Los visitantes

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En “Las Nubes” una casita en medio de La Hoya de La Palmita, contemplaba el mar y lo que trazaba el horizonte delante de mis ojos: Tenerife enfrente y a la derecha La Gomera. Debajo una hoya enorme plantada de aguacates, cañas, viñas, palmeras y un pequeño drago traído desde Garafía que crece lentamente, sin prisas. El paisaje era limpio, silencioso, y lleno de luz. De pronto, empezaron a llegar aviones. Uno y dos y hasta ocho aviones conté durante el tiempo que estuve mirando la línea que había entre el cielo y el mar. Pasaban como pájaros de colores. Era una visión extraña, como esas películas de ciencia ficción donde hay seres de otros planetas que nos invaden y tú asistes impasible a su llegada como si el asunto no fuera contigo hasta que sucede y ya es tarde. En ese tiempo que transcurría entre avión y avión, tuve el raro presentimiento que hace tiempo vengo padeciendo cuando veo atracar en el muelle esos barcos gigantescos que parecen vomitar seres vivos para dejarlos a su suerte en lugares diversos parecidos al nuestro ¿Quiénes son y a dónde van en una isla tan pequeña? ¿De dónde viene tanta gente? ¿Que buscan en esa travesía de puerto en puerto hasta llegar al nuestro?

Le he dado vueltas y vueltas y al final he comprendido que quizás lo que buscan es lo que yo tengo: la paz, la tranquilidad, la sensación de que estás en casa, que toda la isla es tu casa. Que somos una gran familia, que nos conocemos, nos abrazamos, preguntamos los unos por los otros, celebramos bodas, bautizos y cumpleaños de los otros como si fuera el nuestro. Los nuestros y los de alrededor. Sí pensé, eso es lo que buscan. La idea de que viajando y yendo a lugares para ver sus paisajes, conocer su historia, sus leyendas y tradiciones, es encontrar algo nuevo que les aporte lo que necesitan sentir y compartir para seguir viviendo. No les reprocho nada. Los entiendo. Y cuando veo llegar esos monstruos enormes que abren sus puertas y aparecen miles de personas extrañas de otras tierras, otras lenguas, creencias y costumbres, no me quejo por ello, creo, incluso, que los comerciantes tienen razón, que toda esta gente trae algo de riqueza a la isla; compran, comen, miran, ocupan lugares, camas y casas. Todo eso es cierto y no me quejo por ello. Me lamento porque tengo la sensación de que la isla va cambiando su fisonomía, que, incluso cambia de forma y tamaño. Que los que llegan ocupan espacios que una vez fueron nuestros; que nuestras casas, nuestras calles y plazas se llenan de personajes extraños que hablan lenguas extrañas y que nos miran con la misma inquietud con que miran las flores de la avenida, los balcones antiguos que parecen jardines colgantes, los niños que llevamos colgados de la cintura, etc., y todo eso con la misma curiosidad con que nosotros los miramos a ellos descamisados, enrojecidos, deambulando de acá para allá y ocupando camas y mesas que una vez fueron nuestras. Entonces me inquieto y me pregunto si aprenderemos algo de ellos o ellos aprenderán algo de nosotros o si sólo pasan por nuestras vidas arrebatándonos tranquilidad y sosiego y, lo peor, las sillas donde nos sentábamos a tomar café por las mañanas. Y me pregunto también si esas invasiones de bárbaros (aplico aquí la definición exacta de “bárbaro” como la utilizaban en la antigua Grecia para designar a quienes no hablaban griego ni seguían las costumbres clásicas) dejarán en nosotros algo bueno, transformador, o, simplemente, basura, inquietud y algo de resentimiento. Que tenemos derecho a existir y recorrer el mundo exactamente lo mismo que hacen ellos, pero también pienso (porque lo he vivido en carne propia) lo difícil que es pasear hoy día por Venecia, lo arduo que es sentarse a tomar un café en Málaga o lo complicado que resulta ver un cuadro en El Louvre o en El Prado porque riadas de seres humanos de otros lugares ajenos al que visitan, invaden los museos, las aceras y los bares.

Estas reflexiones probablemente no le importan a nadie, pero me las hago a mí misma para no sentir esa especie de rabia que me entra cuando las calles de mi ciudad se llenan de gente que ya no reconozco y con la que no puedo pararme a discutir sobre lo divino y lo humano; no puedo estar tranquilamente en el mercado porque hay mañanas que a duras penas puedo sonreír o cruzar dos frases con mis amigas de los puestos de fruta; que ya no me gusta ir al muelle a pasear porque hay un dragón enorme lleno de ojos con una boca inmensa que parece querer devorarme y porque ese barco que a veces parece tan grande como la propia ciudad que habito, ha venido para volver a marcharse dejando un rastro que es menos que nada.

Elsa López, 18 de noviembre de 2025

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