La inflación, un atraco silencioso al pueblo
Hace una semana en este mismo medio se publicaban los últimos datos sobre la inflación, esa subida de precios que se suele tratar o bien como un fenómeno meteorológico que escapa a todo control político o, peor, como una consecuencia de subidas salariales a la gente corriente.
En estas líneas querría recordar que la inflación, lejos de ser una suerte de castigo de los dioses por no apretarnos suficientemente el cinturón, no es nada más y nada menos que un conflicto de distribución entre clases. Y la inflación que estamos viviendo es el atraco silencioso y a plena luz del día por parte de los grandes empresarios a los trabajadores a los que pretenden culpar.
Teniendo en cuenta unos precios de la vivienda disparados y unos salarios que nunca suben ni para todos ni lo suficiente, hay que sumarle el aumento de la cesta de la compra en los últimos tres años. La cuestión no tiene nada que ver con la cantinela de que las famílias o los jóvenes de hoy en día compran mal o no saben ahorrar -de hecho, el último informe disponible sobre hábitos de consumo del Ministerio ya advertía que se compra menos volumen pero se gasta más- la cuestión tiene que ver con que los precios se suben deliberadamente y la política se encuentra ausente a la hora de disciplinarlos. Para poner un ejemplo, un producto como el aceite de oliva, que mientras ha sido posible ha estado en cada casa, ha subido un 62,9% tan sólo en el último mes. Nunca hasta ahora llamarlo oro líquido fue tan acertado.
La subida de precios, que se concentra especialmente en alimentos frescos, sumada a las condiciones laborales, la falta de tiempo y la sensación asfixiante de “no me da la vida” van desplazando el consumo hacia alimentos procesados y ultraprocesados, que ya suponen más de la mitad de media del consumo. Que el impacto en la salud de estos procesados afecta tanto física como mentalmente (por su relación directa con el exceso de peso y el aumento del riesgo de ansiedad y depresión) es de sobra conocido por un pueblo que no se ha vuelto loco y ha decidido renunciar a la dieta mediterránea, sino que no tiene forma de mantenerla.
La cuestión es que esta inflación tiene que ver con los costes de producción, pero lo que se acostumbra a pasar por alto es que en esos se incluyen los beneficios empresariales. Como publicó el CCOO, un análisis de la inflación revela que estos beneficios son los principales responsables de esta subida de precios. Para dimensionar el problema, solo en el primer trimestre de 2022 los beneficios empresariales fueron los responsables del 83,4% de la inflación. Tampoco debería sorprender, el mismo Joan Roig, presidente ejecutivo y máximo accionista de Mercadona, declaraba: “hemos subido una burrada los precios, tienen razón, pero no por una decisión personal, sino por la ley de la oferta y la demanda, porque nada nos gusta más que joder al de al lado”. 728 millones de euros serían concretamente los beneficios de Mercadona a costa del sudor y lágrimas de los trabajadores: primero ganándose el sueldo y, después, haciendo malabares en el supermercado para estirarlo como se pueda para llegar a final de mes.
Hay al menos dos problemas en las medidas políticas que se están desarrollando frente a este atraco. El primero, una política económica en la que se transfiere dinero público –el dinero de las mismas personas que cargan con el peso de la inflación– de manera directa o indirecta a grandes empresas. Esto no solo no acaba con la inflación, sino que empobrece el país al verse menoscabado el fondo económico para (qué se yo) invertir en una sanidad pública que no acumule tiempos de espera para una intervención quirúrgica de 112 días de media. Esta política es a la vez una hipoteca al futuro más inmediato, especialmente cuando la Unión Europea vuelve a querer reducir el déficit de los estados miembros. Pan para hoy, hambre para mañana.
¿Cómo está funcionando esta suerte de Bizum a las grandes empresas? Un primer ejemplo es el que vimos con la ayuda a la gasolina. Cuando se subvenciona un producto como se ha hecho con los carburantes o con la electricidad, pero no se controlan los precios con mano férrea, estos absorben la ayuda y siguen subiendo. La mano invisible -e inexistente- del mercado que debería regularlos se demuestra de nuevo ineficaz, especialmente cuando no hay posibilidad de reducir la demanda. Algo similar a lo que ocurrió con las ayudas a la vivienda sin un control de precios porque (sorpresa) la gente no puede decidir dejar de “consumir” el hecho de vivir en algún sitio con techo. Mientras tanto lo que vemos es que las empresas energéticas tan sólo desde 2020 han multiplicado por 7 sus beneficios económicos. Esto también ocurre cuando se reduce el IVA de los alimentos en vez de controlar su precio. Como denunciaba la presidenta de FACUA: “la rebaja del IVA está siendo absorbida por el incremento de precios de las grandes distribuidoras, de las grandes empresas de alimentación que se lucran a costa de los consumidores”.
Estos días hemos visto las reivindicaciones de los agricultores que, ahogados por el libre mercado, una burocracia gris que no atiende a razones, la gestión de una sequía que privilegia el turismo y el pago de unos precios irrisorios por sus productos, se han echado a la calle. Y con razón. El coordinador nacional de l’Unió de Pagesos de Catalunya no dudaba: “las grandes distribuidoras aniquilarán a los payeses si no las frenamos”. Y es de esta manera que el problema de los consumidores, que pagan un precio desorbitado por los alimentos, es el mismo problema que el de los agricultores, que cobran una miseria por su trabajo.
Esto nos lleva al segundo problema, que tiene que ver con una lógica que lleva demasiado tiempo instaurada en la izquierda, y es la de repartir culpas morales en vez de repartir la riqueza. Invertir dinero público en campañas publicitarias sobre alimentación saludable mientras no se controlan los precios es, cuanto menos, hipócrita. Evidentemente el grueso de la población prefiere comer productos frescos, otra cosa es que se los pueda permitir con la frecuencia deseable. Para que exista la libertad de elegir se tienen que dar las condiciones materiales para poder elegir.
Hace falta una política en mayúsculas que no dude en ponerse del lado de la mayoría. Para empezar, cerrar el grifo al trasvase de dinero público a grandes empresas con beneficios millonarios y controlar los precios. Para seguir, una política productiva que tenga en cuenta la demanda nacional y que pueda ayudar a ajustar la producción, reforzando el mercado de proximidad. Para pasar de la política defensiva a la ofensiva, el impulso de una distribuidora de dirección y participación pública que integre pequeña empresa y cooperativismo, que pague dignamente a los productores y que establezca precios asequibles para la población, así como la inversión en empresas públicas que fortalezcan una economía productiva que vaya cerrando la cadena de valor. Y, como queremos el pan pero también las rosas, una Renta Básica Universal que permita un ingreso incondicional para la población a través de impuestos a las grandes fortunas. De esta manera, no solo se acaba radicalmente con la pobreza que sesga el país, también se avanza en libertad. Una libertad que otorgue un poder a los trabajadores que ahora no tienen: el de decir que no a condiciones laborales abusivas impuestas por los mismos que sacan tajada de las subidas de precios.
No hay grises en esta cuestión, la política siempre es de parte, la pregunta solo es de qué parte. La tendencia monopolística de las grandes empresas ahoga a la pequeña empresa y a los trabajadores. La disyuntiva es clara: La libertad del dinero o la del pueblo. O se mantiene la libertad de los grandes empresarios a aumentar sus beneficios pornográficamente o se decide defender la libertad de la mayoría. Esa decisión, y no el color con el que se concurre a las elecciones, es la que determinará de qué parte está cada partido.
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