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Eduardo Mendoza: “Se creen que sé mucho de Barcelona, pero lo que he hecho es inventarme una ciudad”

Los escritores, Eduardo Mendoza y Javier Pérez Andújar, en el CCCB de Barcelona.

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Cuando Eduardo Mendoza ríe, es que da la razón. La da siempre riendo, quizá esto sea porque considera que solo tienen la razón las cosas que tienen gracia. Pero Eduardo Mendoza es un autor muy serio. Es el único premio Cervantes que recogió el galardón vestido rigurosamente de premio Cervantes y no parecía nada raro. Al contrario, todo el mundo veía que era Mendoza en persona. Eduardo Mendoza ha escrito toda su obra con chaqué de viajero cosmopolita, como dando la vuelta al mundo, aunque sus novelas siempre hablan de Barcelona. Eso es porque el mundo secreto de Eduardo Mendoza es esta ciudad, a la que le da vueltas y vueltas.

El pasado enero, cumplió 81 años y publicó su decimonovena novela, Tres enigmas para la Organización (Seix Barral, 2024). “Hacer los deberes sólo sirve para que te pongan más deberes”, dice uno de los personajes. A Mendoza no le gusta hacer deberes, por eso se hizo escritor. Cuando, hace tres años, concluyó su trilogía biográfica, o memorística, o histórica, que protagoniza Rufo Batalla (integrada por los títulos El rey recibe, El negociado del yin y el yang y Transbordo en Moscú), anunció que ya no iba a hacer más deberes, por eso su nuevo libro tiene tanto de recreo.

En esta novela están concentradas todas sus otras novelas. Desde Julio Verne, a partir del 80 todo vuelve a empezar, con un 80 se ha dado la verdadera vuelta al universo. La vuelta al mundo de Mendoza ha consistido en escribir una novela sinóptica, en la que se lee toda su obra junta y diferente, como vista con un telescopio desde el parque de atracciones del Tibidabo.

Aquí está la Barcelona eterna y céntrica, escenario de sus novelas llamadas serias, y los personajes disparatados de sus novelas llamadas de risa, y las clases medias atrapadas en sus pretensiones, como aparecen en sus novelas más sociales, que coinciden con las llamadas serias, y también están aquí las afueras de Barcelona, como en Mauricio o las elecciones primarias, y la Costa Brava que frecuentan los barceloneses, como en Una comedia ligera, y los interrogatorios y declaraciones policiales como en La verdad sobre el caso Savolta. Y asimismo aquí sigue la sabiduría, la comprensión de la vida que recorre la trilogía de Rufo Batalla, antes citada. Es Mendoza en estado puro.

Mientras el fotógrafo, Kike Rincón, dispara contra una estatua del arcángel San Miguel, la directora adjunta de este diario, Neus Tomàs, y aquí un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo de ustedes, lectoras y lectores, y cómo no, del entrevistado, nos asomamos alborozados a la entrada del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, para ver llegar a Eduardo Mendoza. Con gesto generoso, la directora del CCCB, Judith Carrera, nos ha cedido su despacho, en el que se realizará esta entrevista. Su mesa de trabajo es inmensa, y está totalmente cubierta de libros, ordenados al milímetro. Ocuparemos la mesa de reuniones.

El autor quería llegar en transporte público; pero se le echó el tiempo encima y le ha traído en coche su mujer, Anna Soler. “Todo escritor es por definición un individuo marginal”, escribió el escritor en su ensayo sobre Baroja (Pío Baroja, ed. Omega, 2001). Mendoza viene solo, marginal. Le persigue el prestigio y le persigue Barcelona. En Mendoza, el cosmopolitismo es una suerte de anonimato, desde joven ha sido así. Ahora está en su ciudad, y llega vestido anónimamente con suéter, vaqueros y calzado deportivo. Saluda sonriendo desde lejos, como si le diera la razón a la vida.

Hay que ver cómo está el mundo, Eduardo.

¡Jajajaja! Muy bien. Está muy bien. Está estupendo, mejor que nunca.

¿Mejor qué nunca?

Bueno, la verdad es que no lo sé. Yo ya no me dedico a estas cosas.

¿No lees el periódico?

Leo el periódico por encima cada día; pero me fío relativamente de la información que da. No porque mientan, sino porque no sé lo que saben, ni lo que dejan de saber. Y... tengo muy poca información. Cuando voy a los sitios, cuando estoy en la televisión, me preguntan cómo está Barcelona, cómo está Catalunya, cómo está España, cómo está Europa, cómo está el mundo..., y sufro mucho, porque no tengo ni idea ¡de nada! ¡No salgo de casa! Sólo veo la televisión. Soy una persona totalmente desinformada.

Por lo menos, los diarios en papel traían crucigrama.

¡Pero si yo lo hago en digital!

¿También sale en los periódicos digitales?

¡Sí! Bueno, el que yo hago, que es el de The Guardian. Ya es una vieja costumbre. No te equivoques, no es más difícil hacer un crucigrama en inglés que en español.

¿Es más fácil?

No, es igual. Solo tienes que saber que el río que va a salir cada día de 3 letras es el de siempre. Cuando sabes esto, ya da igual cualquier idioma, puedes hacer en chino el crucigrama.

¿Lo haces todos los días, el crucigrama de The Guardian?

A diario no, pero casi a diario.

¿Siempre has hecho crucigramas?

Claro, he sido funcionario muchos años. Un funcionario no puede empezar a trabajar hasta que no ha hecho el crucigrama por la mañana.

¿Y tienes creadores preferidos de crucigramas? Ocón de Oro...

No, no, no, eso ya no. Me acostumbré a hacer el crucigrama cuando fui a Nueva York, a trabajar a la ONU. Fui de traductor y, cuando me pusieron allí, los compañeros me dijeron: has de saber que aquí se hace el crucigrama del New York Times. Creo que es el mejor crucigrama que hay. Está muy bien hecho. El lunes, es muy fácil; el martes, un poquito más difícil... El sábado, ya es muy difícil, porque se supone que tienes todo el día para pensar. Y el domingo, ocupa toda esta mesa [Mendoza extiende la mano sobre la gran mesa de reuniones donde tiene lugar la entrevista]. El domingo, es enorme, está lleno de juegos de palabras.

¿Terminabas siempre los crucigramas?

El lunes, martes y miércoles, sí. A partir del jueves, ya iba cojo.

Vamos al tema. Me ha encantado tu libro, Eduardo. Se lee como una novela.

¿Como una novela? ¡Me alegro! Es verdad que cuando, al final de la pandemia, terminé la trilogía de Rufo Batalla, dije que ya no iba a escribir más novelas. Es eso lo que dije. He ido buscando mis propias declaraciones para defenderme de los que me decían que yo dije que no iba a escribir más, y lo que dije fue que no iba a escribir... ¡más novelas!

Pero sí otros géneros.

¡Por supuesto que pensaba seguir escribiendo! Tenía artículos sueltos, cosas que pensaba reunir en algún tipo de ensayo. Pero, cuando me di cuenta, ¡estaba escribiendo una novela!

Javier Marías era experto en proponerse no escribir más.

¡Sí, sí, sí! Recuerdo que siempre me decía: he escrito mi última novela. Y yo le decía: bueno, muy bien. Y al cabo de un mes, decía: estoy empezando otra novela, me parece que esta sí que será la última. Y lo dijo cuatro veces, que yo recuerde.

Pero te lo decía de corazón.

Es un conjuro. Creo que si dices ya no escribo más, lo que haces a partir de entonces no te compromete. En mi caso, no pensé que fuera a ser así; pero luego lo he comprobado, y así es, te sientes en total libertad.

¿La escribiste durante la pandemia?

A ver, la novela la terminé... el verano pasado [2023]. Podía haber salido en octubre o en noviembre; pero en esos meses no hay que salir nunca, porque hay mucha competencia. Hay mucho premio. El premio Planeta, el Nobel... Te tapan. Entonces, los editores dijeron, bueno, salimos en enero. Pero la había terminado en julio. Digamos que empecé a escribirla en noviembre del 22. Sí, la pandemia ya se había acabado.

Porque, para ti, ¿cuándo acabó la pandemia?

Cuando pillé el Covid. Pensé, pues ya se ha acabado la pandemia por tonto. Porque al principio iba como todo el mundo, con guantes y mascarillas; pero luego me fui cansando. Y al final un día ya le dije a mi mujer: ¡venga, vamos al teatro! Y allí caímos los dos, con un Covid tremendo. Tuvimos suerte. Eran los primeros tiempos, cuando la gente iba a la UCI, y pasamos un poco de miedo. Pero no fue nada. Fiebre, sí. Y pensé, bueno, pues ya está, ya estoy del otro lado.

Y más tarde, lo volviste a pillar.

¡Bah!, el segundo lo ha tenido todo el mundo y es nada. El primero era el meritorio, ¿tú no lo tuviste?

Sí, sí. Lo he tenido solo una vez. Es que soy pobre.

Pero, ¿lo tuviste al principio?, ¿de los primeros?

No, no, fue al final. Siempre lo dejo todo para el final... Eduardo, tienes razón, se nota que has escrito esta novela en total libertad. Parece todo delirante, por los personajes, las situaciones... Pero detrás de todo ese delirio, detrás de todo ese absurdo, uno descubre que se esconde un orden lógico, una intención, la del autor (y la del argumento), que acaba dando coherencia a lo que sucede. No da una coherencia a una manera de existir; pero sí a la existencia misma. Hay una coherencia en todo lo que existe. Creo que eres un autor teológico, con perdón.

Lo de tener esa conciencia ha sido después. Que la escribí con una gran libertad, eso lo he comprobado luego. Mira, he escrito tres libros con absoluta libertad, y los tres porque pensaba que no se iban a publicar o que no formaban parte del programa. Uno fue a continuación del Caso Savolta. Había sido mi primera novela y tuvo un éxito que yo no esperaba y me dejó muy descolocado. Pensé, ahora no sé qué hacer, porque si hago lo mismo dirán que me repito, y si hago otra cosa, dirán que no, que lo que querían es que hiciera otra vez aquello. Y al cabo de un tiempo, dije, bueno, paro lo que estoy haciendo, lo paro porque estoy atascado. Entonces me puse a escribir una tontería policíaca. Y pensé, esto es para desintoxicarme, para hacer otra cosa, cambiar de registro. Lo acabé, y lo envié a Barcelona. Estaba viviendo en Nueva York...

En Horacio Dos...

Sí, vivía en Horatio, 2.

El último trayecto de Horacio Dos es la otra novela de ciencia ficción de Eduardo Mendoza que, al igual que Sin noticias de Gurb, previamente se publicó como serial durante un mes de agosto en la prensa. Ese título está inspirado en el número del edificio y en el nombre de la calle, en el Greenwich Village, de Nueva York, donde residía el autor, cuando trabajaba como traductor en la ONU en los 70. Eduardo, eso es metaliteratura, escribiste El misterio de la cripta embrujada en Horacio Dos...

Sí, sí, fue en aquella casa. Del original solo tenía una copia. Lo había escrito en una semana. Lo metí en un sobre, le puse un sello y se lo mandé a Seix Barral, y les dije: mirad, he escrito esto; pero si queréis lo tiráis y, si no, lo publicáis. Entonces dijeron, bueno, es una tontería, pero lo publicaremos. Desde entonces, El misterio de la cripta embrujada se ha vendido muchísimo. En los colegios lo han leído, no sé por qué, porque está escrito a lo tonto.

No sé si el humor es una forma de escurrir el bulto, o una forma de pudor. A veces, si no se quiere ser profundo, pero se necesita dar algo de verdad, hondo, personal, sólo se puede hacer reír. Pero no quiero meter a Mendoza en profundidades de poco calado, y seguimos con lo que está contando. ¿Y la segunda vez que escribiste en plena libertad, Eduardo?

Fue Sin noticias de Gurb. Porque pensaba que era una cosa de verano, para un periódico. Cada día de agosto, publicaba un capítulo en El País. Pero fui tan, tan burro, que cuando me lo encargaron dije: bueno, muy bien. Y luego tenía que escribir cada día.

¿No lo entregaste por adelantado, te quedaste en agosto pringando?

Sí, sí. Bueno, empecé un poquito por adelantado; pero calculé mal, porque acababa de comprarme un ordenador. Esto es lo más importante. El primer ordenador. Lo enchufaba, me iba a desayunar y, cuando había acabado de desayunar, volvía y estaba empezando a cargarse. Tenía la cosa de que, apretando una tecla, se repetía lo último que habías escrito. Entonces pensé: ¡esto es estupendo!, iba repitiendo la frase sin noticias de Gurb, sin noticias de Gurb, sin noticias de Gurb..., y con esto llenaba. Luego ponía: me caigo no sé dónde, me caigo no sé dónde, me caigo no sé dónde... Y, claro, esto permitía rellenar mucho la página del periódico. Y luego venía un motorista, se llevaba a El País, que estaba entonces en la Zona Franca, las páginas que había acabado de imprimir, y al día siguiente lo mismo. Hasta que pensé, menos mal, ya se ha acabado el verano. Estaba en la playa. No, luego ya me fui a la playa. Bueno, no me acuerdo. ¿Qué hice?

¿Estabas en Barcelona?

Estaba en Barcelona. Pero empecé en la playa antes, a finales de julio, e hice como los diez primeros días. Y, a partir de entonces, este margen empezó a acortarse hasta que se agotó, y los últimos capítulos los escribí sobre la marcha. Lo primero que se me ocurría lo ponía. Y así, hasta que acabó agosto, y entonces me dije: se acabó de una vez.

¿Pero después no se acabó?

¡No! Lo publicaron en libro. Todos los capítulos reunidos en un libro, por si alguien se había perdido un capítulo un día, o lo que sea, o quería tenerlos juntos. Pensamos, a lo mejor, vendemos unos cuantos. No cobré anticipo, porque me dije: esto no se venderá. Bueno, se han vendido más de un millón de libros.

Y esta es la tercera novela que escribes con esa libertad, Tres enigmas para la Organización, que precisamente aparece después después de haber dicho que no ibas a escribir más novelas.

Sí, es esta. Me dije, qué buena idea, ¡no voy a escribir más! Y la escribí muy libremente. Pero para eso has de creerte de verdad que no vas a escribir más. No vale si no te lo crees.

Esta es tu novela número diecinueve.

¿Es la número diecinueve? No lo he contado, nunca he contado.

Si no me equivoco, tienes diecinueve novelas, creo que siete libros de ensayo y tres obras de teatro, que se sepa.

Uy, muchas más, pero han ido todas a... Han tenido un triste final.

¿Poesía no has escrito nunca?

No, no.

¿Ni de adolescente en una libretita?

Nunca, nunca. Porque cuando era adolescente, todos los amigos escribían poesía. Y, yo, lo que tenía era criterio. Veía que aquello no podía ser. Yo era malísimo. Y encima había un par que escribían muy bien, uno de ellos, Pere Gimferrer. Me daba cuenta de que la poesía buena no era lo mío, y la mala me parecía espantosa. O sea, que...

¿Os conocíais de adolescentes Gimferrer y tú?

Sí, sí.

¡Cuenta, porfa!

Gimferrer era igual que ahora. Él estudió en los escolapios, en el mismo curso de mis primos. Creo que eran uno o dos años más jóvenes que yo, y eran amigos. Y a través de ellos lo conocí. Luego él vino a la facultad de Derecho, porque estudió Derecho, como todos los que no queríamos estudiar. Allí nos vimos a menudo. Solíamos bajar andando de la facultad de Derecho, y nos despedíamos en el Cinc D'Oros [es el antiguo nombre de la plaza que hay en el cruce de Diagonal con paseo de Gràcia]. Él se iba para un sitio, y yo para otro. Y entonces ya lo había leído todo, lo sabía todo, se acordaba de todo y escribía cosas fantásticas...

¿Te aconsejaba lecturas?

Sí, sí...; pero, sobre todo, películas. Era crítico de cine no sé dónde, y era lector Cahiers du Cinéma. Ya era protegido de Vicente Aleixandre y de Octavio Paz. Era un niño prodigio.

Y tú fuiste a los maristas, a los que hay en paseo de Sant Joan.

Sí, sí.

¿Qué recuerdos tienes?

Malos, malos, sí, no lo pasé bien. Bueno, lo pasé bien porque estuve muchos años, tenía amigos y todavía conservo algunos de entonces... Pero era una enseñanza muy, muy opresiva. Primero, eran muchas horas de aburrimiento, sin grietas, porque era, a las 9 de la mañana, latín; a las 10, matemáticas; a las 11, química; luego, el rosario; luego, historia de España; luego, religión; luego, otro rosario; luego, a la capilla a rezar, y esto todo el día, hasta la hora de salir, y entonces me iba a casa con los deberes, incluido el sábado.

Quizá naciera aquí la afición de Eduardo Mendoza a la lectura de San Agustín, al que una vez calificó como el hombre más inteligente de la historia, y quizá también esto explique libros suyos como Las barbas del profeta, Tres vidas de santos o El asombroso viaje de Pomponio Flato. Hay tristeza en todo eso, Eduardo.

Todo era tristísimo, tristísimo. Y los maristas tenían la característica de que pegaban. No pegaban con regla, pegaban con una cosa que tenían, era una especie de porra sonora, que se llamaba la chasca. Esto es una cosa que solo los que hemos ido a los maristas sabemos de qué va. Pegaban con esto, y a veces lo lanzaban con mucha puntería y te daban en la cabeza. Los que hemos ido a los maristas somos solidarios, porque a todos nos han zurrado.

¿El hábito de escribir a mano tus libros viene de escribir con plumilla en el colegio?

Hay cosas muy malas de aquella educación pésima. Porque, además, consistía obsesivamente en culpabilizar al pobre niño de todo lo que hacía, de lo que pensaba, de lo que dejaba de pensar. Pero también tenía cosas buenas, y una era la caligrafía. La plumilla, por ejemplo, que era la tortura. Acababas con unos borrones y unas cosas... Pero aprender caligrafía era bonito. A mí no me gustaba, pero luego lo he recuperado con gusto.

¿Pero se te daba bien?

No, todo lo que era manual se me daba fatal. Se me daba muy mal el dibujo. Esto era terrible. Había un compás y una cosa que se ponía con el tiralíneas, que se cerraba más o menos, lleno tinta china y... ¡pomp!, cuando te dabas cuenta había allí una laguna. Pero me gustó aprender. Siempre he escrito con pluma. En el colegio se escribía con pluma. Yo tenía una estilográfica Parker. No sé si conservo esa todavía, u otra que me regaló no sé quién. Pero tengo todavía la pluma.

¿No se estropean?

Sí, pero entonces las llevo a La Casa de la Estilográfica y les cambian la pieza. Siempre me dicen: le saldrá más barato comprarse una nueva. Y digo: no, sigo con esta, y me cambian la plumilla. Bueno, más barato quiere decir que cuesta 30 euros o así, porque es muy barato esto de las plumas. Una vez me encontré una que era como la que tenía mi padre y digo: ¡esta sí, esta es antigua! Así que les pregunté cuánto valía. Y me dijeron: bueno, esto ya es una cosa antigua, tiene un precio... Y digo: de acuerdo, pero ¿cuánto vale? Y me dicen: 100 euros. Claro, nadie quiere una pluma estilográfica antigua.

Tenías un tío escritor, Ramón Garriga.

Ah, Ramón. Este era muy bueno. Muy bueno. La verdad es que yo lo conocí de muy niño, porque él estuvo, como sabes, en Berlín, en la embajada, desde el 39, desde que acabó la guerra civil. Era del grupo de falangistas catalanes, como Vergés y Teixidor [ambos, fundadores de Ediciones Destino], y Valentí Castanys [dibujante de prensa], y Josep Pla, y Martí de Riquer [filólogo de prestigio mundial y máxima autoridad en el Quijote]... Toda la intelectualidad catalana joven, eran todos falangistas. Y se fueron a Burgos, y allí, con Dionisio Ridruejo, crearon la propaganda franquista. De ahí también salieron todos los de Madrid, que luego hicieron La Codorniz. Era gente muy interesante y muy de vanguardia. Lo que les gustaba era el fascismo italiano.

Total, que mi tío, después de la guerra, se fue a la embajada española en Berlín y, allí, no se sabe qué hacía. Era agregado de prensa; pero parece que era no sé si espía. En realidad, no es propiamente espía. Una persona que está en una embajada va allí para para ver lo que pasa e informar. Pero él estaba muy metido en los bajos fondos, en esos ambientes. Dionisio Ridruejo cuenta, en las memorias, que hizo un viaje a Berlín. Allí le presentaron a mi tío, dice que parecía un despistado, pero luego resultó que conocía a todo el mundo y lo llevó por los cabarés de Berlín. Se casó con una alemana y tuvieron una hija allí. Y cuando empezaron los bombardeos, en el 45, se volvieron a Barcelona.

¿Fue entonces cuando le conociste?

Pero muy poco. Yo había nacido en el 43, tenía 2 años, no me acuerdo. Estuvo poco tiempo en Barcelona. Después de la guerra mundial, consiguió ser corresponsal en Fráncfort. Y estuvo muchos años viviendo allí. Y luego regresó a Barcelona, y entonces es cuando empecé a tratarle. Eran una familia muy interesante. Él tenía unas historias muy curiosas, que nunca contaba. Había que que sacárselas con sacacorchos.

¿Historias de alto voltaje?

Un día le dije: ¿tú conociste a Hitler? Y me dice: bueno, sí. Pero, ¿cómo fue? Pues estuve cenando un par de veces con él. Y le dije: ¡ah, bueno, haber empezado por ahí!, y dice: no, fue un pequeño encuentro, sí, bueno, una cena. ¿Y cómo era? Y dice: pues era un poco raro. ¿Y no me dices más? En fin, qué te voy a contar... El caso es que no había manera de sacarle nada. Aunque escribió sus libros, que están ahí.

Ramón Garriga tuvo mucho renombre en los 70 con dos libros publicados en la importante colección de ensayo político e histórico Espejo de España, de la editorial Planeta. Sus títulos son Juan March y su tiempo y El Cardenal Segura y el Nacional-Catolicismo. Asimismo, en aquella época, Garriga editó en la colección Textos, también de Planeta, varios libros, entre los que figura una trilogía formada por los ensayos sobre la mujer de Franco (La señora de El Pardo, España a sus pies), y sobre los hermanos del dictador (Nicolás Franco, el hermano brujo, y Ramón Franco, el hermano maldito. Apogeo y decadencia de una familia). Pero es su primer libro, El ocaso de los dioses nazis, el más fulgurante de su extensa obra. Publicado en Madrid, en 1945, constituye un testimonio directo de la caída del nazismo en Berlín, contada con un escalofriante escepticismo. “Todo régimen anormal precisa, para subsistir, apoyarse sobre un buen aparato policíaco”, es una de la frases del libro. El ocaso de los dioses nazis es muy bueno, Eduardo.

Muy bueno, ese libro. Es muy bueno. Además, es el primero que escribió. Creo que era el único escritor no alemán que estuvo en Berlín todo el tiempo, y que conocía a Goebbels, y a Göring, y a todos, y estuvo allí unos años. Cuando volvió definitivamente, sí que le traté. Entonces, claro, era excepcional, su mujer era alemana; mi prima, medio alemana. Yo iba a su casa, vivían en el pasaje Maluquer, donde acabé viviendo yo luego, quizá atraído por algo. Mi tío había comprado muchas cosas en Alemania cuando estuvo en Fráncfort, y las tenía en casa. Luego, las cosas le fueron mal políticamente, porque era hombre de Serrano Suñer, y cuando Serrano Suñer cayó en desgracia, él quedó molesto con el régimen, no le gustaba nada todo eso, total, que se exilió a Argentina. Y ahí estuvo hasta los 80. Aquí dejó muchas cosas. Algunas se las llevó, pero otras se repartieron, y nos las quedamos.

Eran cosas que había comprado muy baratas, porque los alemanes se estaban muriendo de hambre y vendían todo lo que tenían; pero que, a su vez, los alemanes se lo habían llevado de París y de los sitios donde habían estado. Había antigüedades y cosas muy buenas. Esto es lo que ahora los museos reclaman... Y este hombre, claro, escribía. Tenía una biblioteca estupenda y tenía unas carpetas en las que cada día pegaba alguna noticia recortada de los periódicos. Y si no, él tomaba notas y también las pegaba. Llevaba como un diario de sus cosas. Eran muchas, muchas carpetas, donde yo creo que estaba allí todo el mundo. Pero todo eso se perdió cuando él se fue.

¿Y te influyó en tu decisión de escribir?

Yo creo que debe ser genético. Si a él le dio por escribir, pues a mí también.

Pero no fue un espejo.

No, no, porque él era periodista y escribía libros de historia. Pero la familia de mi tío, que era hermano de mi madre, era muy literaria. Él escribía; pero tenía también otro tío, Carlos, que no escribió nunca nada. Sin embargo, era un hombre que leía muchísimo y que tenía la biblioteca... En casa de mi abuela había una biblioteca, esto quiere decir una habitación grande llena de libros, con mesas, como una biblioteca pública, pero privada. Había muchísimos libros. Colecciones, ediciones en todos los idiomas, todos los clásicos... Y yo iba allí, y mi tío Carlos me guiaba. Me decía: ¿qué lees? Y yo le decía: bueno, estoy leyendo Julio Verne, Salgari... Y él me decía: bien, esto se ha acabado, ya no tienes edad; te voy a decir lo que vas a leer...Y me dio Crimen y castigo, y me dijo: léetelo y luego me cuentas qué tal. Llegué a casa, empecé a leerlo y me quedé toda la noche con los pelos de punta. Después, me dijo: ahora toma este, y me dio el Werther. Y a partir de ahí, Los hermanos Karamazov, Guerra y paz...

Yo nunca quise publicar. Yo escribía, y decidí publicar porque alguien me dijo: tienes que publicar, porque, si no, no te lo quitas de encima. Publicar es la manera de olvidarte y poder pasar a otra cosa

En los años 50 y 60, José María Gironella fue el best seller español. Ganó los premios Nadal, Planeta, Ateneo de Sevilla y el Nacional de Literatura. Combatiente catalán en el bando franquista con el Tercio de Requetés Nuestra Señora de Montserrat, sus novelas manifiestan la mala conciencia de los vencedores envuelta en conformismo. Aún se siguen vendiendo algunos de los títulos de su célebre tetralogía sobre la guerra civil, integrada por Los cipreses creen en Dios, Un millón de muertos, Ha estallado la paz y Los hombres lloran solos. Eduardo, ¿como se te ocurrió visitar a Gironella de chaval?

¡Sí, Gironella! Claro... Por eso, cuando ahora me invitan a ir a un instituto, o a un acto parecido, y pienso que es una pérdida de tiempo, me acuerdo de Gironella, porque, no sé cómo, vino un día al colegio, y nos contó muchas cosas. Yo ya quería escribir, y vi en Gironella que existía realmente alguien que escribía. No que escribía, sino que era profesionalmente escritor. Y un verano me armé de valor y le fui a ver. Él vivía en Arenys, y yo estaba veraneando al lado. Fui con un amigo. Nos presentamos en su casa sin pedir cita, y dijimos: somos dos lectores. En aquella época, los escritores no eran mediáticos y a Gironella no le debía pasar esto a menudo. Así que nos dejó pasar y estuvo contándonos cómo escribía, vimos su mesa de trabajo. Para mí, eso fue muy importante. Sin embargo, esto no significa que Gironella ejerciese sobre mí una gran influencia literaria. Es un escritor meritorio, pero no un gran creador. Pero es verdad, estuvo ahí. Yo creo que hay que tener una influencia próxima. Claro, Cervantes y Thomas Mann son estupendos; pero has de tener un escritor que lo convierta en realidad. Uno que es tu vecino o que lo conoce tu primo, y entonces te lo presenta.

Una vez me lo dijiste: una cosa es un maestro, y otra, un modelo.

Ah, sí, es verdad. Es eso, uno que escribe, que ya ves que es posible, sobre todo si es un poquito desgraciado, claro, porque si es un triunfador, un escritor americano, o el premio Nobel..., ya es otra cosa; pero si es uno que publica en Planeta o en Plaza & Janés, te dices: si él puede, yo también.

A un escritor, cuando le admiras, quieres más copiarle la manera de entrar en el taxi que el estilo literario.

Sí, sí, sí. Claro. Es lo que me pasaba con Benet. Y esto... ¿tu modelo cuál era?

¡Tú!

¡Hombre! No puede ser. ¡Jajaja! Hombre, cumplo todos los requisitos, un pobre desgraciado que vive cerca.

¡No me refería a eso! Me refiero a la admiración, a comprender que el estilo nace de la persona y se transmite a la escritura.

No, no, es verdad. Yo sé que he sido para otros lo que Gironella fue para mí. Lo he sido para algunos de otra generación.

No es lo mismo el escritor con elegancia, que el escritor atormentado. Creo que me refería a esto.

Es que esto lo he odiado siempre, el escritor torturado y que agoniza. Y que va repitiendo: es importante que escriba. Va diciendo: ¡a mí...!, ¡a mí...! Yo nunca quise publicar. Yo escribía, y decidí publicar porque alguien me dijo: tienes que publicar, porque, si no, no te lo quitas de encima. Publicar es la manera de olvidarte y poder pasar a otra cosa. Yo escribía porque me gustaba escribir, escribía de pequeño.

Es que esto lo he odiado siempre, el escritor torturado y que agoniza. Y que va repitiendo: es importante que escriba. Va diciendo: ¡a mí...!, ¡a mí...!

Es cierto que he tenido otro modelo, Curtis Garland. Su nombre real era Juan Gallardo Muñoz, escribía novelas de kiosco. Dicen que escribió unas dos mil, pero ni siquiera él llevó la cuenta. Eran novelas de todo tipo, del Oeste, bélicas, de ciencia-ficción, aunque donde más lectores cautivó fue en el terror. Cultivé su amistad, su trato. Me gustaba ver en él el oficio de escribir. Lo llevaba dentro o estaba él dentro, en el oficio. Murió anciano, en un hospital, pero murió escribiendo en una libreta de espiral. Una novela de terror, ambientada en la Inglaterra victoriana. No quería dejar de escribir. Quizá porque para él escribir era vivir. Pero es que esa compulsión de escribir es real. No sé si es necesidad de escribir o compulsión, Eduardo. Ese afán de estar fabulando, inventando hasta el final...

Me temo que es una deformación, que si empiezas ya no puedes parar. Es el equivalente a una drogadicción, como el opio, y es así, si no estoy fantaseando, ¿qué hago yo en mis ratos perdidos? Es una evasión... Pero, bueno, yo entro y salgo de la ficción con mucha claridad, como lector y como escritor. La gente se cree la ficción y eso me parece peligrosísimo. Nunca he confundido una cosa con otra. Soy muy prosaico, porque sé que luego salgo de aquí y entro en un mundo donde puede pasar cualquier cosa y es fantástico. Y luego vuelvo a la realidad, y entonces ya soy el tonto del pueblo. Hace poco pensaba que, cuando era pequeño, iba al cine con mi madre. No íbamos a programas dobles, pero sí a sesión continua. Entonces se entraba y se salía en cualquier momento. A mitad de la peli. Pero era lo normal. Estaba en casa. No sé qué merendaba, y nos íbamos al cine, y entrábamos en medio de la película, y yo me sentaba y la veía de la mitad para el final y luego nos quedábamos hasta que volvía a empezar. ¿Qué cosa más absurda, no? Pues el otro día lo recordé.

Claro, y así entrabas y salías de la ficción.

El caso es que pensé, voy a hacer el experimento con la televisión, voy a coger una película de estas de Netflix, voy a correrla hasta la mitad, para empezar a verla a medias, a ver qué entiendo.

Yo entro y salgo de la ficción con mucha claridad, como lector y como escritor. La gente se cree la ficción y eso me parece peligrosísimo

¿Vosotros aplaudíais en el cine cuando llegaba la caballería?

¡Claro que aplaudía!

De niños, quiero decir.

De niños sí, sí. Ahora, no. Dependía porque íbamos, a veces, a cines buenos y allí no se podía. Nos comportábamos. Pero, luego, en el cine de barrio, y en el cine en verano, y en el cine del pueblo, era un griterío sin parar. Y en un cine que había en los jesuitas, tenían una cosa que se llamaba el Partenón. Casi que tengo un recuerdo confuso; pero me consta que existió. Estaba en la calle Balmes. Era un centro para que fueran los chicos y no se descarriaran. Allí había un bar donde solo daban bebidas no alcohólicas, Cacaolat, y eso... Un billar, mesas de ajedrez y un cine. Y, quizá, también se hacían obras de teatro, no sé; pero sé que había ido a ese cine con algún amigo, que era del mundo jesuita. Y en este cine hacían una película, siempre apta. Y antes, cortos. Que estos eran muy difícil de ver. Los cortos eran...

¿Didácticos?

No, no. Los que daban eran buenos. Eran de Charlie Chan, de Mr. Moto... Es decir, que era un cine que ha desaparecido. Luego, cuando estuve en Estados Unidos, supe que el cine era eso. En el cine había una cosa que se llamaba la película, main feature, el plato fuerte; pero antes de esto había dos horas de entertainment, que eran películas de dibujos, documentales..., y unas películas que duraban 40 minutos, que eran del Oeste, de Tom Mix, otras de detectives, de Charlie Chan. Bueno, y ahora lo he recuperado. En YouTube puedo ver películas de Charlie Chan.

¿Te gustaba más Charlie Chan que Fu Manchú?

No recuerdo haber visto entonces Fu Manchú. Lo recuperé después. Creo que era Boris Karloff, y Mirna Loy era como la hija de Fu Manchú, que se acababa enamorando de no sé quién. El rival de Fu Manchú se llamaba no sé qué Carter, me parece. Marsé siempre citaba una frase que decía: míster Carter, volvemos a encontrarnos en circunstancias desventajosas para usted.

¿Tú eras más de Agatha Christie o de Sherlock?

No, bueno, son amores distintos. A ver, Sherlock está antes. De mis lecturas más formativas, recuerdo Tarzán, Julio Verne y Sherlock Holmes. Me acuerdo de que todavía me leían libros, porque era pequeño y me costaba leer, y entonces, cuando venía una tía, que era una santa, una tía soltera, la esperaba en la puerta y le decía: léeme un capítulo, porque a mí me cansaba leer. Me leyó Tarzán, La isla del tesoro... Y mi padre, también. Cuando venía de trabajar, a veces me leía un rato El signo de los cuatro, de Sherlock Holmes. Esta lectura es un recuerdo imborrable. Luego, cuando ya iba al colegio, leía a Agatha Christie. Pero Agatha Christie es muy mala, lo que pasa que es muy inteligente. Escribe muy mal y además no sabe crear personajes. Poirot, por ejemplo, es lamentable, es odioso. ¿Has visto la serie? Yo creo que en la serie lo salva el actor, que lo ridiculiza un poco; pero en las novelas es antipatiquísimo, y mira que siempre estoy dispuesto a querer al detective, los quiero a todos.

Cuando dices que Agatha Christie es muy mala, ¿significa que es malvada?

No, no, aunque también lo debió ser. Pero se trataría de una cualidad. Tiene ideas fantásticas, de problemas, de misterios... Pero escribe muy mal, o sea, construye muy mal las novelas. En cambio, la serie de televisión de Poirot me gusta mucho porque es todo atmósfera. Siempre es la misma historia y son los mismos personajes, que hacen lo mismo. La magia está en la atmósfera. Es lo que sucede en los relatos de Sherlock Holmes.

¿Fue Sherlock quien te hizo inglés o te hiciste inglés por otras razones?

No, bueno, mi anglofília me viene, como a todos, de Sherlock. Sí, sí. Y hubo más. Phileas Fogg también fue una influencia muy grande.

¡El de La vuelta al mundo en ochenta días! ¿Un inglés cosmopolita creado por un francés?

Y además, es un personaje totalmente cretino, pero era siempre así, muy elegante. Iba por la India, por la China sin inmutarse. Me dije, de mayor quiero ser como Phileas Fogg. O sea, estos eran los modelos personales, como lo eran John Wayne y Henry Fonda, y todos. Pero Sherlock Holmes y Phileas Fogg también eran modelos literarios. Yo quería escribir cosas así.

Cuando ya iba al colegio, leía a Agatha Christie. Pero Agatha Christie es muy mala, lo que pasa que es muy inteligente. Escribe muy mal y además no sabe crear personajes. Poirot, por ejemplo, es lamentable, es odioso

¿Qué se te pegó de Conan Doyle?

Hombre, lo emocionante. Yo quería reproducir la emoción de los principios de todas las aventuras de Sherlock Holmes, que lo sigo leyendo todavía. Siempre, antes de que empiece la aventura, hay un par de páginas en que están Watson y Sherlock leyendo el periódico o Sherlock tocando el violín, comentando algo, y de repente hay un caballo, cloc, cloc, cloc..., que se detiene en la puerta, y entonces alguien llama al timbre, y Sherlock mira por la ventana, y dice, caramba, este ha sido oficial de la Marina. Se trata de ese momento. Luego, ya, la aventura me interesa menos. Es mejor la atmósfera. Porque, además, siempre hay niebla, han encendido la chimenea, están tomando un oporto, o la señora Hudson entra con el té. Eso me hizo decir: yo quiero vivir en Londres, y escribir esos momentos. Todo lo demás, el relleno del libro, no me interesa.

¿Cuando te fuiste a escuchar sociología a Londres, tenías eso en la cabeza?

Pues claro, iba por eso, sí. A mí me traía sin cuidado la sociología. Aunque me gustó, claro. La universidad inglesa también era una cosa muy interesante.

¿Encontraste el Londres literario que buscabas?

Sí, sí, totalmente. Bueno, no sé si lo encontré o quise verlo. Pero, por ejemplo, las bibliotecas, que hay en Londres...

Viendo la serie Endeavour, me acuerdo mucho de ti. Me digo, mira, este es Eduardo Mendoza y los de la serie no lo saben. Pero no es por las costumbres del personaje, que le encantan los crucigramas y la música clásica, como a ti. Es porque los dos sois estudiantes con trenca, tímidos, pero independientes, metódicos al mismo tiempo que parecéis despistados, a la vez de orden y a la vez inadaptados. Es una determinada Inglaterra culta de los sesenta, joven pero que no sucumbe en lo pop.

Porque es la época en la que yo estudiaba en Londres. Me gustaba mucho esa serie. Pero luego me cansé, porque hay un momento en que se complica demasiado. Ya empiezan a salir policías corruptos, que eso es un rollo.

Londres está ya en la primera página de esta novela tuya, Tres enigmas para la Organización. Se transmite en la manera de describir Barcelona. En el modo, no en lo descrito, por supuesto. Toda esa descripción inicial del edifico en el corazón de Barcelona es puro Dickens. ¿Es un homenaje a Dickens este inicio?

Todo, todo. A ver, yo de Dickens me leo continuamente principios de capítulo. Nadie sabe empezar un capítulo como Dickens. Pero, fíjate. A Dickens lo había empezado a leer cuando se lee a Dickens, en lecturas juveniles, y no me gustó nada porque me parecía muy ñoño, unos niños que sufren y tal. Y, mucho más tarde, ya cuando estaba en Nueva York, tenía un amigo que solo vivía para Dickens, y me dijo: léelo, que está muy bien... Y le dije: bueno, pues, ya que lo dices, voy a hacer este esfuerzo porque es un fallo mío, seguramente. Y cogí un libro Y empecé. Tuve la suerte de coger Casa desolada, que es el mejor.

Creía que eras más de Nuestro común amigo.

No, no, la mejor, objetivamente, es Grandes esperanzas, porque es la novela más completa. Y además, empieza y acaba, y tiene un argumento. Es muy sórdida. Y luego tiene el personaje de la mujer que está criando a una niña para que haga tan desgraciado a un hombre como la hicieron a ella. Es una historia tremenda.... Casa desolada, en cambio, es muy folletín, una cosa que no va para ninguna parte. Pero aun así, para mí, sin duda, es la mejor. No tiene pies ni cabeza, los personajes entran y salen sin ton ni son. Unos son malos, otros son buenos, no se sabe por qué... Pero, capítulo por capítulo, es extraordinaria. Así que empecé a leerla, y me dije: bueno, me propongo leer cada día diez páginas; más no, porque iré leyendo otra cosa, pero cada día me sentaré y leeré diez páginas. Y leí diez, y al día siguiente leí diez, y al tercer día leí diez, y de pronto dije: estoy atrapado, ya de aquí no salgo.

Tengo el libro anotado; porque, además, tenía que ir al diccionario a menudo, es un inglés de una riqueza deslumbrante. Y no hay nada arcaico, es un inglés exactamente igual que el actual. Pero hay que tener algún libro que explique más. Por ejemplo, cómo funcionan los abogados que salen siempre en Dickens, en la Inglaterra del siglo XIX. Hay uno, que es el abogado que lleva el caso, pero no es el que va luego al juicio oral, que es otro tipo de abogado, que trabaja para él. Luego hay otro abogado, que es el abogado consejero..., y cada uno tiene un nombre distinto, el lawyer, el barrister, el counsellor, el no sé qué... Luego, qué comen y a qué hora. Nunca se sabe. Hay una comida que se llama lunch; otra, supper; otra, tea... Has de saber a qué hora y qué se come, porque siempre están comiendo y yendo al abogado. Los tipos de coches de caballos...

Pero también eres muy barojiano.

Baroja, sí, es antes. A Dickens lo descubrí ya cuando incluso había escrito y publicado El caso Savolta. Es un amor tardío.

Así que hay más de Baroja en El caso Savolta...

Sí, sí, es totalmente barojiano. Y toda La ciudad de los prodigios está sacada de los Homenots, de Josep Pla.

Son gente de concisión, Pla y Baroja. Sobre todo Baroja es muy opuesto a Dickens, con esa prosa deslavazada. Con los jirones de la niebla de Londres, Baroja hace sus frases.

Bueno, me gusta que sea así, desaliñado. En la época del Caso Savolta, estaba leyendo mucha literatura española, mucha novela española, que era muy plúmbea... Galdós es muy bueno, pero es muy pesado, y muy refitolero. Y ya no digamos, Pardo Bazán. En cambio, Baroja es un gamberro y lo rompe todo. Y me enganchó. Y también me gusta mucho Valle-Inclán, como dramaturgo, y, claro, como novelista. Su ciclo El Ruedo Ibérico es una maravilla. Pero Valle-Inclán es muy peligroso, porque pobre de ti que se te ocurra imitarle. Por suerte había unos cuantos imitadores de Valle-Inclán, y enseguida me di cuenta de lo que no había que hacer nunca. Por ejemplo, Agustín de Foxá. Esta corriente termina en Umbral, fue el último. Yo ya vi que todo eso a mí no me iba... En cambio, Baroja era un poco lo que en la literatura anglosajona fue Hemingway.

Lo de Umbral me ha tocado; pero, cuando eres fan, crees que sólo tú comprendes a tus héroes. Eduardo, antes te has referido a los dos grupos de intelectuales falangistas, los de Barcelona y los de Madrid, pero no me has dicho nada de los segundos, Mihura, Tono, Neville... Hay una parte en tus novelas que recoge esta influencia. Es el humor disparatado, absurdo, el que caracterizó a La Codorniz y a cierto teatro. Tus personajes están más cerca de eso que de Mortadelo y Filemón, aunque se tienda a comparar tu nueva novela con los dos personajes de Ibáñez.

Yo también quiero decirlo, que esta novela no es Mortadelo y Filemón. Se puede pensar que sí, pero no porque yo haya copiado a Mortadelo y Filemón, sino porque Ibáñez y yo somos hermanos, quiero decir que somos de la misma edad, y que hemos ido al mismo colegio, que es a La Codorniz y al Pulgarcito. Me acuerdo de que, en una residencia donde estaba mi tía demenciada, estaba también Escobar. Y si hablabas con él, te dibujaba un Zipi y Zape.

Creo que Ibáñez era seis años mayor que tú. Me dijeron que, en su residencia, Escobar tenía pegado en la puerta de su habitación un dibujo de Carpanta.

Se lo pusieron para que reconociera su habitación, exactamente. Y allí iba mucho a verle Ibáñez, yo había coincidido con él. Para Ibáñez, Escobar era el maestro, y le llevaba cosas... Y, bueno, todos los pobres vejetes, y sobre todo las señoras que estaban ahí, había muchas mujeres y pocos hombres, iban todas a saludarle, y entonces él les dibujaba un Mortadelo...

Si te fijas en Carpanta, en Petra, en todo lo que hizo Escobar se ve el dramaturgo que también fue. Escobar había escrito mucho teatro. Y sus historietas están planteadas como cuadros de una obra de teatro.

Cierto, eran muy teatrales. Y yo también tengo una formación completamente teatral, muy arraigada, porque mi padre era hombre de teatro. Mi padre quería ser actor y lo intentó; pero mi abuelo le dijo que ni hablar. Entonces se dedicó a un teatro semiprofesional y, mientras tanto, estudiaba. Pero luego vino la guerra, y después se casó, y ya no se dedicó más que como espectador. Su gran pasión era el teatro, y me llevaba siempre. Yo tenía 4 o 5 años, y como él tenía pase para los teatros para dos personas, porque era funcionario, me llevaba a ver lo que hacían entonces, Tono, Mihura, López Rubio, también Arniches... Pero a veces venía un serio, Alejandro Ulloa, y hacía un Hamlet que era más gracioso que los humoristas. Salía con la calavera, se le caía la calavera, bueno, era una cosa...

¡Curtis Garland había sido actor en la compañía de Alejandro Ulloa! En los años cincuenta. Me explicó que empezó a escribir entonces sus primeras novelas, y que tenía una máquina de escribir en el camerino. Mientras no le tocaba salir a escena, aprovechaba para escribir, y los actores se enfadaban porque se oía el tecleo en el escenario. ¿La compañía de Tamayo también la viste?

Claro, aquí venía también la compañía de Tamayo. Y bueno, así seguí, hasta Alfonso Paso, que vi unas cuantas suyas. Pero luego me volví más serio, y entonces iba de claque al Comedia, con Gimferrer. Íbamos los dos a ver obras de Pirandello. Pero mi formación infantil, es formación porque ya escribía, creo que viene del teatro. Todas mis novelas son escenas de teatro. Se encuentran dos, hablan y se van, y luego llegan tres, y hablan y se van. Pero no pienso en nada de eso, ni lo planifico, voy escribiendo. Y después, me doy cuenta de que la estructura es puro teatro. Y esto, protagonizado por personajes caricaturescos, pero entrañables. El loco Carioco... Yo sigo haciendo el Pulgarcito. Perdedores simpáticos, que hablan de una manera formal para ver si caen bien.

El obituario más emotivo, más literario y más profundo que he leído sobre un escritor te lo leí a ti cuando escribiste sobre Ruiz Zafón.

Era un personaje muy raro. Fue como un cometa; porque pasó, deslumbró y se fue. Y tuvo una vida rara. Me dijo que escribía por influencia mía, que le gustaban mis novelas de Barcelona, las serias, Una comedia ligera, La ciudad de los prodigios..., y que se había puesto a hacer algo así. Pero, claro, era un hombre que tenía una formación muy curiosa. Venía de la publicidad, de la literatura infantil y de Hollywood, donde era guionista. Con esa formación tuvo un éxito tremendo. Porque fíjate qué elementos. Tuvo un éxito que él mismo no se esperaba. Porque, además, el proceso de aparición de La sombra del viento es extraordinario. Lo presenta al concurso, ni siquiera se lo seleccionan, pero alguien lo mete, y se lo da al jurado, a los seis que han de leer y a uno más. Pero el jurado no le da el premio. Creo que era un premio de poco eco. Lo gana otro. Sin embargo, como el presidente del jurado es Terenci Moix, y le ha gustado mucho la novela, exige que el jurado haga una mención especial de La sombra del viento, con lo cual la editorial, que es Planeta, se ve un poco en la obligación de publicar el libro. El caso es que sale sin publicidad, sin entrevistas, sin promoción y sin nada. Y ahí lo dejan. Pero, al cabo de un tiempo, alguien dice: oye, que hay que hacer otra edición. Y otra vez: que hay que hacer otra edición. Y de repente, lo traducen al japonés, al chino, al inglés, al alemán. Y se convierte en el gran best seller. Y el pobre hombre no sabe qué hacer. No sabe qué hacer.

Un poco como tú después del Caso Savolta.

Me acuerdo de que coincidimos los dos en un Instituto Cervantes, en Utrecht. La gente nos preguntaba, yo contestaba, pero él no decía nada. Y al salir, me dice: claro, tú tienes mucha desenvoltura. Normal, yo ya llevaba 30 años haciéndolo. Al principio también me quedaba mudo. Le dije: acabas de empezar, siempre pasa. Y efectivamente, después desarrolló una caradura... Es así como se hace. Pero, aun así, era un hombre sorprendido. Y aquí se le trató muy mal.

Eso lo señalas también en el obituario.

Se le trató muy mal. No se le aceptó. Primero, por desconocido y, después, por demasiado conocido. Y porque decían 'es que escribe...' A ver, no es un gran estilista, pero tampoco lo era Baroja y, desde luego, se acepta a unos que escriben de cualquier manera. No vamos a dar nombres, pero bueno... A Zafón siempre le hicieron el vacío. Él quería estar aquí. Si hubiera sido bien recibido, se habría venido a vivir a Barcelona, pero cuando vio que no podía... Eso le dolía.

Una vez dijiste que, a pesar de que os separaban varias generaciones, Ruiz Zafón y tú compartíais la misma Barcelona. ¿Dónde está esa Barcelona, Eduardo?

Está en esta Barcelona que nos inventamos entre todos, que no sé si es la de verdad, porque yo no sé nada de Barcelona. Se creen que sé mucho, pero lo que he hecho es inventarme una ciudad. 

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