Los contrabandistas, confundidos en la oscuridad de la noche, pensaron que los agentes de la Guardia Civil eran de los suyos. Dani y Aparicio patrullaban con un Nissan Terrano de color verde, sin ningún tipo de identificación, por los empinados caminos de montaña del Collado de la Rabassa, una tortuosa pista a 2.000 metros de altitud que conecta Andorra con España.
“De golpe vimos que empezaban a seguirnos”, rememora uno de estos agentes mientras patrulla por otro de los múltiples senderos que cruzan la frontera sin pasar por ningún control aduanero. Ambos coches iban con las luces apagadas, guiándose únicamente por la luz de la luna llena. “Finalmente pedimos refuerzos y les dimos el alto: llevaban el coche hasta arriba de tabaco”.
Escenas como la descrita, ocurrida una noche de primavera de 2019, han sido el pan de cada noche durante décadas en las tres comarcas catalanas limítrofes con Andorra: el Alt Urgell, el Pallars Sobirà y la Cerdanya. El contrabando de todo tipo de material, principalmente tabaco, ha constituido la base de una economía informal y una actividad considerada prácticamente una tradición entre una parte de los vecinos de la zona.
El fenómeno parece ir a la baja. El 2020 fue el primer año en muchas décadas sin ningún detenido por la Guardia Civil por esta actividad. Se puede pensar que fue debido a la pandemia, pero esos números culminan una tendencia que empezó en 2015. Ese año hubo 55 contrabandistas arrestados y la cifra empezó a reducirse paulatinamente. En 2016 fueron 30 los detenidos por contrabando. En 2017 ya solo hubo cinco arrestos. Al año siguiente la cifra se redujo a cuatro personas y en 2019 solo fueron dos.
“La actividad se está reduciendo mucho”, confirma el teniente Gabriel Feijanes, máximo responsable de la zona en materia de contrabando. Explica que en 2012, por culpa de la crisis, el fenómeno vivió un repunte. No sabe qué pasará ahora tras la pandemia. “Mientras exista una frontera y una diferencia de precio en algunos productos, esto nunca desaparecerá del todo”, remacha.
El fenómeno es difícil de dimensionar. Las mafias portuguesas, gallegas e irlandesas que se instalaron en la zona en los 90 ya han desaparecido y con ellos los problemas de convivencia en estos municipios. El contrabando por estos pequeños pueblos de montaña no es el de antes, pero todo el mundo sigue conociendo a vecinos que hacen “viajes” o “trajín”, como lo definen muchos. “Ui, creo que quedan más contrabandistas de los que te piensas”, dicen en una farmacia de la Seu d’Urgell (Lleida) cuando se les cuenta el enfoque de este reportaje.
¿Por qué han bajado las aprehensiones y las detenciones? Todas las fuentes apuntan al otro lado de la frontera. “Durante el último lustro la policía andorrana ha empezado a colaborar más activamente”, explicaba el agente Aparicio durante su patrullaje. “Hasta hace poco miraban hacia otro lado”, remacha.
El país pirenaico, presionado por la Unión Europea, ha aprobado el último lustro diversas reformas legales que han aumentado las penas de cárcel, han puesto trabas al blanqueo de dinero de esta actividad y también ha subido los impuestos sobre este producto. “Todas estas medidas han permitido reducir la presencia del contrabando en la sociedad”, señala Albert Hinojosa, director del Departamento de Tributos y Fronteras andorrano. “Actualmente es una actividad llevada a cabo por personas no residentes en el Principado”, asegura.
Un centenar de agentes de la Guardia Civil todavía están destinados en la zona y patrullan a diario los incontables caminos de montaña que cruzan la frontera. “Esto es una telaraña, hay caminos que salen por todas partes y es imposible controlarlo todo”, admite el teniente. “Hasta los que llevamos más años seguimos descubriendo nuevos senderos y rutas de vez en cuando”.
A veces se tiran hasta 14 horas escondidos en el bosque para localizar a los contrabandistas, que pueden ir tanto a pie –los llamados “farderos”– como con todoterrenos adaptados para estos viajes. Los horarios de trabajo de los agentes suelen variar para que nadie pueda identificar los cambios de turno. La búsqueda de informadores en los pueblos para conseguir un chivatazo sigue formando parte de su día a día.
“Suelen ir con grupos de siete u ocho vehículos, separados por varios metros. Al primero se le llama piloto y no suele llevar nada de carga ilegal”, detalla uno de los agentes. “Nos hemos llegado a encontrar todoterrenos adaptados, sin matrícula ni luz de freno para no ser vistos en la noche. Incluso coches con el asiento del copiloto arrancado para poder cargar más tabaco”.
Aventurarse por uno de estos caminos supone un mínimo de dos o tres horas en coche por senderos cada vez más accidentados, solo aptos para vehículos todoterreno. No es que se recorra una gran distancia, simplemente que en muchos tramos se avanza a apenas 10 kilómetros por hora. elDiario.es ha recorrido junto a los agentes de la Guardia Civil dos de los caminos más transitados por los contrabandistas: el collado de la Gallina y el collado de la Rabassa, ambos cerca de los 2.000 metros de altitud.
Las carreteras sinuosas y asfaltadas se van estrechando paulatinamente hasta que se convierten en pistas de tierra. El camino va entrando cada vez más en las profundidades del bosque hasta que llega un momento en el que son casi impracticables. La temperatura baja hasta los 15 grados a pesar de ser un día soleado de verano. “Muchos de estos caminos están helados en invierno”, explica uno de los agentes, que recuerda cómo un día tuvieron que rescatarlo porque su vehículo resbaló en una placa de hielo.
Una vez arriba del collado, los controles, rótulos, semáforos y petos reflectantes de las aduanas han desaparecido. Todo eso se ha esfumado aquí arriba, a casi 2.000 metros de altura. La frontera es una línea imaginaria y solo un mensaje en el móvil del Ministerio de Asuntos Exteriores te avisa de que ya has salido de España y estás en Andorra. Los agentes se frenan en seco: no pueden entrar al país vecino.
“El contrabando de mercancías en el norte de Catalunya es tan antiguo como la creación de los Estados modernos”, explica Lluis Obiols, historiador y archivero municipal de la Seu d’Urgell. El establecimiento de una línea fronteriza entre Catalunya y Francia con el Tratado de los Pirineos -1659- y el asentamiento de Andorra como Estado sentaron las bases para que la población de la zona pasara productos como lana y sal evitando las aduanas. “Las primeras evidencias de contrabando de tabaco cultivado en Andorra son del siglo XVII”, remacha Obiols.
La actividad en esa época no estaba profesionalizada ni organizada y servía para completar los escasos ingresos de los payeses, que se dedicaban al contrabando por las noches o durante los meses más fríos de invierno. “La sociedad andorrana veía el contrabando como una actividad más”, señala el investigador Joan Becat en La vida pastoral de Andorra. “Era algo reconocido socialmente, que ayudaba directa o indirectamente a todas las familias de la zona”.
La llegada de la Guerra Civil en 1936 convirtió las comarcas del norte de Catalunya en un hervidero de personas que querían cruzar la frontera. Primero fueron burgueses y religiosos que querían escapar de la represión en la retaguardia republicana. En 1939 pasaron a ser intelectuales y políticos republicanos y catalanes.
Los contrabandistas del lugar, con un gran conocimiento de los caminos de montaña y de los controles policiales, encontraron un filón económico y la práctica empezó a profesionalizarse. Según muchos de los vecinos entrevistados, fue gracias a esta actividad que la zona aguantó las penurias de la posguerra.
Nacieron entonces las llamadas colles, grupos organizados de entre cinco y diez vecinos de esas comarcas en los que cada uno tenía una función determinada y que fueron el origen de los contrabandistas modernos. Uno ponía el dinero, otro conducía, otro vigilaba, otro lo recogía, otro lo repartía...
La llegada de la II Guerra Mundial invertiría la tendencia: la gente no quería subir de España a Andorra sino al revés. Primero, jóvenes franceses que no querían alistarse al ejército. Después, miles de judíos de toda Europa que querían escapar del viejo continente. Ahí estaban entonces los contrabandistas para ayudarles a cruzar la frontera por una buena cantidad de dinero.
Según Obiols, durante esos años convivieron en Andorra todo tipo de perfiles, siempre atraídos por el carácter neutral del país y su proximidad a las fronteras española y francesa. “Había intelectuales republicanos y catalanes, aviadores aliados caídos en territorio francés y judíos”, apunta. “Pero al mismo tiempo la Gestapo campaba a sus anchas por el país”.
Explica el teniente Feijanes que, después de vivir durante décadas en la Seu d’Urgell (12.000 habitantes, a apenas 10 kilómetros de Andorra), está habituado a saludarse en el pueblo con contrabandistas. Él sabe quiénes son y ellos saben quién es. Conviven y hasta se respetan. “Esto es muy pequeño y se sabe perfectamente quién vive del contrabando”, reconoce. “Muchos son gente corriente que incluso tienen otra profesión, no significa que sean malas personas”.
El despacho de Feijanes en la Farga de Moles, el recinto aduanero entre Andorra y España, está plagado de fotografías de actuaciones de los últimos 20 años. Se ven camiones con dobles fondos al descubierto y complejos mecanismos para ocultar la carga. En muchas de las imágenes aparece un joven teniente posando con sus compañeros frente a cantidades ingentes de tabaco.
La lucha contra el fraude aduanero también se libra en este recinto. “No todo el tabaco ni dinero en metálico pasa por las montañas, aquí hemos localizado todo tipo de material”, afirma mientras muestra algunos de los camiones con doble fondo que han incautado y permanecen inmovilizados en la frontera. También aquí han bajado las incautaciones y las sanciones administrativas por no declarar dinero en metálico, bebidas alcohólicas u otros productos, según datos de la Agencia Tributaria.
La cotidianidad que supone esta práctica para los vecinos de la zona convive con el aura de clandestinidad y misticismo de algunos contrabandistas ilustres. El Guapo, el Negre, el Oliver, el Pau, el Brasileño... son algunos de los nombres que recuerdan los vecinos y los agentes de la Guardia Civil. Todos se han retirado ya.
“Aquí la gente siempre lo ha encontrado normal”, explica Josep Maria Llor, taxista de 60 años de Alins, un pequeño pueblo cerca de la frontera en el Pallars Sobirà. “Como no hace daño a nadie, tampoco se ha visto como algo negativo”.
Durante años fue habitual ver a un vecino con un trabajo humilde que de golpe se compraba un chalet. O escuchar en comidas familiares o en el bar si ese o el otro se dedicaba al negocio. “Es algo con lo que hemos crecido”, señala Obiols, el archivero de la Seu d'Urgell. “Pero hay que diferenciar entre la picaresca a nivel particular de las bandas organizadas que crearon problemas de convivencia”.
Algunos casos, sin embargo, todavía sorprenden a los vecinos. En julio de 2012, una operación de los Mossos en colaboración con la Guardia Civil detuvo al exalcalde del pueblo y exconseller de Governació de la Generalitat, Jordi Ausàs (ERC), por formar parte de una banda de contrabandistas de tabaco. Fue condenado a cuatro años de cárcel por contrabando y pertenencia a un grupo criminal.
“Aquí nos conocemos todos, pero lo de Ausàs igual no lo esperaba”, admite el teniente. Los vecinos de la Seu d'Urgell y de otros municipios de la zona, en todo caso, conviven molestos con el estigma que ha generado el contrabando. “Parece que solo se hable de nosotros por el contrabando”, apunta Obiols. El Ayuntamiento, por ejemplo, no ha respondido a las peticiones de comentario para este reportaje.
Josep Maria Llor, el taxista de Alins, recuerda los años 80 y 90 en la zona fronteriza como una “puta locura”. Los todoterrenos sin luces ni matrícula circulaban casi cada noche por los caminos de montaña. Las bandas organizadas de irlandeses, portugueses y gallegos se hicieron con el control de la zona hasta desplazar a la población local. “Muchos iban con pipa [pistola]”, explica al otro lado del teléfono. Hubo ajustes de cuentas, coches volcados y atropellos accidentales por parte de contrabandistas que huían de las autoridades.
Hubo un momento en Os de Civís, un pequeño pueblo de 100 habitantes del Alt Urgell a tocar de un paso fronterizo, que el principal idioma que se hablaba era el gallego, según una encuesta que recogió La Vanguardia en septiembre de 1990.
“Llegó un punto en que esto dejó de ser cosa de los vecinos y bandas muy peligrosas empezaron a controlarlo todo”, rememora el teniente Feijanes. “El tabaco se iba desde aquí al País Vasco y después a Irlanda o al Reino Unido”.
Llor, cuyo taxi en esa época era un Land Rover, admite sin reparos haber colaborado ocasionalmente con estas bandas en el pasado. “Esta gente no te preguntaba cuánto costaba, simplemente llegaban con un fajo de billetes y te ponían en un compromiso”, recuerda. Una carrera de 5.000 pesetas se la pagaban a 25.000 solo por acercarse al pueblo de Llavorsí e informar de si veía a algún agente de la Guardia Civil. “Ahora ya es mucho más fácil hablar de todo esto”, apunta.
Su todoterreno fue utilizado más de una vez por contrabandistas e incluso narcotraficantes sin que él, asegura, lo supiera. “Yo no hacía preguntas”, explica sobre sus viajes transfronterizos a través del municipio de Tor, un pueblo de apenas 13 casas en el que llegó a haber tres asesinatos debido a la lucha por la propiedad de unas montañas: las usaban habitualmente los contrabandistas y un inversor quiso hacer unas pistas de esquí.
“Un día llevaba a dos tipos y me quedé callado todo el viaje”, rememora Llor. “Al final me dijeron que les había pillado, que eran de la Guardia Civil y solo querían obtener información”. Años después le pasó lo contrario. Ayudó a otras dos personas a cruzar la frontera y posteriormente se enteró de que eran narcotraficantes que querían esconderse en Andorra. “Me tiré dos días sin dormir del susto”, afirma.
La situación se desmadró y los problemas de convivencia se generalizaron en estas tres comarcas. La Guardia Civil se vio obligada a desplegar en septiembre de 1998 la llamada operación Montaña, repartiendo por la zona más de un centenar de efectivos de los cuerpos de los Grupos de Acción Rural (GAR) y de los Grupos Rurales de Seguridad (GRS). Un año y medio después había 1.111 personas inculpadas de 31 nacionalidades distintas, 800 vehículos y más de 2,7 millones de cajetillas de tabaco de contrabando incautadas.
Mientras avanza por el bosque y divisa la separación entre España y Andorra, el teniente Feijanes recuerda estas épocas en las que habían llegado a ver motos de nieve o tanquetas militares por el monte nevado cargados de tabaco. En el collado no se ve ahora una sola alma, solo un zorro que cruza despreocupado por delante del Toyota Land Cruiser que conduce lentamente, intentando evitar los socavones de la pista.
“Creo que por suerte nunca se volverá a ver lo que hemos visto por esta zona”, explica este veterano agente gallego, de más de metro ochenta de altura y cabello blanco. “Pero esto no significa que podamos bajar la guardia: la picaresca siempre formará parte de los habitantes de una zona de frontera”.
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