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Ángulo de visión: Clea

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Cuando Clea volvió del colegio entendió que tenía que contar su historia.

El destello podía haber sucedido durante cualquier clase, pero se produjo en clase de matemáticas. Un fogonazo inexplicable, un día triste de noviembre.

Parpadeó rápidamente y después su cabeza empezó a girar. Podía ver la pizarra con absoluta nitidez, pero también a Liam, sentado detrás de ella con un bolígrafo entre los dientes, como de costumbre. A la derecha estaba Úrsula, un rabilargo que vivía en el huesudo olmo del patio. A la izquierda, la puerta entreabierta de clase esperaba a alguno de sus compañeros perezosos que siempre llegaban con retraso. Aunque en Manilla Gymnasium casi nadie podía permitirse el lujo de llegar tarde.

Su cabeza giró 360º. Nadie se dio cuenta. La velocidad de las imágenes le provocaba cierto mareo: Liam, Úrsula, puerta, pizarra. Pizarra, puerta, Ursula, Liam. Los segundos parecían no pertenecer al tiempo. Ni siquiera el espacio, su aula, parecía real.

Pero ¿por qué ella? Pensó disimular. No era momento de iniciar otro giro frente a la exigente señorita Wilma.

Su padre, ornitólogo, le había explicado que las lechuzas pueden girar el cuello hasta 270º debido al mecanismo de la arteria carótida. Conocía a las lechuzas. Las había visto desde su niñez. Era una especie perfecta, curiosa, silenciosa, testigo de todo lo que sucede por las noches. Para ella era un ave mágica y leal que guardaba sueños y secretos. ¿Se habría convertido ella en lechuza?

Clea miraba fijamente la pizarra, pero la visión central le resultaba cada vez más incómoda y antinatural. Quería volver a girar completamente su cuello, aplicar ese extraño botón mágico de propulsión que le abriría la puerta al mundo.

Aquel esqueleto delgado y aquellos músculos rotativos olvidaban con frecuencia que era la única alumna isleña de la clase. Sin embargo, parecía sueca. Como la mayoría de los compañeros de su clase tenía la tez muy blanca y unos ojos saltones azul claro.

Había nacido prematuramente en Alegranza, y su madre siempre se había lamentado de dar a luz salvajemente en una isla y no en su ciudad, en Estocolmo.

Quizá no era casual, pensó, que su visión fuera a partir de ahora circular. Su vida había estado marcada por la insularidad y, aunque desacertada en los perfiles geográficos de su isla, siempre dibujaba Alegranza como una esfera perfecta, simbólica, parmenídea.

Le apasionaba todo lo circular: las canicas, el sol, las retinas, los flósculos de las margaritas…

Por un momento pensó que debía mantener oculto su secreto. Practicaría más tarde en casa su extraño poder mágico. La escuela no es buen lugar para lo diferente, intuyó. A los mayores no les gusta que hagamos cosas que jamás han visto, a los mayores no les gusta lo desconocido.

Además, con sus ojos saltones, muchos compañeros comenzarían a llamarla “Uggla flicka” (niña lechuza) y empezarían a reírse de ella.

No podía concentrarse más en clase de la señorita Wilma, que ajena a lo que Clea estaba experimentando, estaba sumergida en los números primos.

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