La conozco desde hace algo más de 20 años. Me la presentó mi amigo Antonio, cuando la trajo a la comida de celebración de mi trigésimo cumpleaños. Conectamos en seguida; su agudeza, la capacidad de análisis, la profundidad de su pensamiento y su sentido del humor me atraparon al instante. Conocerla me marcó para siempre y desde entonces no hemos perdido el contacto, aunque vivamos lejos y nuestras circunstancias no nos permitan vernos a menudo.
Sabiendo que iba a estar en la capital de Alemania, me citó en su calle, situada justo al lado de lo que fue la Cancillería de Hitler, que ahora es un parque, y muy cerca del Monumento a los judíos de Europa asesinados, obra del arquitecto Peter Eisenman y el ingeniero Buro Happold. Su llegada coincidió con el final del recorrido turístico que había contratado y que me había llevado, entre otros lugares, al Check Point Charly y al Ministerio del Aire del Reich (Reichsluftfahrtministerium), uno de los pocos edificios que la aviación aliada dejó en pie esperando (en vano) encontrar documentos sobre los aviones de Goering y los cohetes de Von Braun. La Alemania reunificada lo convirtió en la sede del Ministerio de Finanzas y, aunque conserva su original aspecto lúgubre y plomizo, no hay indicios de que ningún homólogo de Cristóbal Montoro lo haya utilizado para favorecer a socios y amigos.
Paseando con Hannah por el impresionante parque de 2.711 losas de hormigón que, obviamente, recuerda a un cementerio, caí en la cuenta de que, en una esquina, se alza la embajada de los Estados Unidos. Recordé la admiración de mi amiga por ese país, que la acogió cuando tuvo que salir de Alemania por unos problemas legales que amenazaban con llevarla a la cárcel o algo peor. Como si me hubiera leído el pensamiento, expresó su decepción por la deriva autoritaria de la república que fue capaz de fundar la libertad con una revolución y acuñar en la estatua erigida en su honor aquel promisorio lema que hoy parece hablarnos desde otro universo moral: “Dadme vuestras masas cansadas, pobres y apiñadas que anhelan respirar en libertad”.
Bromeé sobre qué pensaría el embajador estadounidense en Berlín mientras observaba el monumento desde su ventana al alzar los ojos fatigados por la lectura de algún memorándum sobre la política de su país en Oriente Medio e, inexorablemente, la conversación derivó hacia la intervención militar israelí en Gaza. La vi muy indignada porque, en su condición de judía alemana, estaba asistiendo con impotencia a un genocidio perpetrado por un estado que dice representar a su pueblo, a la vez que observaba con estupefacción la pasividad de su propio país, autor del Holocausto y, ahora, con un complejo de culpa explícito, acríticamente alineado con Israel por temor a ser tachado de antisemita.
Nos despedimos algo tristes y yo dediqué los siguientes días a descubrir una ciudad que fue el centro del mundo, habida cuenta de que una chispa en el Berlín de la Guerra Fría podría haber hecho explotar la precaria coexistencia pacífica entre bloques basada en la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada. Y hubo momentos delicados, como el bloqueo terrestre de la zona occidental por los soviéticos, la construcción del Muro o el incidente de los tanques en el Check Point Charly.
Mi anfitriona, que también conoce a Hannah, me obsequió con una entrada para un partido de la segunda división alemana de fútbol en que mi nuevo equipo, el Hertha de Berlín, sucumbió por 0 a 2 ante el Paderborn. Fue bastante lamentable verlos deambular por el Estadio Olímpico, donde triunfó Jesse Owens en los Juegos de 1936, sin una oportunidad en los más de cien minutos que duró el encuentro. Luego supe que la mitad de la plantilla estaba enferma de coronavirus y habían jugado los suplentes. Solo espero que mejoren y que les alcance para luchar por el ascenso a la Bundesliga.
Aunque no me enseñó las entrañas del Berlín más canalla y bizarro, el hecho de alojarme en el barrio de Friedrichshain, me familiarizó con el ambiente punk que tanta fama ha otorgado a Berlín y que comparte con los distritos limítrofes de Kreutzberg y Neukölln. La primera noche pude fumar (creo que legalmente) dentro de un bar que me recordó al Glop, de la plaza de Benimaclet; estética alternativa, carteles antifa y camareros tatuados, pero con urinarios masculinos inmaculados y dotados de sensores para expeler el agua tras cada micción.
En un Diógenes con alforjas que ha pasado semanas vertiendo aguas menores en bosques y ribazos, tan sofisticado riego higienizante produjo una honda impresión. De hecho, el propio urbanismo de la ciudad supone una continua tentación para perseverar en ese hábito silvestre de orinar al aire libre; la parca iluminación de las calles, los numerosos y amplios parques descuidados y los infinitos rincones donde mear a resguardo de miradas ajenas se me antojaron oportunidades sinnúmero para aliviar una necesidad cada vez más perentoria conforme la senectud se acerca.
No caí en ella, no sé si tanto por un prurito de civilizado como por el miedo a ser sorprendido por uno de esos ciudadanos modelo que no se saltan ni un semáforo ni se cortan a la hora de explicarte lo que significan la norma y el civismo.
Berlín es muy grande y de una amplitud extraordinaria. Ya lo era en parte en la época guillermina, como urbe diseñada para acaudillar un imperio en ciernes. Los sistemáticos bombardeos aéreos británicos y norteamericanos y la batalla final por la ciudad, con el mariscal Zhúkov al frente de la ofensiva soviética, produjeron una increíble profusión de solares. Más tarde, esta tendencia se agudizó por la necesidad de espacio donde construir un muro de separación, que acabaron siendo varios yuxtapuestos y con un centenar de metros de holgura para que los guardias fronterizos pudieran hacer puntería sobre los evadidos del paraíso socialista.
La gran paradoja es que, si Hitler hubiera ganado la guerra, Berlín habría sufrido una suerte similar; incluso habría perdido el nombre para llamarse Germania y sucumbir ante los planos megalómanos dibujados por Albert Speer, arquitecto de cabecera del Führer y esforzado ministro de Armamento en el momento de agonía bélica nazi.
Germania: una gran capital para un pueblo (una raza) que iba a dominar el mundo. Aunque Hitler nunca amó realmente a los alemanes y consideró en la derrota que merecían perecer antes que rendirse, la retórica del amor incondicional siempre supuró en sus discursos. Recordé entonces otras conversaciones con Hannah a propósito de aquella provocadora sentencia de Agustín de Hipona: “Ama y haz lo que quieras”.
Ahora que la máxima que mueve el mundo parece ser “odia y haz lo que quieras”, la recuerdo explicándome que, para que sea aplicable, la frase de San Agustín se sustenta en la premisa de un amor encarnado y concreto, no proyectado en abstracciones como la clase, la raza o el pueblo, que siempre exigen una contraparte a la que hay que odiar o eliminar. Porque, hasta un amante sincero del pueblo como Robespierre no encontró otra manera de expresar su devoción por los desheredados que el terror revolucionario en forma de hoja bien afilada que caía a plomo por efecto de la gravedad.
Para que no rueden cabezas, la libertad de acción exige como motivación un amor a escala humana y humanista. Porque, parafraseando a Hannah: “Solo un dios puede amar a (toda) la Humanidad”.
De hecho, después de los peores excesos estalinistas, hasta hubo que inventarse aquello del ‘socialismo de rostro humano’, como si pudiera existir otro. Aplastado después de la breve y deslumbrante Primavera de Praga, la Revolución Cubana pareció concebida para lograr al fin la cuadratura del círculo, aunque la libertad pereció, como casi siempre, en la pira sacrificial del mito de la igualdad.
Tampoco tuvo éxito el experimento chileno, en este caso aniquilado por los amantes de la abstracción más inhumana y exitosa de todas: el dinero. La plutocracia imperial y sus secuaces quintacolumnistas mataron la promesa que, como todo ídolo que muere joven, quedó mitificada y fijada en nuestra crónica sentimental, como Marilyn o el Che Guevara.
Para verificarlo, hace dos semanas se celebró, con éxito de crítica y público, en València un concierto de homenaje a Salvador Allende, en el que participaron mis queridos y admirados Lucho Roa y Miquel Gil, que interpretó la versión de Raimon de Te recuerdo Amanda, la canción casi póstuma de Víctor Jara, otro mártir de los adoradores del vil metal como deidad suprema.
Mientras lamentaba estar ausente de esta eucaristía con el cuerpo y la sangre del Camarada Presidente, en Berlín pude convivir con personas que mantienen viva la llama de la posibilidad de un cambio profundo que no acabe en tragedia, entre ellas una partisana italiana, compañera de piso de mi anfitriona, con más energía revolucionaria que la locomotora de Francesco Guccini y, aunque ácrata declarada (anarquista), con los pies en la tierra y el puño apuntando al cielo. El madrugón por mi partida no me permitió despedirme de ella como hubiera sido preceptivo: con un ciao bella! o, mejor incluso, con un Bella ciao.
Salí de Berlín una mañana algo fría pero soleada en dirección a Magdeburgo; antes de tomar el desvió en Potsdam hice una corta parada en la Casa de la Conferencia de Wannsee, donde se diseñó la Solución Final: el asesinato de todos los judíos europeos. Quise rezar unos minutos, pero la mansión me dejó tan frío que me limité a fumar un cigarrillo y observar cómo entraban unos niños de visita escolar.
Lo de Mazón es un caso claro de banalidad a secas
Desde allí, aún pude enviar un mensaje a Hannah, porque fue ella quien me había dado a conocer a Adolf Eichmann, el oficial de las SS que dirigió aquella infausta reunión de jerarcas nazis. En aquella conversación me había hablado de la banalidad del mal, incluso aplicada, aunque pudiera parecer paradójico, a lo que denominó el mal radical que significaron el terror totalitario y su plasmación en el proceso industrial de la explotación y el exterminio de masas.
La interpelé sobre si la chulería y el desprecio de Carlos Mazón por las víctimas de la DANA en el debate de Política General se podrían comparar. Su respuesta fue contundente: no. Aunque produzca dolor y daño moral, dijo, lo del President valenciano es un caso claro de banalidad a secas.