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El regreso de los “halcones”

José Ramón González Cabezas

Los “halcones” de CDC han conducido a Artur Mas hacia la senda de la independencia y sueñan en secreto con Oriol Pujol como virtual líder de una Catalunya independiente. El propio Mas ha despejado el camino al gran delfín del padre-fundador al excluirse públicamente de la carrera una vez “alcanzados los objetivos nacionales” (sic). Pujol junior tiene juventud –cumplirá 46 años en diciembre--, pedigrí y ambición de sobras para aspirar a ello. Pertenece a la generación del nacionalismo convergente que el pasado 11-S decidió dar el paso y asumir definitivamente el mando y la palabra. Prou!

Prueba de su inequívoco perfil político es su proximidad confesa al enérgico apellido materno –Ferrusola, relativo al hierro--, más que al venerable apelativo paterno, que no por casualidad significa pequeña elevación del terreno. También dispone, por supuesto, de una poderosa organización política de gran cilindrada electoral, de la que es secretario general desde el pasado marzo, además de ser presidente del grupo de CiU en el Parlament de Catalunya.

Con Oriol Pujol como cabeza visible desde la jefatura del partido, el llamado “pinyol” (hueso) de CDC ejerce a diario sin descanso en el primer círculo del presidente de la Generalitat, a quien asiste paso a paso en la electrizante fase ejecutiva de la estrategia de “radicalidad democrática” puesta en marcha el 11-S. El temporizador de la operación lleva de momento la fecha del 25-N, cita trascendental sobre la que ya humean los primeros sondeos con previsiones muy preliminares.

Una fecha recuperada

El 11-S ha regresado con creces su simbología fundacional en Catalunya tras recuperar de manos de las masas la marca y el protagonismo de una fecha mítica para el imaginario colectivo del catalanismo político. La histórica grafía fue en gran parte abducida por la tragedia del brutal ataque de Al Qaeda contra Estados Unidos en la misma fecha de 2001 y, anteriormente, por el cruento golpe militar contra el Gobierno del presidente chileno Salvador Allende, en 1973.

En la actualidad, el 11-S son las siglas que trazan la línea de salida de un proceso de largo recorrido y de evolución incierta que nadie sabe qué forma cobrará a medida que dure el viaje. Ni siquiera sus propios promotores. Entre tanto, España recuerda por momentos la singladura de la legendaria nave Nostromo, con una tripulación aterrorizada ante la presencia destructiva de un “octavo pasajero” infiltrado en sus entrañas.

Lleva razón Artur Mas, sin embargo, en que no ha lugar para dejarse arrastrar por el género de terror y ficción: nos hallamos ante un hecho absolutamente real y que discurre por cauces políticos y parlamentarios, por más que pueda resultar inverosímil o inaceptable para muchos sectores de la ciudadanía o las instituciones. A estas alturas de la historia, la excepcionalidad de un acontecimiento no sólo no justifica la negación del mismo, sino que obliga a su comprensión y su tratamiento conforme a la voluntad popular.

Sin embargo, el protagonismo de los “halcones” de CDC empieza a dar nuevas alas a los “halcones” del nacionalismo español más militante. Era de temer. Como es sabido, el término “halcón” (herencia del inglés hawk) alude vulgarmente a los ideólogos o políticos de “línea dura”, partidarios de la firmeza y la réplica contundente en defensa de los intereses propios. Es cierto que suele utilizarse mayormente en escenarios de tensión bélica, pero quede claro que aquí solo sirve para describir la insólita situación de “intransigencia cívica” que preside el escenario política desde la fallida ‘cumbre’ de La Moncloa entre Rajoy y Mas. Es verdad que Adolfo Suárez y Josep Tarradellas también mostraron actitudes muy intransigentes en la famosa cumbre de La Moncloa de 1977, pero en aquella ocasión había mucho más que imperativos cívicos para simular la concordia.

Crisis evitable

De modo que, en pleno debate popular e intelectual sobre el fundamentalismo económico, a cuenta del diktat de las políticas de austeridad y recortes del gasto público, he aquí que el debate público amenaza con girar ahora hacia el fundamentalismo político más atávico en torno a la naturaleza, composición y entidad de la España surgida de la Constitución de 1978. Desde este punto de vista, la cuestión de Catalunya puede parecer inoportuna y arriesgada, pero no es casual ni gratuita, más allá de cualquier juego de estrategia electoral. Lo único indiscutible es que era evitable. Ahora solo hay que esperar al 25-N para ver en qué condiciones hay que gestionar el difícil día después, una vez conocido el desenlace de las tres elecciones programadas en un solo trimestre.

Rajoy acabará haciendo bueno a Zapatero. Cuando ni siquiera se ha cumplido un año de su elección, el líder popular administra un país en coma económico, con la calle sublevada, el Parlamento petrificado y Catalunya en fuga. Nunca una mayoría absoluta ha servido para menos, a juzgar por la delirante multiplicación de frentes en solo diez meses. El triple test electoral del 21-0 y el 25-N podría muy bien poner fin a su mandato en las peores circunstancias, sin que hoy pueda predecirse el escenario resultante. Tal como están las cosas, pinta más el regreso del aznarismo que el “nuevo federalismo” abrazado por el PSOE para capear el temporal.

Aunque ya no sirve de mucho repetirlo, el líder del PP se tomó como una ventaja y hasta como una bula la aplastante mayoría alcanzada en las Cortes y en la mayor parte de los gobiernos territoriales. Rajoy no supo ver que, precisamente gracias a su formidable colchón de votos y escaños, que le protegía de cualquier presión, coacción o chantaje, estaba en inmejorables condiciones para atender las razones de la Generalitat sin ser acusado de entreguismo. Ese error pesa sobre él y su entorno, ofuscados ante la ingente tarea de ‘sanear’ España y devolverla a sus orígenes. O sea, a sus huesos.

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