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Palabras que andan

El otro día me crucé con Marcos Díez. Marcos Díez es uno de los vecinos que habitan este simpático pueblo. Tiene su casita los viernes, y desde allí cuenta cosas bastante interesantes y, sobre todo, preciosamente escritas. Vamos, que si solo tienen tiempo para leer una columna semanal no pierdan el tiempo en la mía. También hay otros que la tocan bien en este pueblucho, pero a ellos no me los crucé el otro día por la calle, y a Marcos Díez sí.

Iba, él, caminando, leyendo un libro, totalmente abstraído. Yo reconozco que ni saludé. De un lado porque marchaba en coche, y siempre hay un cierto aire de inferioridad filosófica entre quien patea el mundo y los que van sobre ruedas. Tonterías, seguramente, pero qué quieren. Además el ruido de las bocinas es uno de los más enervantes que conozco, y si pudiésemos erradicarlo por completo todos sonreirían más. O mejor. Pero había otra razón para el silencio (como si el silencio necesitase razones). Y es que transitaba él tan concentrado, tan absorbido por las palabras (media sonrisa, rostro encorvado, un poco dudosos los pasos) que no me atreví a romper el sortilegio. Porque eso era. Magia.

Yo también leo cuando camino. Si estoy paseando no, porque ahí la gracia está en el instante. Pero caminando leo mucho. En la mano siempre llevo un libro (por si las esperas, por si los pesares) y soy incapaz de no empezar ojeándolo tímidamente y después, más y más confiado, lanzarme a sus páginas. Así que si alguna vez ven por la calle un tipo alto y con pinta de despistado, uno que avanza despacito para no pegarse con las farolas, ojos soñadores brincando de frase en frase, ese soy yo. Salúdenme, suelo ser majo.

Y sí, me lo han dicho un montón de veces, eso de que es peligroso, y que da mala imagen, y que hasta puedo tener (o, peor, provocar) un accidente. Y yo asiento, callo, disiento. Porque si ustedes reparan en la muchedumbre un enorme porcentaje de ellos van leyendo. Solo que, en lugar de páginas, posan sus mirares en las pantallas del móvil. Y escriben, oigan, escriben, que eso a mí ya me parece una locura. Pero ahí están. Y nadie se extraña por ello, ni les acusa de falta de civismo, ni les llama bachi-buzuk o merluzo con acento cazallero de viejo capitán. Otros tiempos, supongo.

Leí meses atrás que en algunos institutos estadounidenses habían abierto dos “carriles” en los pasillos: uno para muchachos que iban toqueteando el móvil y otro para los que no. La idea era concienciar de la cantidad de horas que se pasa con el aparatito de marras, o alguna excusa parecida. Lo que ocurre es que todos se lo tomaron en serio, y al final había un carril vacío y otro lleno de hipertecnificados adolescentes que avanzaban rítmicamente a golpe de click como si fuesen los martillos de Pink Floyd.

 En el fondo es, quizá, una forma de ir tejiendo palabrejas en la realidad. Lo de leer mientras caminas, digo. O puede que sea más apropiado hablar de lo diferentes que son las frases iguales dependiendo del espacio donde las desgranes. Que no es lo mismo juguetear con “infinito” en un metro abarrotado o mirando a la mar. Eso u otra forma de justificarnos quienes tenemos un vicio (que, como todos los vicios, debe de minusvalorarse, relativizarse y desdibujarse entre otros parecidos). Letraheridos, les llaman. Qué bonita palabra. Qué pavorosa realidad.

Lean mientras caminen. Ya es tarde para cambiar.

El otro día me crucé con Marcos Díez. Marcos Díez es uno de los vecinos que habitan este simpático pueblo. Tiene su casita los viernes, y desde allí cuenta cosas bastante interesantes y, sobre todo, preciosamente escritas. Vamos, que si solo tienen tiempo para leer una columna semanal no pierdan el tiempo en la mía. También hay otros que la tocan bien en este pueblucho, pero a ellos no me los crucé el otro día por la calle, y a Marcos Díez sí.

Iba, él, caminando, leyendo un libro, totalmente abstraído. Yo reconozco que ni saludé. De un lado porque marchaba en coche, y siempre hay un cierto aire de inferioridad filosófica entre quien patea el mundo y los que van sobre ruedas. Tonterías, seguramente, pero qué quieren. Además el ruido de las bocinas es uno de los más enervantes que conozco, y si pudiésemos erradicarlo por completo todos sonreirían más. O mejor. Pero había otra razón para el silencio (como si el silencio necesitase razones). Y es que transitaba él tan concentrado, tan absorbido por las palabras (media sonrisa, rostro encorvado, un poco dudosos los pasos) que no me atreví a romper el sortilegio. Porque eso era. Magia.