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El ‘blackface’ no es una tradición inocente: es una herida abierta

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Cada cierto tiempo, la polémica sobre el blackface resurge en el debate público como si fuera una novedad, como si no existieran décadas de denuncia y análisis sobre sus implicaciones racistas. Y sin embargo, aún hoy, cuesta que cale una idea básica: pintarse la cara de negro para representar a una persona negra no es una forma de inclusión, sino una forma de exclusión profundamente arraigada en nuestra historia colonial y en los imaginarios de la supremacía blanca. No es un homenaje, no es folklore: es burla, caricatura, deshumanización.

El blackface tiene su origen en los teatros del siglo XIX, donde actores blancos, con las caras embadurnadas de betún, imitaban de forma grotesca a personas negras esclavizadas, parodiando sus gestos, su forma de hablar, sus cuerpos. Era, en esencia, una forma de entretenimiento racista. Reproducir hoy ese gesto —aunque sea en una cabalgata infantil— no lo convierte en algo menos ofensivo, sino simplemente en algo más irresponsable., especialmente, cuando quien lo protagoniza ocupa un cargo público o actúa en nombre de una institución.

La imagen de una persona blanca pintada de negro puede parecer un detalle menor a quienes nunca han sido racializados, a quienes no han tenido que explicarle a sus hijos, hijas o menores a su cargo por qué su color de piel es objeto de parodia en pleno siglo XXI. Pero para muchas niñas y niños racializados —especialmente aquellos que viven en contextos de especial vulnerabilidad, como el sistema de protección— esta imagen actúa como un recordatorio cruel: que su existencia sigue sin tener un espacio legítimo y respetado en el relato colectivo.

En los centros de protección, en las familias acogedoras y adoptivas, en las aulas, los parques o las colas del supermercado, muchos de estos menores ya cargan con un doble estigma: el de ser “niños del sistema” y el de no ajustarse a la blancura normativa que sigue marcando los códigos culturales de pertenencia y legitimidad. Para una niña negra acogida en una familia blanca, ver cómo cada Navidad se caricaturiza su identidad, puede no solo doler, sino desestabilizar profundamente su sentido de pertenencia, su autoestima, su lugar en el mundo. Para un niño racializado que ya ha sufrido discriminación, este tipo de imágenes no son anécdotas: son agresiones simbólicas.

Este problema se agrava cuando se inscribe en contextos locales profundamente marcados por la exclusión social disfrazada de costumbre. En el caso de Sevilla, por ejemplo, la elección del Rey Baltasar en la cabalgata no es fruto de una decisión comunitaria abierta ni diversa. La cabalgata es organizada por el Ateneo, una institución privada que cada año selecciona a los Reyes Magos según criterios de “relevancia social”, entendida, en la práctica, como capital simbólico, económico o político. La participación en las carrozas requiere, además, un desembolso económico significativo: disfraces, caramelos, y otros gastos que hacen de esta tradición un evento estructuralmente inaccesible para muchas personas racializadas y de clase trabajadora.

En este contexto, decir que “no había personas negras disponibles” no es solo falso, sino profundamente cínico. Lo que hay es un sistema elitista que impide que esas personas estén en condiciones de ser vistas como relevantes, visibles o representativas. Es una exclusión que no se limita a un año, ni a una persona, ni a un cargo institucional: es un patrón que se repite, que normaliza y que reproduce privilegios bajo la forma de tradición.

Frente a esta realidad, no basta con decir que “yo no soy racista”. Es urgente —y especialmente en quienes ostentan responsabilidades públicas— pasar del no racismo al antirracismo. Y eso implica no ser cómplice. No ser neutral. No callar cuando se ofende a quienes históricamente han sido silenciados. Ser antirracista significa actuar, corregir, retirar un gesto, una decisión o una participación si con ello se evita perpetuar una injusticia. Significa ceder el espacio, hacer hueco, escuchar.

Por eso, en este caso, lo esperable del presidente de la Junta de Andalucía no es que cumpla su deseo personal de ser Rey Baltasar, sino que entienda que el ejercicio del poder exige discernimiento político y responsabilidad pública. Hay muchas maneras de participar en una celebración navideña. Pintarse la cara de negro, en pleno 2025, no puede ni debe ser una de ellas. Especialmente cuando hay niños y niñas que, año tras año, tienen que ver cómo su identidad se convierte en disfraz, en atrezo, en espectáculo.

No se trata de censurar ni de destruir tradiciones. Se trata de revisarlas, actualizarlas, abrirlas a la diversidad real de nuestras calles, nuestras aulas, nuestras familias. Lo simbólico también hiere, también excluye y también educa. Y lo que enseñamos desde los balcones, las carrozas y las tribunas públicas, cala más de lo que creemos. Especialmente en quienes, desde que nacieron, llevan aprendiendo a vivir con un margen de respeto más estrecho que el resto.

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