El precipicio y las barricadas
Puede que a estas alturas de la mañana, cuando ya han pasado unas pocas horas desde que acabó el debate entre los cinco candidatos a presidente del Gobierno de España, Pablo Casado y Albert Rivera se hayan dado cuenta que agitar la cuestión catalana les perjudica más a ellos que a Pedro Sánchez, presidente en funciones. Es Catalunya la que ha disparado el apoyo electoral a Vox que pronostican prácticamente todas las encuestas, y haber insistido tanto en el asunto este 4 de noviembre, durante el único debate de esta campaña electoral, puede haber generado al PP y a Ciudadanos una mayor pérdida de votos hacia el partido de Santiago Abascal.
A Vox le bastaba con poder medirse con los pesos pesados de la política española, con los candidatos a presidente, para salir victorioso. Santiago Abascal cumplió a la perfección el cometido y colocó sin equivocarse ni una sola vez todos los mensajes populistas y totalitarios de su programa electoral, esos que hablan de ilegalizar a partidos históricos como el PNV, detener a Quim Torra y condenarlo a cadena perpetua, derogar las leyes de igualdad de las mujeres que dan cuerpo a lo que en Vox llaman “ideología de género” y, por supuesto, hacer desaparecer las autonomías, empezando por la de Catalunya.
En momentos de crisis institucional, de convivencia y hasta de seguridad, todos los mensajes de un partido de extrema derecha que preconiza la mano dura, la cadena perpetua, la repatriación de todos los inmigrantes en situación irregular, la imposición del orden y de las buenas costumbres calan entre una buena parte de la ciudadanía sin excesiva resistencia intelectual. Otra cosa es que los datos que Abascal y su partido divulgan acerca de las violaciones y los delitos cometidos por personas migrantes de cualquier edad y el coste que estos colectivos suponen para las arcas públicas tengan la más mínima consistencia. Directamente se los inventa para adornar un escenario caótico y catastrófico donde solo la derecha dura puede imponer la paz. Por la fuerza, desde luego. Los nacionalistas y los independentistas catalanes, particularmente los que alientan los actos violentos, no se han dado cuenta aún de que el fuego, las barricadas, los adoquines y los sabotajes solo alimentan a Vox.
Desde el punto de vista de la eficacia, puede decirse que el debate de este lunes lo ganó Santiago Abascal. Faltaría por saber si esa eficacia se puede medir en nuevos votantes para Vox procedentes del PP, de Ciudadanos y en menor medida de la abstención, o si lo único que ha podido conseguir el líder ultra es consolidar los votos que ya tenía antes de que se encendieran los focos.
Mucho daño debía estarle haciendo a los otros dos partidos de la derecha presentes en el debate porque sus reacciones ante la evidencia de que Abascal les estaba robando la merienda fueron de mucho nerviosismo y descontrol. Rivera se atrevió a atacar a Vox a degüello y hasta Casado se permitió algún reproche. Nada, sin embargo, de censurarle su anatemización de los partidos legalmente constituidos en el país, ni el más mínimo reproche a los ataques al feminismo y a la emigración.
El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, terminó por malvender todo el pescado. Hubo momentos del debate en los que parecía que no sabía hacia dónde escaparse, si hacia el centro que ha recuperado el PP de Pablo Casado, o si hacia la ultraderecha a la que quiso emular en las elecciones de abril con un resultado claramente postizo.
Su empeño por la quincallería y las baratijas de tiendas de chinos provocaron tan sonora carcajada entre los periodistas y los invitados congregados en el Pabellón de Cristal de la Casa de Campo, donde se celebró el debate, que el estruendo se coló por los micrófonos del plató hasta llegar a los millones de hogares que seguían el programa. No fueron gritos de pavor, fue una unánime carcajada la que retumbó allí cuando agitó con su mano derecha un cacho de pavimento supuestamente de Barcelona que Rivera vendió como un adoquín (adoquín no era) y que, en el peor de los casos, podía tratarse del fruto de una apropiación de un bien público. Por muy arrancado que esté del suelo y por mucho que haya sido arrojado a un agente del orden en los primeros días de violencia callejera en Barcelona tras la sentencia del procés.
Terminar como terminó Rivera en su minuto final apropiándose de la frase más vinculada a Unidas Podemos, el “sí, se puede” importado de la campaña de Obama, acabó por desconcertar para siempre al respetable.
Mientras, Pedro Sánchez vendía sus logros de la manera más técnica que le han enseñado, siempre con el mismo soniquete y refugiándose en sus papeles para evitar mantenerle la mirada a ninguno de sus contrincantes. Se quiso separar tanto de todos los demás que acabó por renunciar incluso a que lo defendiera Iglesias. No lo quiere en su futuro e hipotético gobierno; pero es que en realidad, Sánchez no quiere a nadie que no sea del PSOE. De ahí que sus perezosos e infructuosos esfuerzos se dirigieran en este debate a copiar una fracasada propuesta del PP de la que los socialistas hicieron siempre mucha bufa y mofa: la de que gobierne la fuerza más votada.
Si no fuera porque solo han pasado un par de años desde que el PSOE mandó al PP a freír espárragos cuando Rajoy hizo esa misma propuesta, hasta habría pasado por original. Pero es el rejo mesiánico que cada día se le acentúa más y más al presidente en funciones el que lo conduce a este tipo de ocurrencias impropias de quien sabe que España es un sistema parlamentario en el que es el Congreso de los Diputados el que elige presidente. Y que en el actual escenario, o se está dispuesto a negociar -y negociar es ceder- o estamos condenados nuevamente al bloqueo.
El charco en el que se metió el candidato socialista y presidente en funciones fue memorable porque no solo consiguió el no por respuesta de sus contrincantes, sino que quedó ante los telespectadores como el irreductible presidente que quiere gobernar solo a costa de cualquier cosa. Incluidas unas nuevas elecciones hasta que la gente aprenda a votar.
Pablo Casado no hizo un mal papel en este debate, pero su encarnizada batalla contra Vox por evitar la sangría por la parte más extrema de su partido, y sus malabares para, aun con eso, no perder la referencia del centro, y de paso, atacar a Sánchez, lo desquiciaron en más de una ocasión.
En esta revoltura volvió a reinar Pablo Iglesias. Con un tono pedagógico por momentos, paternalistas los otros, y de viejo lobo de mar el resto, el líder de Unidas Podemos puede considerarse -junto con Abascal- el que más ha rentabilizado el debate, y por lo tanto, el ganador. Colocó todos los mensajes de programa que quiso, se permitió pasar por el más constitucionalista de todos los presentes, rompíó con el monotema catalán, fue el único que se atrevió a parar las patas al representante de Vox y el único que dejó clara cuál es su opción de Gobierno: con el PSOE, donde volvió a quedarse solo ante el desprecio de Sánchez. Si son ciertas las encuestas que hablan de al menos un 30% de votantes indecisos, puede que Iglesias despertara a unos cuantos de los de izquierdas.