Las palabras recuerdo y recuento se parecen, aunque una tiene que ver con la memoria y la otra con la contabilidad. Hoy precisamente las dos se unen. Recordamos, es decir, volvemos a pasar por el corazón, y recontamos, es decir, volvemos a narrar, los 35 años que cumple el Gulliver.
La pregunta clásica que me hacen es ¿cómo se te ocurrió? No fue una ocurrencia, suelo decir, fue un trabajo largo, compartido, tratando de analizar el valor del juego en la ciudad con una mirada múltiple. Por eso fue básica la intersección con Manolo Martín y con Sento Llobell. Arquitectura, diseño y construcción, tres disciplinas que se unen al servicio de lo público.
Pero hay una cuarta que se recuerda poco y resulta imprescindible: la política. Está de moda hablar mal de ella y tratar de banalizarla aislándola de la vida. Que si hay que separarla del deporte, que si no hay que politizar la sanidad, que si soy apolítico, ¿les suena? Se trata de vaciar la política de contenido hasta llevarla a la nada. Yo creo que es al revés, la política es la garantía de la vida colectiva en todos sus aspectos.
Fue un político, Andrés García Reche, el que hizo posible el Gulliver. Cuando estábamos en un laberinto sin salida, apostó porque vio más allá de lo que nosotros veíamos. Invertir en el futuro de la sociedad con sonrisas, juegos, fantasías. Claro que hay que politizar el juego, ¿saben por qué?, porque es de todos y todas. El Gulliver fue una apuesta colectiva, nunca una ocurrencia.
Ha sido un camino largo, es verdad, con trampas y dudas. Cuando se dio el primer paso era imposible imaginar que aquel gigante crecería aún más y llegaría al futuro de entonces que es el presente de ahora. Alguna prensa ventiló lo contrario. “Los hijos de García Reche le han pedido un Gulliver y hemos de pagarlo entre todos”, un ejemplo sangrante de lo que se escribía. ¿Les suena? Claro que les suena, porque sigue siendo el pan de cada día.
Pero venció la convicción, y ahora el Gulliver ya es de todos y todas, mucho más allá de sus autores. Es patrimonio de una ciudadanía que lo ha hecho suyo. Un símbolo de la diversión compartida, de que la infancia forma parte con derecho propio de eso que llamamos ciudadanía. Su griterío, sus carreras, sus juegos inventados, son componente de la ciudad, y han de mezclarse con ella.
Con la banda sonora de sus risas, los niños y niñas reivindican la diversidad, una nueva manera de vivir en comunidad compartiendo espacios que no segregan. El juego es su antídoto natural para evitar cualquier intento de excluir. Risas diferentes, edades diferentes, juegos diferentes, opciones diferentes, compañías diferentes, escalas diferentes.
Ojalá ese caso singular se vuelva plural. Ojalá esa intención contagie todos los espacios públicos urbanos, las calles, las plazas. Ojalá el mobiliario urbano sea divertido, los pavimentos sugerentes, el arbolado apropiado. Ojalá la convivencia se convierta en el hilo conductor, mágico, que hilvane la manera de ser y estar en los espacios de todos.
Tengo la fantasía de que entonces, cuando las ventanas se abran y los balcones florezcan, esa vida colectiva pondrá en su sitio a la tecnología, al aislamiento, al individualismo. La fantasía y la imaginación mestiza ofrecerán múltiples opciones, la compañía será imprescindible, y ese bienestar contagiará nuestras vidas de arriba abajo.
Ahora, soplando las velas de la tarta del Gulliver, brindo por todo lo que la ciudadanía ha hecho que represente. Chin, chin.