En pleno siglo XXI, el cuerpo de las mujeres sigue siendo un campo de batalla. Nuestra capacidad reproductiva -la de la mayoría de mujeres, aclaro- ha sido motivo para que la sociedad y el patriarcado decida cómo se debe organizar nuestro cuerpo.
Hoy en día todavía existen legislaciones que limitan el acceso al aborto libre y seguro, vientres de alquiler regulados por intereses económicos e incluso prácticas culturales que perpetúan la mutilación genital femenina. Todo esto nos recuerda que existe la necesidad de controlar y dominar el cuerpo femenino. Por si fuera poco, estas formas de control no se presentan como castigos, sino como decisiones “por el bien común”, “por el bienestar del niño”, “por la moral social” o incluso “por el derecho a la familia”. Otros deciden por nosotras, despojándonos de la oportunidad de decidir, como si no tuviésemos tal capacidad.
Detrás de estos discursos se esconde una larga genealogía de poder: la idea de que el cuerpo de las mujeres no nos pertenece de todo. Que no sabemos o no podemos controlar qué es lo que queremos. En definitiva, no somos sujetos que piensan sino objetos para reproducir y/o dar placer.
La representación de las mujeres ha estado históricamente mediatizada por la mirada masculina. En el arte, la literatura y la religión, la mujer aparece no como sujeto de su propia narrativa, sino como objeto de contemplación o salvación. Su cuerpo es observado, juzgado, deseado o repudiado, pero rara vez comprendido desde su propia experiencia. Por poner un ejemplo, la figura paleolítica de la Venus de Willendorf ha sido analizada erróneamente y en base a unos valores de la edad Moderna, atribuyéndole características propias del heteropatriarcado, entendiendo que la figura hacía referencia a atributos relacionados con la fertilidad y la sensualidad (objeto). A día de hoy, gracias a una reinterpretación feminista de la historia, sabemos que es más probable que fuese un símbolo de poder femenino, abundancia, autonomía corporal, espiritualidad, o incluso una deidad matriarcal (sujeto).
Otro ejemplo de objetivación histórica de las mujeres sucede durante siglos en Occidente. La lactancia era considerada como un acto inferior, incompatible con el rol social y sus deberes conyugales. No se consideraba la lactancia como un acto natural de vínculo entre madre e hijo por lo que la mujer no podía amamantar ya que su cuerpo pertenecía, ante todo, al marido y a la sociedad. La lactancia suponía para la mujer un desgaste físico y mental, interfiriendo con el deseo sexual y cambiando la forma de los pechos. En este sentido el acto de amamantar era censurado ya que el cuerpo femenino debía estar disponible para el goce del cónyuge.
En este contexto, no es hasta la Edad Media que aparecen las representaciones de la Virgen María lactante (Vírgenes de la leche) como excepción sagrada a esta norma, una figura que alimenta al hijo de Dios sin perder su pureza. Pero incluso esa imagen está cuidadosamente controlada: la única mujer que puede mostrar su pecho en público y sin vergüenza es una virgen, inmaculada, fuera del deseo y del sexo.
La historia de la representación, regulación y control de las mujeres ha estado marcada por una constante: vernos como objetos, no como sujetos. Objetos de deseo, de reproducción, de salvación y de domesticación. Desde las interpretaciones de la Venus de Willendorf hasta la censura de la lactancia, pasando por el control contemporáneo de nuestros derechos sexuales y reproductivos, la mirada que pesa sobre nuestros cuerpos ha sido, mayoritariamente, una mirada externa, masculina, opresora y sujeta a normas.
Ser objeto implica ser interpretada, utilizada, juzgada o regulada desde fuera. Significa que el valor del cuerpo femenino se mide en función de su utilidad para otros: para el cónyuge, para la familia, para el mercado, para la religión… Implica que las mujeres no hablamos desde nosotras, sino que son otros los que hablan y nos ponen valor.