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La trama de verdad y las otras

Ignacio González ve algo confusas las explicaciones del PP sobre el cese de Bárcenas

Adolf Beltran

Es fea y nauseabunda. Afecta una vez más al partido que gobierna en España y probablemente está conectada con otras no menos desagradables. No es, desde luego, una trama de juguete, un artefacto de agitprop fabricado en una noche de insomnio para polarizar la opinión pública con el burdo mensaje de que todos los que mandan son iguales.

La detención del expresidente madrileño, Ignacio González, y sus compinches es un hecho grave, pero todavía lo es más que el jefe de la Fiscalía Anticorrupción, Manuel Moix, nombrado por el Gobierno de Rajoy, aparezca casi como un cómplice de los corruptos que ha intentado sin éxito frenar la denominada Operación Lezo, y que alguien desde instancias superiores, al parecer, haya ejercido de chivato para avisar a esos mismos corruptos de que eran investigados.

Esta trama madrileña del PP es más escandalosa aún que las anteriores, -y van muchas, sea en Madrid, en Valencia, en Murcia o en Baleares-, porque descara detalles indignantes sobre la auténtica actitud ante la corrupción de un partido y un gobierno a los que nadie ha sido capaz de apear del poder pese a que han quedado muy lejos de la mayoría absoluta y es bien conocido su modus operandi.

La víspera de las detenciones, después de que se anunciara que Mariano Rajoy sería llamado a declarar como testigo en el juicio del caso Gürtel, el PP desempolvó aquella nefanda teoría según la cual la verdadera trama consiste en la persecución que se habría urdido contra la formación de la derecha española y sus dirigentes. Duró poco la intentona porque al destapar otra de las alcantarillas del partido, esta vez la del Canal de Isabel II, emanaron delitos que disolvieron sin más la fantasmagórica coartada y hasta hicieron llorar a Esperanza Aguirre.

Parece un poco trivial tener que señalar que, de nuevo, algunas instituciones y servidores del Estado han cumplido con su obligación para hacer posible este golpe a la corrupción. Hablo de los policías, del juez, puede que incluso de Cristina Cifuentes y, en todo caso, de esos fiscales que han plantado cara al jefe designado por Rajoy para intentar atarlos de pies y manos.

Que el presidente del Gobierno tenga que testificar, es decir, declarar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre las andanzas de  personajes como Luis Bárcenas o Francisco Correa por los despachos de la sede central del partido que todavía preside, no deja de ser una demostración de que, mejor o peor, la vía judicial funciona. ¿Y la política?

Para resolver el problema con una denuncia genérica, entre naif  y narcisista, de que los poderosos forman parte de una conspiración, mezclando corruptos con simples rivales y extendiendo la sospecha a todo el que se pone a tiro, no hacía falta que Podemos se convirtiera en la tercera fuerza parlamentaria de España.

Es cierto que el descarrilado PSOE tardará en purgar, si lo consigue, el pecado de haber dejado, víctima del pánico, gobernar a Rajoy y también que en Ciudadanos su líder Albert Rivera perfecciona cada día su rol de gesticulante comodín. Pero la formación morada también tiene su responsabilidad. Y no puede refugiarse en las fantasías activistas de Pablo Iglesias y su equipo para menospreciar sus escaños y convertir los recorridos de un colorido autobús en el sucedáneo de una estrategia política que ponga fuera de la Moncloa a su actual inquilino y expulse de una vez a la corrupción del poder. Alguien lo tiene que hacer.

 

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