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Reportaje

El día a día en la ecoaldea Valyter un año después: “Es una alternativa a la vida competitiva de la ciudad”

Diego Cobo

Entrambasaguas —
25 de mayo de 2025 22:11 h

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Todo acabó por empezar cuando Juan Garay durmió junto a su madre en este lugar. Era el año 2021, había buscado alojamiento para pasar unos días y encontró este encantador rincón abrazado por castaños, robles, fresnos, acebos, nogales, hayas, laureles, sauces o acacias. Un año después, compró las cinco hectáreas en las que el río Aguanaz pega sus primeros brincos. Quienes conocen de cerca a este médico y cooperante de profesión dicen que es incombustible.

Solo hace falta seguir la carretera 652 que une Entrambasaguas y Riaño, tomar un desvío por un camino asfaltado a la altura de San Antonio, tomar otra senda pedregosa, atravesar un pequeño puente y ascender hasta Valyter para comprobar que el hombre de manos manchadas de tierra y eterna sonrisa tiene el depósito lleno. Lo sabe el visitante, el curioso, el simpatizante o el candidato a emboscarse en este rinconcito de Trasmiera.

Valyter es la ecoaldea de la que Juan es fundador: dos años después de adquirir los terrenos y las construcciones principales, sus propias raíces comenzaron a expandirse a no tantos kilómetros de Santander, la ciudad en la que había nacido su madre. Venir a Cantabria fue uno de los últimos deseos de ella, así que su hijo cumplió sus intenciones y encontró el lugar definitivo en el que, tras una larga conversación, las lluvias y el paso del mediodía, admitirá escuetamente cómo se siente: “Estoy feliz. Estoy bien”. Pero Valyter, acrónimo de Valentía y Ternura, una de sus novelas, también es el empeño personal y colectivo de un viaje de vuelta a los vínculos que alguna vez gobernaron las sociedades. “La relación humana”, observa Juan, “es ahora diferente a los pequeños grupos que hasta entonces se relacionaban más internamente”.

Esas viejas dinámicas sociales y culturales ya no son las mismas; la densidad de población o el sistema económico, tampoco. Y eso implica retos que esta utopía encaramada a una loma de un verde eléctrico está dispuesta a desafiar. Porque toda la perversidad de esas circunstancias cambiantes y deshumanizadas son la que han ido espoleando, durante décadas, a este pionero de lo común a abrirse paso entre matorrales y alguna dificultad. Él se preguntó sus inclinaciones, esas que ahora responde en voz alta: “Yo quiero y casi necesito, éticamente, compartir”.

Su pasado profesional desembocó en la Comisión Europea después de trabajar otras casi dos décadas entre ONG y la academia. Su último trabajo fue como responsable de Cooperación de la Unión Europea en Cuba, donde acabó llenando el zurrón de su visión humanista y se agotó su paciencia con las instituciones. Tras la decisión que la comunidad internacional no tomó acerca de las matanzas de Israel en Gaza, entonces, él renunció a su puesto de funcionario. Por eso ahora le enerva que Borrell dijera recientemente que Europa permanecía impasible ante el genocidio cuando él mismo se lo había reprochado personalmente: “No podía seguir apoyando un genocidio”.

Esa “camisa de fuerza” que aprisiona las instituciones fue la que Juan rompió después de ir alzando la voz y ahora vuelca en un proyecto en el que ha reiniciado su propia existencia. Y a pesar de que se apartó de ese mundo de briefings y diálogos políticos, desde su refugio sigue copresidiendo el Sustainable Health Equity Movement (SHEM), dando clases y conferencias, realizando trabajo voluntario, escribiendo, componiendo música o aullando por una justicia verdadera.

Entre todas las luces de Valyter, su “ética de la equidad” es quizás la más potente. Lo escancia en esta experiencia, un laboratorio de lo común que aspira a convertirse en espejo de un mundo sin dinero, propiedad o transacciones comerciales. Los voluntarios aquí pagan sus estancias con cuatro horas de trabajo diario. No hay cuotas para los más de 60 socios de la asociación. Un par de platos de comida templan el estómago del visitante y en el puchero siempre hay café para repartir. Esa necesidad de compartir es el punto convergente en Valyter, pero también la única fórmula que destilan las intenciones de Juan. “La propiedad propia me genera malestar”, dice, “y por supuesto me genera mucho malestar la acumulación de algunas personas”.

Por el buen camino

El pasado mes de marzo, durante la charla de Juan Garay en la 'Semana de la felicidad', celebrada en Santander (en 2012 la ONU estableció el 20 de marzo como Día de la Felicidad), una señora del público le preguntó a otra sobre lo que estaban hablando. La amiga le miró y le dijo: “No sé, pero dicen que van descalzos”. Ha pasado un año desde que Valyter echara a andar como asociación y el proyecto va derramándose en actividades y vida. Antes tuvieron que estar listas las seis viviendas (Empatía, Alma, Bondad, Valentía, Ternura y Sueños) dotados de un sistema de temperatura y humedad, los caminos inspirados en otros tantos nombres sugerentes, el gallinero, los edificios principales con cocinas, lavandería, talleres o una zona cubierta de actividades.

Antes de revolucionar este rincón de Entrambasaguas en el que yo no he visto a nadie descalzo, tuvo que estar todo a punto. Desde entonces han llegado más de una treintena de voluntarios de Argentina, Francia, Dinamarca, Inglaterra, Croacia, Estados Unidos, Alemania, Italia o México siguiendo su rastro en plataformas como Worldwide Opportunities on Organic Farms (WWOOF) o Workaway. Ante tal cantidad de solicitudes, de hecho, Valyter ha tenido que frenar las candidaturas.

En la aldea hay seis casas que pueden albergar a dos decenas de personas, y la idea es que la mitad de esas plazas se cubran por habitantes permanentes. El resto, hombres y mujeres que pasen aquí semanas para ir macerando el espíritu aldeano. “Cada persona que viene te aporta cultura, ideas, tareas en común: cuando compartes el trabajo, y la comida, y una actividad de ocio, y luego una tertulia, y luego sentimientos, en poco tiempo se desarrolla una relación empática muy fuerte”, observa Juan en un descanso que se toma mientras desbroza el campo en el que plantará, siguiendo líneas de nivel, cientos de semillas maíz hopi.

Y eso también es una resistencia: es mayo y en la comarca se comienzan a roturar campos para sembrar maíz transgénico. Junto a los enormes tractores que “violan” la tierra con “sus penes curvos de hierro, erectos en la fundición”, como Steinbeck narraba en Las uvas de la ira, se espolvorea glifosato, un herbicida que deja la tierra arrasada y un largo debate acerca de su carcinogenicidad. Juan, que ha sido profesor de salud global en Berkeley, California, donde conoció a Miguel Altieri, uno de los investigadores que acuñó el término de “agroecología”, cuestiona la agricultura convencional. En Valyter no entran tóxicos, se generan la menor cantidad de residuos posible, se hacen los jabones artesanalmente, se produce compost de todos los desperdicios, se dan vuelta a los modelos de producción y derroche y se recicla todo lo que se puede reciclar.

La primera asamblea de la asociación se celebró recientemente y se hizo balance de los logros, se admitieron a un buen puñado más de socios y se miró al futuro. Dos meses después, los avances siguen su ritmo, y a los diez kilovatios de energía solar instalados que alimentan el sistema de aerotermia de las casas, se suma la conexión a la red de agua después de estar en un limbo legal. Hay colmenas, 150 árboles frutales, 60 bancales que proveerán la mitad del alimento. También ha habido avances en las dinámicas sociales, existe una buena relación con los ganaderos que circundan los terrenos y el sistema de rotación de visitantes está funcionando, aunque la comunidad echa de menos un mayor diálogo y colaboración con las instituciones.

Tampoco ha habido grandes problemas con los aldeanos para sostener la vida comunitaria. Antes de comenzar la estancia, a los futuros habitantes se les hace una especie de entrevista para observar su sintonía con el ideario y la guía de convivencia, brújula de este proyecto, y cuyos fundamentos son compartir y realizar las tareas comunes. “Y eso significa cuidar de la naturaleza y nutrirnos de ella”, sostiene Juan, que apunta a que han existido excepciones —no más de un diez por ciento— de personas que se han marchado antes de tiempo. Cree que, en esos casos, no ha estado claro el compromiso.

—Muchas comunidades utópicas no han llegado a buen puerto por exceso de idealismo…— deslizo.

—Sí, es verdad. [Robert] Owen, por ejemplo, lo dice muy bien. Cómo no hubo una falta de conocimiento, liderazgo y cohesión en su grupo. Primero, si hay un liderazgo fuerte, se sienten como que están limitadas. Y luego, si no hay un liderazgo, el proceso anarquista lleva a inercias a veces muy perezosas. Aquí tenemos una intención muy fuerte.

Muchas ecoaldeas cobran por actividades, por visitas guiadas que aquí se han vuelto autónomas gracias a la elaboración de un plano, por la comida, por el alojamiento o por la escuela. Esa relación con el dinero, sin embargo, no tiene cabida en esas tierras. “Ese no es el concepto: el concepto es trueque y compartir”, afirma Juan. Hay quienes insisten en que se cobre un poco, puesto que una pequeña aportación, ese esfuerzo, conllevaría también un aprecio por el latido de esta tierra. Pero él ya cerró esa puerta.

Un proyecto alternativo

En el devenir de Valyter se han establecido alianza con organizaciones ecologistas de Cantabria, como Ecologistas en Acción, Solabria o Simientes Infinitas. Ciertamente, el proyecto trasciende los paquetes ideológicos, aunque las bases están asentadas en la carta de valores que los aldeanos deben de firmar. La propuesta de un modelo alternativo de humanidad está inscrita en el horizonte de las acciones. Cuando Juan ve las peleas de acusaciones políticas, por ejemplo, se dice que es una energía muy mal gastada. “¿No?”, se pregunta al tiempo que propone alternativas: estar en armonía, saber disfrutar con simplicidad, compartir en comunidad: “No hay mucho más”. Entre los simpatizantes de la ecoaldea hay perfiles diversos cuyo afán común es la atracción por la naturaleza y una vida alejada de la dictadura de mandamientos externos. Ante el batiburrillo de etiquetas, Juan se despoja de todas y ondea esos valores en armonía con la naturaleza. 

Sus posturas igualitarias, sin embargo, tienen que ver con el decrecimiento, un concepto a la sombra de los límites planetarios. Cree que el ser humano está generando los desequilibrios del planeta, aunque conozca de cerca a quienes pongan a remojo esas afirmaciones. “Pero, sea lo que sea, el ser humano, en relación a la biomasa que ocupa de vertebrados, no debería ocupar mucho más y ya es muy generoso una tercera parte de la Tierra. Y ahora ocupa el 80 por ciento”, asegura.

En sus reflexiones, incorpora datos que ha calculado concienzudamente, como el hecho de que podamos vivir en un tercio de la superficie del planeta, del que solo se cultivaría la tercera parte (o incluso quinta), que una hectárea bien gestionada puede generar comida para 15 personas y, sin embargo, el sistema agrícola dedica una hectárea por habitante; que se debería de requerir la dedicación total y manual de dos personas por hectárea o que el 10 por ciento de las personas deberían de trabajar en el campo frente al 1 por ciento actual.

Pero dar la vuelta a todas esas dinámicas implica una inusual lógica que él comparte con un meditado arsenal de argumentos y prácticas. El ser humano, en Valyter, ocupa un tercio de la superficie, como el modelo que propone. Este microcosmos, así, se presenta como un ensayo del mundo o anhelado. “Una especie de pequeña prueba piloto que pueda demostrar que esto es posible, que es posible vivir comiendo sano de tu trabajo y en comunidad, y con criterios que son replicables”, resume, “porque si yo tengo un sitio que es precioso, pero que es inasequible económicamente y de todo tipo de vista para otros, no estoy haciendo justicia a lo que yo quiero proponer al mundo”. 

Hay veces que Juan tiene (y escribe) sueños, y los convierte en planes de transformación de España. En esos sueños da cifras concretas: rehabilitación de 100.000 viviendas rurales, dejar en paz el 90 por ciento del territorio, formar comunidades de diez personas con cinco hectáreas de cultivos y 15 de restauración, garantizar alimentos sanos. 

—Pero todo eso implica romper creencias muy asentadas…

—Desde la Revolución Verde se instauró un poco el concepto de que sin la tecnología la humanidad no puede nutrirse de manera adecuada. Hay muchísima evidencia de que eso no es verdadero: los métodos de labranza, y los métodos que desde hace 50 años se van utilizando de abonos, herbicidas o pesticidas, están realmente dañando muchísimo el suelo.

Entre las prioridades que se asoman por el horizonte de Valyter está la creación de un bosque escuela en el que profesores como Álvaro o Mónica se prodigarán en enseñanzas a cambio de modelar el futuro. Los padres, por su parte, realizarán labores de campo o participarán en la propia construcción de la escuela del mismo modo que los aldeanos ahora levantan un invernadero de madera. Las actividades culturales en el anfiteatro natural irán al alza, se incorporará la artesanía e hilandería y se tratará de revolucionar la visión popular acerca del eucalipto, un árbol que cubre parte de Valyter y las fincas de alrededor. “¿Cómo va ese árbol a tener un carácter malo?”, se pregunta Juan antes de señalar que el problema es su monocultivo, no la especie en sí. Por eso van a clarear esas masas y practicar la agricultura sintrópica con especies como la moringa, el jengibre o la cúrcuma. La idea, pues, es dotar al futuro bosque de otra vida.

Conexión con el exterior

Valyter aspira a la autosuficiencia, aunque los propósitos primordiales sean estar en equilibrio “entre la persona y la comunidad”, “entre la comunidad y la naturaleza”, “y juntos con el mundo”. Pero Juan también admite que, a pesar de vivir al margen de las dinámicas sociales y políticas, no pretenden ser una burbuja. “Queremos contribuir, pagar nuestros impuestos, colaborar con ideas incluso de un mejor mundo”, sigue detallando, aunque algunas de las propuestas hayan pinchado en hueso: repartir la riqueza no resuena en todos los que pretenden vivir al margen.

La conexión con el exterior es inevitable, y el fundador de la aldea explica que ni tienen interés en quebrar el contrato social con el Estado, ni romper el intercambio de conocimientos ni desconectarse por completo del sistema de consumo: “Siempre vamos a necesitar algo, algún chip o algún metal, o algunas cosas que nosotros no podremos producir”. A cambio, sí admite vivir aislado, en armonía con el entorno y los mirlos, petirrojos o chochines que cantan al amanecer. Quienes habitan la aldea aseguran que es muy difícil sacarle de ella.

Los días se consumen aquí con lentitud, como si el tiempo se extendiese, para alguien que después de vivir de cerca la política y ha comprobado las jerarquías en regímenes capitalistas y comunistas —la misma danza entre poder y sumisión—, ha acabado entre dos arces. Este es el lugar más significativo: reposan las cenizas de sus padres. El escarlata del arce japonés, el color con el que su padre solía pintar, explota en esta lluviosa primavera. Juan lo plantó y el árbol echó sus primeras hojas el día del padre: “Por eso es también esto como una especie de tributo a los que nos procedieron”.

La herencia de los de antes supone la orientación definitiva en este recorrido vital que lleva a Juan Garay, adscrito al cuidado a la tierra y la comunidad, a pasar sus noches en 'La Simplicidad', la cabaña de madera forrada de adobe, lana de oveja y calentada por una estufa de leña. No tiene agua corriente, ni baño, ni armarios, ni demasiados objetos, apenas una guitarra, algún libro y un cuadro pintado por su padre. Es un ficus gigante al que una multitud acude en procesión. Él lo aclara: “Es el árbol en el que se apoyó Siddhartha, Buda, a meditar”.

Esta “incubadora”, en fin, es una especie de pócima dispuesta a ser replicable en otros sitios en el que más personas puedan acceder a la tierra y a una vida en comunidad de mayores que quieren ayudar y sentirse verdaderamente útiles y “jóvenes que buscan una alternativa a la vida competitiva de la ciudad”. Al fin y al cabo, como en la novela que da nombre a la aldea, el objetivo de este campesino que recibe enseñanzas concentradas de agricultura y biología por parte de sus miembros, sigue avanzando en los sueños que ya dejó por escrito: “Las ecoaldeas proveían, sin propiedad, el agua limpia, el alimento sano, el refugio natural, la energía limpia y la más esencial necesidad humana: los abrazos. La colaboración global proveía de más saberes y unos pocos bienes comunes globales”.