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Los hijos adoptados no son hijos de segunda: una crítica a la minimización judicial del abandono
La reciente sentencia de la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife, que impone una multa de tan solo 1.000 euros a una madre adoptiva por abandonar a su hijo en un hospital dos meses después de su llegada desde Vietnam, no solo es alarmante en términos jurídicos, sino profundamente preocupante desde la perspectiva ética, social y de derechos humanos. Esta decisión transmite un mensaje peligroso: que el abandono de un hijo adoptado puede tratarse con una indulgencia que jamás se permitiría en el caso de un hijo biológico.
El menor fue adoptado en 2019, tras un complejo proceso de adopción internacional. Sin embargo, una vez en España, la madre adoptiva decidió que el niño no respondía a sus expectativas. Lo dejó en un hospital, alegando que tenía problemas mentales, aunque ningún diagnóstico lo confirmó. Durante su corta estancia en la familia, el niño no fue inscrito en el Registro Civil español, no se le brindó atención médica, y se le negó incluso el derecho a llevar los apellidos de quien se había comprometido legalmente a ser su madre. Esta conducta no refleja dificultades inesperadas ni desbordamiento parental: revela un rechazo estructural y deliberado, con tintes de negligencia institucional.
Lo más grave de este caso no es solo la conducta individual, sino la respuesta judicial. La primera sentencia, que condenaba a la mujer a dos años de prisión por abandono de menores, fue luego revisada por la Audiencia Provincial, que decidió rebajar la calificación a un “abandono de familia”, reduciendo la sanción a una simple multa de 1.000 euros. ¿Mil euros por haber roto el proyecto vital de un niño? ¿Por haberle sometido a un nuevo proceso de institucionalización, después de haber sido ya desarraigado de su país, su cultura y su entorno?
La adopción no es un acto caritativo ni una forma de satisfacer deseos adultos: es un compromiso jurídico, emocional y ético con un niño o niña cuyos derechos deben ser el eje de toda actuación. Este tipo de sentencias evidencian cómo, en ocasiones, la justicia sigue considerando a los hijos adoptivos como hijos de segunda. No se trata solo de una infravaloración económica —que también—, sino de una degradación simbólica: la idea implícita de que cuando un hijo adoptado “no encaja”, se puede devolver sin mayores consecuencias.
Esta resolución judicial también pone en cuestión el principio del interés superior del menor, consagrado en la Convención sobre los Derechos del Niño y en la legislación nacional. Ese principio debería implicar no solo proteger al menor frente a vulneraciones graves, sino también reparar los daños causados por quienes, habiendo asumido el rol de progenitores, incumplen su función de forma consciente. ¿Dónde queda ese interés cuando el sistema, lejos de proteger al niño, permite que su abandono se resuelva con una multa que difícilmente cubriría ni una semana de atención residencial?
En un momento en el que tanto se habla del bienestar infantil, de la parentalidad positiva, del acompañamiento respetuoso y del trauma en la infancia, sentencias como esta nos retrotraen a un sistema adulto-céntrico que sigue sin entender que cada decisión judicial es un mensaje social. Y este mensaje, para quien quiera leerlo, es desolador: si abandonas a tu hijo biológico, serás condenado con dureza; si abandonas a un hijo adoptado, bastará con pagar.
Los niños y niñas adoptados no son mercancía afectiva ni proyectos fallidos que se pueden devolver al sistema. Son personas, con historias, con derechos, y con una carga de dolor que, cuando se suma al rechazo en su país de adopción, se vuelve casi insoportable. No es solo una cuestión de legalidad; es, sobre todo, una cuestión de humanidad.
Porque adoptar no es escoger, es comprometerse. Y el sistema no puede permitir que se les devuelva como si nunca hubiesen importado.
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