Espacio de opinión de Canarias Ahora
La lingua è mobile
Las palabras son como las personas, los animales y las plantas: dependen de la tierra que las acoge, el tiempo que les ha tocado vivir y las condiciones, costumbres y leyes de la sociedad que las emplea, que las corta a la medida de su realidad y necesidades expresivas. Es decir, que se encuentran determinadas por el medio ambiente, la época y el entorno social de los hablantes. Es lo que explica que el nombre del pez serránido que los zoólogos denominan Mycteroperca fusca presente la variante de expresión abadejo en el español general y abade, abae y abai, en el español de Canarias; que el nombre del canalito que conduce el agua en terrenos de regadío haya desarrollado la variante de expresión atarjea en el español general y tarjea, atajea y tajea, en las hablas locales; que el nombre del polvo en suspensión presente también entre nosotros las variantes de expresión calina, calima y canila, según las generaciones; que el nombre de una determinada especie de uva blanca de grano grande y alargado se conozca asimismo en Canarias como brijariego, brijadiego, verijadiego, verija de Diego, diego y vujariego, según las zonas; o que el nombre de la abubilla presente igualmente a lo largo del territorio insular las curiosas variantes de expresión apupú, abobo, alpupú, papabú y tabobo.
“¿Cuál de todas estas formas parcialmente distintas es la verdaderamente la correcta?”, suelen preguntarse los señores puristas con solemne gravedad. Pues todas son correctas y legítimas, en su ámbito de uso, por supuesto, que es donde tienen su razón de ser -hay que responderles-, porque todas y cada una de ellas son el resultado del desarrollo natural del idioma; de su realización normal en la práctica concreta del hablar. Las lenguas son dinámicas y, gracias a que ellas son dinámicas y generosas, somos libres los que las hablamos. Las únicas lenguas que no evolucionan son las lenguas muertas. Por eso hay que respetar todas las variantes de expresión y de contenido de las lenguas naturales. Y hay que respetarlas todas por tres razones fundamentales.
La primera, porque sin variación no hay vida, que es flujo perpetuo. La vida lleva necesariamente a la variación, que resulta de la búsqueda de soluciones adecuadas para resolver los problemas que acucian al hombre todos y cada uno de los días de Dios; o de la necesidad de cambiar aquellas voces que han perdido fuerza expresiva porque se han automatizado. El hombre detesta la monotonía y lo sobado. Necesita la novedad para alimentar el espíritu. Con la eliminación de la variación, se mata el idioma. Las lenguas humanas no están sólo para comunicar; están, en primer lugar, para organizar la experiencia, darle forma simbólica y poner música y armonía en el silencio del mundo. Por eso hay que dejarlas que fluyan con el alma de los hablantes, para que puedan cumplir con la función de dar satisfacción a las necesidades expresivas de cada uno de ellos, por muy modestos que estos sean. Sólo respetando la libertad de las personas pueden cumplir las lenguas con su finalidad verdadera. En eso consiste la tan cacareada y necesaria libertad de expresión, que es lo que hace humano al ser humano y que tan soberanamente ejercen los escritores y las escritoras de todo el mundo. Como escribe Dostoievski, “la humanidad vivirá una vida plena solamente cuando todo pueblo desarrolle sus principios y aporte a la suma común alguna parte muy evolucionada de la suya”.
La segunda razón que obliga a respetar todas las variantes de las lenguas es que las mismas constituyen la forma natural de expresión de las gentes que las usan; es decir, su forma normal de exhalar las palabras para entender el mundo. Por ejemplo, resultaría absolutamente absurdo intentar imponerles a los pescadores canarios la forma abadejo, en detrimento de sus abade, abae o abai, porque los desarraigaría del idioma; de su normalidad respiratoria. No hay nada más disparatado que obligar a un canario o a un andaluz, por ejemplo, a hablar castellano; o, viceversa, a un castellano a hablar canario o andaluz. Un canario hablando castellano o un castellano hablando andaluz es simplemente patético. Para expresarse con fluidez y de forma natural no sirven las palabras ajenas, sino las propias: aquellas que se mamaron con la leche de la madre.
Y la tercera razón que obliga a respetar todas las variantes formales y semánticas del idioma es que este sólo se encuentra completo en la totalidad de su diversidad territorial, social, estilística e histórica. Así, por seguir con nuestro ejemplo de “abadejo”, la variante abai no se explica sin la variante abae, de la que procede por diptongación del hiato /ae/; la variante abae, sin la variante abade, de la que procede por pérdida de la /-d-/; y la variante abade, sin la variante abadejo, de la que procede por apócope. Sólo teniendo en cuenta la variación que hayan experimentado a lo largo de los tiempos sus palabras, puede explicarse de forma coherente la historia de las lenguas naturales. Por eso, resulta tan lamentable que los lexicógrafos al uso suelan reducir el significante de las palabras a su forma escrita exclusivamente, desentendiéndose de las orales (particularmente, las locales) o discriminándolas. Además de las variantes semánticas de las palabras, que es lo que suele llamarse “acepciones”, un buen diccionario debería dar cuenta también de la sinfonía de su variación formal. Lo que quiere decir que, además de diccionarios de variantes semánticas, que es lo que son realmente los diccionarios al uso, deberíamos disponer asimismo de diccionarios de variantes de expresión, donde, bajo cada acepción, se consignen las formas con que la conoce cada grupo de hablantes en el habla real.
Tradicionalmente, los lexicógrafos, los lingüistas y los planificadores del lenguaje han propugnado la política de prohijar una sola forma de expresión (generalmente, la propia de la burguesía) para cada una de las palabras de la lengua y erradicar las demás, con el pretexto de garantizar la comunicación entre todos los hablantes e impedir que la lengua se rompa. Se trata de un sofisma. Lo que realmente se hace cuando se interviene desde fuera en el desarrollo espontáneo de una lengua humana, privilegiando unas variantes y condenando otras, es pervertir su funcionamiento natural, que requiere de libertad absoluta. “El deseo de nivelar a los pueblos según un ideal definido en su base -escribe el gran novelista citado- es demasiado despótico. Niega a los pueblos cualquier derecho al autodesarrollo y a la autonomía intelectual”. En cuestiones de lenguaje, lo que hay que hacer es todo lo contrario de lo que ha propugnado tradicionalmente la lingüística oficial española: dejar que la lengua se regule a sí misma en la lucha perpetua de sus variantes semánticas y formales. Son los hablantes mismos los que deben decidir qué formas seguir y cuáles sacrificar en su trato lingüístico diario; no oportunistas planificadores del lenguaje, encopetadas academias, sectarios puristas o profesores de lengua más o menos despistados. Los hablantes son los verdaderos dueños del idioma y, por tanto, los que tienen derecho a decidir su destino. Y, en cuanto al argumento de que las lenguas pueden romperse con el uso, claro que sí. La vida es azar y, por tanto, la ruptura -por llamarla de alguna manera-, que es una consecuencia de la evolución, es una realidad que hay que asumir. No cabe ninguna duda de que un exceso de variación dentro de un mismo idioma puede conducir a su fragmentación. Pero eso no es una tragedia, pese a la opinión de imperialistas y tiranos, que viven de la imposición de códigos rígidos que puedan mangonear para mantener sus privilegios, sino la consecuencia natural de la vida. También los hijos suponen una especie de ruptura de los padres y no por eso los consideramos degeneración de ellos, sino perpetuación de su estirpe. Del latín hablado por el pueblo romano llano surgieron el español, el italiano, el francés, el portugués, el rumano, el catalán, el dálmata, el sardo, el occitano, el gascón o bearnés, etc., y a nadie se le ocurre hoy considerarlos perversiones o degradaciones de la lengua de la vieja Roma, aunque en principio se tuviera esa idea, como pone de manifiesto el nombre de “lenguas vulgares” con que se las denominó en principio y siguen denominándolas aún muchos profesores de Lingüística románica. No se trata de degeneraciones de nada, sino de continuidad. En realidad, las lenguas románicas actuales son el latín del siglo XXI. Si las consideráramos degeneraciones de la lengua latina, tendríamos que admitir que la Divina Comedia, Os Lusíadas, el Quijote o Madame Bovary, por ejemplo, son degeneraciones de las obras de Virgilio, César, Cicerón u Horacio.
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