Barrancos, cuevas y edificios derruidos, el hogar de más de 700 personas en Canarias
“Yo lo tenía todo. Tenía pareja, trabajo, una casa. Era una especie de pequeño triunfador”. Un accidente laboral rompió la vida de Antonio. Hace ocho años trabajaba como camarero en El Médano, al sur de Tenerife, hasta que cayó por una escalera y se lesionó la rodilla. “Para evitar perder el empleo, no fui al médico e hice vida normal. Años más tarde empeoré, me operaron y salió mal”, cuenta. Fue despedido y, cuando acabó su prestación por desempleo, tuvo que abandonar su casa, acabando en las ruinas de un restaurante quemado con 58 años. “Monté una pequeña cama y un baño. Veía correr a las ratas por mi lado, pero intentaba mantenerme lo más limpio posible e incluso iba a la biblioteca a leer”, recuerda. En el mismo edificio derruido, vivía una familia con tres niños.
Un día empezó a llover. Para él, este fue el punto de inflexión que le llevó a pedir ayuda en un comedor social. “Tenía miedo. Nunca había tenido que pedir nada, pero ya no podía más y no sabía qué hacer”, confiesa. Tampoco tenía redes familiares de apoyo, ya que sus padres murieron cuando él tenía cinco años. Poco después fue acogido en un recurso de Cáritas, donde permanece desde hace unos siete meses. Antonio llegó al servicio con un problema de alcoholismo, que ha ido combatiendo con ayuda de los profesionales de la ONG que le acompañan. También recibe atención psicológica para tratar las secuelas de haber vivido al raso, una situación que le condujo incluso a intentar quitarse la vida.
“La vida es muy frágil. En ocasiones vinculamos el sinhogarismo a las adicciones, pero muchas veces es una cuestión de redes de apoyo”, señala la coordinadora de Acción Social de Cáritas en Tenerife, Úrsula Peñate. Pese a que la Constitución Española establece que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”, al menos 700 personas subsisten en condiciones similares en Canarias, habitando viviendas inseguras como cuevas, barrancos, edificios semiderruidos, asentamientos, o coches. También se consideran infraviviendas aquellas en las que no hay acceso al agua o a la luz.
Antonio recuerda la soledad y el desprecio social que sufren quienes viven en la calle. “Ya no tienes amigos y sientes las miradas inquisitivas de quienes pasan por tu lado. No entienden que lo que me pasó a mí le puede ocurrir a cualquiera, y más ahora con la crisis de la COVID-19”. Este año se ha aferrado a dar charlas en los institutos y a repartir alimentos con Cáritas. “He mirado a la pobreza de frente, y después del confinamiento veo cada vez más precariedad en la calle”, cuenta. En la actualidad, Antonio, que ayuda en el comedor del centro de San Lázaro gracias a sus dotes en la cocina, está centrando todos sus esfuerzos en recuperarse psicológicamente y también de su adicción.
La pandemia y las medidas adoptadas para evitar su expansión bloquearon el acceso de las personas en situación de calle a recursos básicos como el alimento, el agua o la higiene. Antes de la enfermedad, este colectivo recurría a las fuentes de agua potable públicas o a las duchas de las playas para beber y ducharse. Pero durante el confinamiento y después del estado de alarma su uso quedó prohibido. La obtención de alimentos también quedó obstaculizada, ya que la ausencia de tránsito de personas por las calles dejó a quienes dependen de la mendicidad para comer sin las pocas monedas que podían conseguir al día. En otros casos, Peñate explica que los ingresos que obtienen procedentes de la economía sumergida también desaparecieron desde el 14 de marzo. La coordinadora apunta que habitualmente las personas en situación de calle son adultas, solas o en pareja pero, después del confinamiento, Cáritas ha localizado a dos familias habitando infraviviendas en Armeñime, al sur de Tenerife.
El perfil es muy variado. “Cada vez encontramos a más personas jóvenes. Sobre todo las que provienen del sistema de protección, que los pone en la calle cuando cumplen 18 años sin ningún tipo de apoyo ni red social”, lamenta Peñate. Sin estudios y sin un trabajo, buscar un alquiler es casi una misión imposible. Dentro de este colectivo, también hay gente de mediana edad con una larga trayectoria de desempleo y personas mayores de 65 años que cobran prestaciones o pensiones no contributivas que resultan insuficientes para pagar un alquiler.
Dentro del sinhogarismo también hay perfiles con problemas de salud mental, adicciones y cada vez más mujeres solas, con el consecuente riesgo de sufrir agresiones sexuales y violaciones en la calle o de ser captadas por redes de prostitución. La población migrante en situación irregular también se ve obligada a subsistir en este tipo de infraviviendas, al carecer de ingresos ante la imposibilidad de trabajar de manera regular por las trabas de la Ley de Extranjería. “La gente es superviviente, e intenta buscarse la vida con los pocos recursos que encuentran a su alcance”, opina Peñate.
Para suplir estas carencias, Cáritas atendió en Tenerife a unas 600 personas en situación de vivienda inadecuada y a 100 en La Palma, en coordinación con el Cabildo insular y los Ayuntamientos, dando cobertura de alimentos e higiene. Según Peñate, pese a que “el grueso de la exclusión social sigue creciendo” con la pandemia, la crisis ha permitido visibilizar al colectivo y potenciar la coordinación entre las administraciones. “Hasta ahora, Tenerife no tenía recuento real y solo se contabilizaban a las personas que se alojaban en recursos temporales”, señala la coordinadora.
Las corporaciones municipales no facilitan el empadronamiento de las personas sin hogar, según Cáritas, bloqueando su vínculo con los servicios sociales y su acceso a ayudas, a pesar de que estén obligados legalmente a registrar a quienes residan en el municipio, aunque lo hagan al raso. “Canarias no es un paraíso tropical”, critica Antonio, que pide “más dinero para políticas sociales y menos para mamotretos”. “Yo me siento un privilegiado, pero creo que hay mucha gente destrozada y tener una vivienda es algo básico. Sin un techo, no eres nadie”.
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