El Gran Shanghay

30 de noviembre de 2025 20:19 h

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Alguna vez me pierdo y tienen que buscarme. Es muy fácil encontrarme. Mi isla es muy pequeña y el mundo también. Anoche mismo estaba en la Avenida Marítima en la ciudad de Santa Cruz de La Palma en un chino: el Gran Shanghay. Un pequeño restaurante ubicado en una antigua casa de la capital palmera. Pues bien, si suben la escalera hasta la planta alta se encontrarán con varias mesas de madera oscura, un balcón también de madera, un horizonte a lo lejos abierto al mar, como siempre, y una enorme palmera justo enfrente. Allí hay una mesa, una mesa con cinco sillas, y nosotros. Comemos también lo de siempre: un rollito de primavera, el arroz tres delicias, pollo crujiente al limón y chop suey de gambas. Da igual. Eso no es lo importante. Lo importante es que ayer, un veintinueve de noviembre, día de fiesta, de luces, de drones, estrellas y algarabía, yo estaba allí sentada esperando todo eso y, de pronto, tuve la noción exacta de lo que quería para este mundo, de lo que yo entendía con esa palabra. Allí, en aquella humilde habitación, encontré el resultado de muchas incógnitas, preguntas con dudosas respuestas, investigaciones de varias comunidades científicas que nunca hallaron conclusiones satisfactorias. Todo resultó fácil, como si fuera una visión, como si fuera la revelación de algo que todos hemos soñado alguna vez: la vivencia de un universo mejor.

Había varias mesas ocupadas por seres humanos de distinta procedencia, de diferente color de piel, de lenguas distintas. En una mesa dos personas: una mujer de piel muy blanca y un muchacho más blanco aún. No se les oía hablar, pero parecían alemanes o ingleses. Tenían seis platos delante de productos variados y comían sin respirar. A su lado, nosotros, unos canarios de edad avanzada con aspecto risueño y, detrás de mí, una familia con niños, una adolescente, la matriarca y el cabeza de familia. Eran de América del Sur. Hablaban mi lengua y sonreían al mirarme. Enfrente una mesa alargada con más sillas, el patriarca que parecía dar las órdenes y decidir dónde debía colocarse cada cual, permanecía de pie en la cabecera con un bebé muy pequeño en brazos, los demás miembros de la familia repartidos a ambos lados. El pequeño Buda miraba sin parpadear. Son chinos, pensé. Permanecían silenciosos, educadamente silenciosos y amables. Europa, Asia y América reunidas allí, en aquella pequeña habitación, y en la de al lado, África. No me di cuenta al principio cuando los vi llegar. Pasaron por delante de mí y no caí en ese momento, aunque luego, al salir al balcón para ver las luces en el cielo, caí en la cuenta: era un nutrido grupo de blancos, negros y cobrizos mezclados; muchachos, tres niñas y varios adultos, todos juntos con un único fin: ser felices, comer comida china, y ver cómo se iluminaba el cielo con las luces de Navidad. Lo mismo que yo.

 En un momento dado, salimos al balcón donde había unas quince personas y, de repente, las cosas que nos rodeaban parecían ser las mismas para todos. Mirábamos al cielo y abríamos la boca al mismo tiempo, incluso dijimos ohhhhhh de manera casi unánime en un momento dado. Fue entonces cuando reflexioné sobre lo que yo hacía allí. No era nada importante. Cenaba con unos amigos. Habíamos ido allí donde se podía ver el mar y los drones hacer sus maravillas en el aire: casas, regalos, camellos, y hasta un reno de colores. Pero no fue eso lo que me importó ni que me hiciera sentir mejor; fue la sensación de cercanía con aquel grupo de desconocidos; pensar que me hubiese gustado abrazarlos a todos y explicarles que lo que yo sentía era lo lógico, lo cotidiano, lo verdaderamente razonable. Lo era aquella muchacha venezolana o cubana que me sonreía cada vez que me tropezaba con ella al salir al balcón; lo era el niño chino con gafitas que se apoyó en la baranda y me miró confiado en el momento que explotaban las estrellas; lo era el muchacho de piel muy negra que inclinó su cabeza al verme reír y lo hizo conmigo.

Todo eso era verdad como lo eran todos los que estuvieron anoche allí en el Gran Shanghay. En aquel lugar no había discusiones políticas, no había repartos de continentes, no había luchas de poder ni había debates sobre economía, sobre cómo distribuirse el universo, sobre cómo quedarse con el trozo mejor, los mejores minerales o las selvas más hermosas; nadie discutía sobre cómo abrir canales en el mar ni sobre cómo apoderarse de tierras ajenas. Esa noche no hubo malos modos ni empujones ni gritos. No creo que llegaremos a veinte personas, pero el mundo entero estaba allí representado y nadie hablaba de paz ni hablaba de guerras. No hacía falta. El cielo había brillado igual para todos y todos nos reconocimos por igual. Habitábamos juntos en un mismo planeta. El mundo se había congelado en esa foto que quedará ya para siempre en mi corazón.

Elsa López. 30 de noviembre de 2025

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