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Drones en Polonia: la sobreactuación europea como cortina de humo

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La incursión de presuntos drones rusos en Polonia los días 9 y 10 de septiembre de 2025 fue convertida en un acontecimiento político y mediático de primer orden. Sin embargo, la magnitud del tratamiento público no se corresponde con la naturaleza real de los hechos. Lo ocurrido fue lo siguiente: en el marco de un ataque masivo ruso contra infraestructuras ucranianas, cerca de veinte aparatos penetraron en el espacio aéreo polaco; algunos terminaron cayendo en suelo del país, dañaron tejados y vehículos, pero no provocaron víctimas mortales ni alteraron el equilibrio militar.

La reacción institucional de Polonia y de la OTAN fue deliberadamente contenida. Se activaron defensas aéreas, se convocaron consultas bajo el artículo 4 del Tratado Atlántico y se evitó invocar el artículo 5, que habría significado tratar lo sucedido como un ataque deliberado contra un miembro de la Alianza. Ese encuadre revela que, para quienes gestionan la seguridad militar, lo sucedido se interpretó como un efecto colateral de la guerra en Ucrania, no como una agresión premeditada.

Los datos objetivos refuerzan esa interpretación. Parte de los drones correspondían a modelos señuelo o de escasa capacidad destructiva, habituales en ofensivas masivas diseñadas para saturar defensas. Además, las interferencias electrónicas que Rusia y Ucrania despliegan con intensidad han demostrado desviar la trayectoria de estos dispositivos, dependientes de GPS. Los daños registrados en Polonia —un tejado roto, vehículos afectados, restos esparcidos en áreas rurales— coinciden más con caídas erráticas por agotamiento de combustible que con una misión ofensiva.

Pese a esta evidencia, la reacción política y mediática en Europa se orientó hacia la dramatización. El contraste entre la mesura de Varsovia y la sobriedad de la OTAN, por un lado, y el tono beligerante de ciertas capitales, por otro, resulta demasiado marcado para pasar inadvertido. Emmanuel Macron habló de “escalada intolerable” y agitó la idea de un ataque directo contra la seguridad europea. La jefa de la diplomacia comunitaria, Kaja Kallas, insinuó intencionalidad, mientras Zelenski aprovechó el episodio para reclamar un “escudo aéreo europeo”. Los grandes medios reprodujeron sin filtros esa narrativa: titulares como “Rusia pone a prueba a la OTAN” o “Europa, bajo asedio” se multiplicaron, incluyendo en España, donde la cobertura careció casi por completo de matices críticos.

La uniformidad mediática no puede explicarse solo por descuido. En temas de guerra, la mayor parte de los grupos de comunicación europeos operan como altavoces de gobiernos y organismos internacionales, no como contrapesos. La interpretación más cautelosa —la de la propia OTAN y del gobierno polaco— quedó sepultada bajo la estridencia de un relato de “ataque directo”, que buscaba alimentar la percepción de que Europa está al borde de una confrontación inevitable.

El uso político de este tipo de episodios se entiende mejor si se atiende al contexto interno. La Unión Europea arrastra un crecimiento inferior al 1%, una inflación que aún ronda el 3-4% pese a las bajadas recientes, y déficits disparados por los subsidios energéticos. Francia constituye el ejemplo más ilustrativo: el 10 de septiembre el país vivió una jornada de “bloqueo total” con huelgas masivas en transporte, refinerías y servicios públicos, en protesta contra la reforma laboral y el encarecimiento de la vida. Nuevas movilizaciones están convocadas para el 18 de septiembre, y el gobierno de Macron se encuentra atrapado en una espiral de desgaste político y malestar social. Alemania, por su parte, enfrenta el retroceso de su industria automovilística y la presión de un electorado cada vez más descontento. En este escenario, París y Berlín recurren al tono belicista contra Rusia como cortina de humo: proyectar una amenaza externa cohesiona momentáneamente a la ciudadanía, desplaza la atención de las carencias internas y justifica incrementos presupuestarios en defensa.

Esta sobreactuación no solo busca distraer: pretende también reforzar la autoridad de unas élites que atraviesan una crisis de legitimidad. Lo paradójico es que la contención provino de Polonia y de la propia OTAN, mientras que las mayores economías de Europa prefirieron amplificar la alarma. La divergencia muestra que la Alianza Atlántica no es un bloque homogéneo, sino un conjunto de agendas nacionales en frágil equilibrio. Para Varsovia y los bálticos, la prioridad es blindar la frontera y exhibir fortaleza militar. Para Francia y Alemania, en cambio, el recurso es discursivo: sobreactuar la amenaza externa como coartada frente a sus crisis internas. Estados Unidos observa con distancia, reacio a comprometerse en una escalada que desvíe recursos de su competencia estratégica con China.

El verdadero problema para Europa no son drones desviados que caen en campos polacos, sino la manipulación que transforma incidentes menores en relatos apocalípticos. La guerra en Ucrania ya es devastadora por sí misma; añadir sobreactuaciones interesadas no aporta seguridad, sino desconfianza. Cuando los gobiernos exageran amenazas para tapar protestas, déficits o bloqueos internos, terminan erosionando la credibilidad de las instituciones y de los medios que las acompañan.

La conclusión es clara: gobernar a golpe de propaganda bélica puede otorgar un respiro a élites en crisis, pero a costa de debilitar el proyecto europeo. La población percibe la distancia entre lo que ocurre y lo que se le cuenta, y esa brecha alimenta la desafección ciudadana. La verdadera cortina de humo no son los drones, sino el uso que se hace de ellos para encubrir una Europa incapaz de enfrentar sus propios problemas estructurales.

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