Calma

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Leandro Betancor Fajardo

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Nadie adelanta a nadie en el desierto. Eso lo saben bien quienes han hecho del tiempo un aliado y no un enemigo. 

El parvulario de la vida se recorre con la prisa de quererlo todo y quererlo ya. La adolescencia multiplica esa ansiedad por tres… o por diez. Y la vida adulta te enseña a compartir los tiempos de siembra con los de recogida. 

La madurez llega cuando la prisa desaparece y somos capaces de dominar el tiempo y no el calendario. Y eso pasa cuando menos te lo esperas. 

Tan sesuda reflexión gobernaba el pensamiento de Celia en la orilla de su playa, penúltima atalaya de su vida, aquel martes de abril en el que celebraba, sola, su primer año de libertad. 365 días antes se había liberado, por fin, de su cárcel de emociones contenidas, de frustraciones, miedo e impotencia. Una cárcel invisible a los ojos del resto de su mundo, en la que vivió sin vivir algo que no era, ni de lejos, parecido a la vida que soñó. 

¡Qué mala suerte! dijeron sus amigas. “Con lo buena pareja que hacían”, le espetó su ex suegra a la puerta del juzgado. ¡Pobrecilla! fue la más empática de las expresiones que escuchó de alguna de sus vecinas, que no vieron pero sí escucharon, los ecos de aquel infierno en la escalera que compartían. 

Existe un proverbio que repiten las gentes del desierto, a propósito de esa relación tóxica entre la vida y la urgencia por vivirla, que reza “ustedes tienen los relojes, nosotros el tiempo”… 

Celia lleva un año sin reloj y luce ahora en su muñeca una palabra tatuada que le recuerda cuánto soñó con ella y lo mucho que ahora la disfruta: Calma. 

Ahora, por fin, todo está en calma. 

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