Espacio de opinión de Canarias Ahora
De MAR a Mar(chena)
Quienes nos hayamos ocupado de estudiar algo de Teoría del Estado sabemos que en los orígenes del poder (que hoy llamamos político) en una tribu, en una ciudad-estado, en un reino.., está la necesidad de protegerlos frente a amenazas o agresiones de los enemigos y la de resolver los conflictos internos. Ambas ponen en peligro la supervivencia de una comunidad o una sociedad humana: la primera por devastación, la segunda, por disolución.
Y también sabemos que a lo largo de los siglos el gobierno de un país ha consistido esencialmente en lo que modernamente conocemos como función o poder jurisdiccional. De modo que la intensa labor legislativa que en el mundo contemporáneo caracteriza al Estado ha jugado un papel muy secundario a lo largo y ancho del tiempo, porque el orden social se sustentaba en situaciones de hecho establecidas y en normas tradicionales o principios jurídicos muy consolidados (el Higher Law of The Land), que en última instancia interpretaban y aplicaban los gobernantes u órganos judiciales subordinados a ellos.
El liberalismo político -el de verdad, el genuino-, en su proclamación y defensa de las libertades individuales, lo tuvo bien claro: el Estado es necesario pero su poder, como todo poder, lleva en sus genes su fortalecimiento y su expansión incontrolada.
Se trataba de frenar esa tendencia. Y se ideó a partir de la experiencia histórica anglosajona, el principio político y jurídico de distribuir el poder del Estado en funciones distintas y atribuírlas a órganos diferentes, de forma que se colocara un freno a la expansión del poder en las propias estructuras y funcionamiento del mismo Estado.
Sometimiento del Poder Ejecutivo a la supremacía y a las Leyes del Parlamento, representante de la soberanía “nacional” (identificando Nación con el Tercer Estado, es decir con la clase burguesa) e independencia del Poder Judicial -histórico garante de las libertades inglesas-, aunque también plenamente sometido a la Ley y al Derecho.
En España, hace ya más de 30 años que la derecha empresarial, financiera, eclesiástica… reagrupada tras el PP de Aznar después del desconcierto de la Transición, decidió que lo mejor para la “Patria” es tolerar una comedia de democracia; pero -eso sí- siempre que todo el poder esté en las mismas manos: en las suyas, el poder económico ya lo está, y en las de sus representantes políticos, el PP. De forma que ellos, los poderes fácticos, también “gobiernen a los que gobiernan”.
Lo novedoso en los últimos años -y algunos lo hemos venido advirtiendo- es que la cúpula judicial, convenientemente copada y amaestrada mediante el prolongado fraude constitucional de impedir la renovación del Consejo General del Poder Judicial, se ha quitado la careta y se viene colocando por encima de la Ley y a extramuros de la Constitución.
A veces más ladinamente: administrando los tempos procesales, de modo que las sentencias y resoluciones se produzcan antes de las elecciones, si perjudican a la izquierda. Y después, si sancionan a políticos conservadores. Y si archivan o absuelven, exactamete al contrario.
Otras veces diluyendo o aplicando a rajatabla las garantías del investigado o del acusado, según de quién(es) se trate: desde que no estaba claro que el M.Rajoy de los papeles de bárcenas fuera el que todo el mundo sabe quién era, hasta que no estuviera acreditado que Espe Aguirre conociera las corrupciones “de su entorno” (para emplear un término de actualidad) o aquello de que Manuel Chaves “no era posible que no conociera” todo lo relativo a los EREs, pasando por la condena al diputado Alberto Rodríguez sustentándola en el único testimonio del policía denunciante. Y, por si fuera poco, manejan “magistralmente”, cuando fuera o fuese menester, suposiciones e inferencias para tratar de apuntalar decisiones tomadas de antemano.
Saben mucho mejor que ustedes y que yo que, en base al “principio de inmediatez” la valoración de la prueba testifical y la credibilidad de los testigos por el tribunal que preside el juicio, es casi imposible de cuestionar en vía de recurso. Y actúan, vaya que si actúan, en consecuencia.
En la cuneta se han ido quedando derechos fundamentales y garantías constitucionales frente al terrible poder de juzgar. Les da lo mismo. Me impacta especialmente cómo la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, de abrumadora presencia conservadora y liderada por el insigne Marchena, se desdice de sus propias sentencias y resoluciones cada vez que conviene a su descarado alineamiento partidista: desde llamar “golpe de Estado” (para boicotear la Ley de Amnistía) a lo que había condenado como sedición, y no como rebelión, a condenar al fiscal general invocando la nota de desmentido a las mentiras del otro MAR, cuando había ya decretado que no tenía entidad delictiva. Cómo iba a tenerla si, como proclama el Estatuto del Ministerio Fiscal nada más abrirlo, constituye una obligación legal frente a los bulos contra la Fiscalía. La “única obligación legal”, como acaban de subrayar en su voto particular las dos magistradas progresistas.
El trasfondo de toda esta quiebra del orden constitucional, perpetrado por quienes tienen el “sagrado” deber cívico de defenderlo, es la absoluta sensación de impunidad que les embriaga. Porque, seamos francos: es la eterna cuestión de “quién vigila al vigilante”, que no tiene solución porque con el Derecho no pueden hacerse milagros si la propia sociedad, cuya indignación y resistencia es la última garantía, acaba siendo diariamente intoxicada e inmovilizada por la acorazada mediática en manos -también- de los poderes económicos.
A pesar de mis años y de mi larga singladura confieso que no llegaba del todo a creerme que fueran capaces.
A veces pensaba, al ir siguiendo las pesquisas inquisitoriales que quedaban en nada, los rotundos testimonios de periodistas que declararon que habían conocido el correo del partner de Ayuso con antelación que lo tuviera el fiscal general (luego ya no era un secreto), las obligaciones legales del Ministerio Público y un largo etcétera…, que no se atreverían a dictar una sentencia condenatoria.
Otras veces pensaba: si se han atrevido a respaldar las andanzas del magistrado inquisidor -perdón, instructor- y a llegar hasta aquí, es que lo tienen decidido. No habrán interpretado toda esta siniestra comedia para nada.
Pero sí. Vaya si han sido capaces.
Así que entre dos Mares anda el juego: el que anuncia “p’alante” y el que remata la faena. Aunque, entretanto, el presidente de la Sala haya querido tener su momento de gloria (¿cometiendo él mismo un delito?) insinuando, y algo más que insinuando, en plena deliberación el carácter condenatorio de la Sentencia, ante la animada concurrencia del Colegio de Abogados de Madrid, transmutado en querellante y acusador popular.
Así que hoy me estremezco -pero sobre todo me indigno- cuando he visto a uno de los dos Mares, hacer otra vez de oráculo.
Sobre este blog
Espacio de opinión de Canarias Ahora
0