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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El sótano

El sótano. | SARA FUENTES

Marcos Díez

La cama estaba en el centro y era confortable. Había también una silla de madera, una mesa robusta, un perchero, un retrete, un lavabo y una ducha. Pasaba la mayor parte del tiempo tumbado en la cama pero también paseaba por la estancia. Lo hacía con los ojos abiertos aunque era lo mismo que tenerlos cerrados porque la oscuridad era absoluta y no podía ver nada. Los tenía abiertos aunque fuese sólo para contemplar ese negro al que mis pupilas no eran capaces de acostumbrarse.

Normalmente daba un paseo por la estancia nada más despertarme, tendría unos cincuenta metros cuadros distribuidos de forma irregular. Ese paseo me solía llevar dos o tres horas porque era minucioso y palpaba de forma meticulosa las paredes. Siempre descubría cosas nuevas, rugosidades inesperadas, pequeñas grietas. Los olores también eran importantes así que muchas veces recorría el sótano con la nariz pegada al suelo, a los muebles o a las paredes, olisqueando todo igual que un animal. En otras ocasiones iba más lejos y con la ayuda de la silla o mesa palpaba pacientemente cada centímetro del techo.

Cada día hacía un hallazgo nuevo que registraba de forma concienzuda en un mapa del sótano que sólo existía dentro de mi mente. Cuando me acostaba me dedicaba a pensar en ese mapa, a dibujarlo con sus valles, sus colinas, sus diminutos accidentes. Era un ejercicio que me dejaba extenuado. Después intentaba no pensar en nada y concentrarme en un silencio que, en realidad, estaba poblado de ruidos casi imperceptibles que salían a mi paso como animales nocturnos sigilosos.

Mi mujer nunca entendió esa manía mía de encerrarme en el sótano. Fue algo progresivo. Un día, mientras buscaba en unas viejas cajas, se fue la luz y me senté en una silla a esperar a que regresara porque no quería tropezarme. La luz tardó en volver pero a mí no me importó demasiado porque me sentía extrañamente a gusto sumergido en el silencio y la oscuridad, como si me hubieran lanzado de repente a una nada que en lugar de causarme terror me proporcionaba paz.

Mis estancias en el sótano se fueron repitiendo y alargando y eso afectó a nuestra relación de pareja. Yo le decía a ella que bajase conmigo al sótano para pasar más tiempo juntos pero ella siempre me decía que no. Sus negativas, lejos de molestarme, las agradecía porque en realidad a mí me gustaba estar ahí abajo solo. Un día decidí quedarme en el sótano y ya no volví a subir. Mi mujer abría la puerta y me dejaba en las escaleras unos alimentos que comía directamente con las manos. Cada vez que escuchaba sus pasos corría a la cama, hundía la cabeza en el colchón y me tapaba con las mantas para que seguir sumido en la más completa oscuridad.

Pero ella se cansó, o se fue con otro, o se tuvo que mudar porque cambió de trabajo o para cuidar a sus padres. El caso es que se fue. Tampoco me dijo nada. Simplemente un día dejó la comida en la escalera pero no cerró la puerta del sótano. Le pedí desesperado que la cerrase pero no atendió mis súplicas. Me quedé varios días tumbado en la cama, tapado totalmente con las mantas. La claridad estaba ahí afuera pero yo no quería salir.

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