‘El jardín donde Antonio hace el amor’: fallece el amigo de las plantas Antonio Galván Pérez

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Trabajador del Excmo. Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma, donde desarrolló su andadura profesional como botánico al frente de la Concejalía de Parques y Jardines, Antonio Galván Pérez no fue en absoluto uno de esos propotípicos y lamentables funcionarios que salen a desayunar y aprovechan de camino para hacer unas compras en el supermercado. Tampoco fue de esos que miran con desdén al ciudadano desconocedor de los entresijos de la Administración, a veces más enemiga que garante del Derecho del bien público. No fue de los que enredan aún más la madeja del papeleo con tal de que la señora de turno no dé más el coñazo en la ventanilla.

Antonio no cumplía con estas fórmulas porque Antonio, simplemente, amaba su trabajo, primero como responsable de la vegetación que ornamenta la ciudad y luego como primer técnico de una Oficina Municipal de Consumo (la primera y, durante mucho tiempo, la única de la isla), para cuyo puesto hubo de volver a estudiar, poniéndose al día en legislación y abanderando la defensa del ciudadano contra los atropellos de empresarios poco escrupulosos, ya se tratara de grandes, chicos o medianos. Por encima de todo, estaba el derecho y la oportunidad de protestar. Y para ello Antonio Galván no sólo era capaz de rellenar literalmente la reclamación pertinente, sino que argumentaba la reprensión con solidez y pericia.

Desde que le conocí por primera vez en la Bajada de 2005 trapichando con matas de aquí para allá, adornando un rincón olvidado de la ciudad, podando por allí y regando por otra esquina, lo cierto es que tuve oportunidad de aprender de Antonio Galván la vocación de servicio público. Con un primer eslabón de la cadena que era su conocimiento y formación. El siguiente eslabón que fue trabajar en lo que le gustaba. Sin esos dos era imposible que se agarrase el tercero, que es la pasión por lo que hacía y por lo que se levantaba temprano con gozo sin importarle las horas de más… El cuarto era su concepción integral del conjunto, de manera que cuando sabes, gozas y amas apasionadamente, es lógico que te comportes como un buen líder y seas capaz, de manera natural, casi sin pensarlo, de crear buen ambiente laboral, de potenciar el espíritu de compañerismo y de acabar queriendo de verdad a tus colegas del curro.

Antonio Galván Pérez murió siendo un inconformista. Por eso era también un rebelde de causas casi siempre ganadas, no tanto por torrontudo (que desde luego lo era), sino por ese poder implícito que le daba la razón, la de peso, esa que se planta delante de ti con rotundidad. Antonio se limitaba, a menudo, a poner el punto sobre la «i», no como un acto cargado de impertinencia, sino porque la «i» lleva un punto encima para distinguirse del resto de letras y no dar pie a confusiones innecesarias. Lleva el punto. Lo lleva. Y ya está. Y, por consiguiente, si alguien no lo escribe, se le dice abierta y sinceramente. Para que la «i» esté en su sitio como corresponde.

Una de las primeras manifestaciones notorias de su espíritu inconformista fue su militancia en las filas del grupo ecologista Quinta Verde. En él, además de defender la conservación de la antigua hacienda del barranco que durante más de doscientos años poseyó, cultivó de viña y mejoró artística y agropecuariamente la familia Massieu, redactó junto con Arnoldo Santos Guerra (otro loco apasionado de la Biología y del punto sobre la «i») el informe botánico que ponderaba la vegetación típica del bosque termófilo canario que caracterizaba los alrededores de la casona. Sólo esta militancia y los logros derivados de ella, traducidos años más tarde, después de varias campañas de concienciación ciudadana (lamentablemente, los políticos de la época hicieron oídos sordos…), en la incoación (por la Dirección General de Bellas Artes y Archivos del Ministerio de Cultura el 3 de febrero de 1983) y resolución del expediente de protección de la Quinta Verde como Bien de Interés Cultural con categoría de Monumento por Decreto 70/2005, de 26 de abril, del Gobierno de Canarias, valdrían para encomiar la figura de Antonio Galván.

Sus conflictos con los concejales de turno del área de Parques y Jardines fueron en algunos casos épicos. No sólo no se mostró condescendiente con la deforestación de la botánica urbana, sino que luchó por replantar y ornamentar nuevos espacios, considerados absurdamente de «menor» entidad. La célebre ceiba de la avenida El Puente, condenada por la construcción de los aparcamientos subterráneos y la sombra que daba al vecindario colindante, luego replantada y rebrotada en el llano de la Quinta Verde, es una buena muestra de su tozudez nada acomodaticia ni parangonable y de su pasión por este y otros árboles.

Pese a desempeñar un puesto técnico, Antonio Galván Pérez no fue nunca un señorito de oficina. Antes bien, se remangaba pantalones para regar y mangas de camisa para podar. Botánico vertebral, probablemente fueron las plantas las que lo eligieron a él y no al revés. No sé si él sabía esto. Prueba inequívoca de ello es el auténtico jardín botánico de primer nivel que sostuvo en su residencia de la Acera Ancha. Su jardín tupido, selvático, regado, abonado, podado y regenerado por sus manos, era su hijo adoptivo. Antonio supo oírlo, mirar sus necesidades y bienacostumbrarlo a los mimos y caricias. Por si esto fuera poco, Antonio, conjuntamente con su compañera de viaje Chuchina (María Jesús Ramos Garayoa), profesora de la Escuela de Arte ‘Manolo Blahnik’ (otra apasionada y profesional vocacional), se rebelaron contra las pretensiones de don Raúl Galván, el padre de Antonio, que como tantos otros de su generación del desarrollismo urbanístico operado en Santa Cruz de La Palma en las décadas de 1960-1970, veía con mejores ojos botar al suelo aquella casa ruinosa y levantar un edificio de apartamentos al estilo de esos años. Sin embargo, Antonio y Chuchina no sólo adquirieron la parte correspondiente del solar al resto de coherederos-propietarios, sino que, siguiendo otros modelos poco comunes en aquel entonces, se enfrascaron en un proyecto, hoy modélico, de rehabilitación exhaustiva, ordenada y rigurosa del viejo inmueble del siglo XVII perteneciente a don Diego de Guzmán Rojas y Ayala, conde de La Gomera, y a su mujer, María Vandale y Monteverde, por lo que durante más de doscientos años se la conoció como la «casa del Conde».

Amante del mar, en Tazacorte tenía su barca. Para ir de pesca. Para navegar. Para viajar, como Ignacio de Acevedo y sus compañeros, no al martirio, sino a la eterna esperanza del mar amigo, del mar de la comunicación, del mar de las ideas, del mar que se hace una balsa cuando reinan las bonanzas y al mar que bate contra la roca para enseñarle a la roca a doblegarse como a Goliat. 

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