factura, o alababa hasta lo empalagoso la comida que él había elaborado con esmero, para a continuación pedir una aplauso dedicado a su mujer, la entrañable Esperancita, dando a entender que se le suponía la verdadera autora del condumio, Tomas ladeaba la cabeza mirando hacia una cómplice ninguna parte, tal como lo hiciera tantas veces Oliver Hardy, antes de explotar contra su compañero, el atolondrado ‘flaco’, para a continuación levantarse y, con voz atronadora, poner a parir al ciento y la madre.

Al igual que ocurría con el gordo y el flaco, en el viaje a Alemania él también hacía pareja con el gran Juanera, como si sus experiencias en la Masa Coral se prolongaran en nuestra visita al país teutón. ¿Qué mejor pareja masculina que dos barítonos? ¿Qué podrían haber hecho cualquiera de estos hombres si hubieran tenido acceso a una formación académica? ¿Germont, Scarpia, Kurwenal...? Les tocó compartir habitación, como a todos menos a mí. El número era impar y por decisión unánime, después de que mi anterior compañero de habitación informara exhaustivamente acerca de mis decibelios nocturnos, a la altura de los dos grandes cantantes que nos acompañaban, fui enviado al cuarto individual. Juanera, con sus gafas de sol y su sombrero tirolés, parecía un anciano padrino acompañado por su fornido guardaespaldas que aparentemente tenía la suficiente confianza con él como para tratarlo de la manera que Oliver Hardy hacía con Stan Lauren.

Este año Tomás no pudo disfrutar en directo de la música coral de La Bajada, de la que tantas veces fue protagonista. No pudo ver ‘in situ’ La Peña de Los Enanos, la coral de El Carro ni los coros de El Minué. Bueno, en este último caso no pudo oírlos porque de cualquier manera se habría quedado sin verlos, como nos pasó al resto de los espectadores. Él hubiera pertenecido al porcentaje de cabreados, pero su indignación hubiera llegado al máximo al ver a los solistas, entre ellos a sus queridos Anelito y Rosina, sentados en sillas de playa, mobiliario que al parecer estaba “convenientemente integrado” en un escenario rococó. El tema hubiera dado para varias sesiones de la sabatina.

En el descanso de la función de Tosca, entre el primer y segundo acto, mientras Tomás y yo estábamos bebiendo un triste vaso del vino que se despachaba en la cantina del teatro, vimos a dos chicas jóvenes sentadas en el escalón de la entrada de un palco. No aparentaban en absoluto pertenecer a esa clase de personas que asisten a la ópera como a un ritual social del que no se puede prescindir. No estaban maquilladas y vestían con ropas sencillas. De alguna forma transmitían el amor a la música sin más. Eran guapas y miraban con curiosidad a dos cascados personajes poco habituales en esos ámbitos. Tomás se les acercó para cantarles, sin cortarse un pelo, como no podría ser de otra forma, “No importa...” Las chicas escucharon la única frase del brevísimo recital con la extrañeza y el gusto que una situación agradable e inesperada proporcionan. Aplaudieron tan bajo como fervorosamente mientras la sonrisa de Tomás se hacía inabarcable. “¿Les gusta?”, preguntó satisfecho. Las dos, sin entenderlo, lo miraron también sonriendo. Entonces él dio unas paternales palmaditas en el hombro de una de ellas mientras les decía: “Gracias mis niñas, que están más buenas que el carajo”.

Cuando falleció nuestro común y gran amigo Quico Concepción, mi homenaje laico consistió en ver la película La diligencia en versión original. En este momento estoy oyendo Tosca. Ya se ha retirado el sacristán y hace muy poco que la Callas ha entrado en escena: “Mario, Mario, Mario...”

Si existe un coro celestial (¿por qué no una Masa Coral?), estoy seguro de que acaban de hacer un gran fichaje.

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