Vicent Soler anuncia unas memorias. Uno, que ha tenido el privilegio de echarles una ojeada, ha de decir que son unas memorias muy memorialísticas, en el sentido de avivar recuerdos y evocar experiencias, políticas y sentimentales, al estilo Vicent Soler. Retratan un tiempo, que es el nuestro, aunque lo hubieramos deseado de otra manera, claro. No solo el futuro es imperfecto, también el pasado lo es. “D’un temps que serà el nostre”. Bueno, Raimon es que estaba alanceado por el optimismo burgués.
Las memorias de Soler narran una vida atravesada por una causa, o a lo sumo dos o tres. Las vidas transitadas por una causa son también las vidas de los otros, ya lo decía el poeta comunista, de modo que tu vida propia queda un poco relegada, como si fuera una vida en excedencia. Semprún se arrepintió pronto de la causa y en 1977 nos brindó la Autobiografía de Federico Sánchez con ese inicio que ya es un himno: “Pasionaria ha pedido la palabra”.
Estos asuntos de la causa, que atañen a propósitos últimos, ya no se llevan nada hoy. Las juventudes están en otra cosa, sobre todo jugando a los marcianitos con el móvil. A lo sumo, algún mayor, de los de tarjeta oro y el bono bus gratis -el sistema no es que les proporcione esas ventajas porque los adore sino más bien porque les lanza el mensaje de que ya les queda poco-, se reafirmará en el tipo de existencia que narra Soler, porque es la suma de muchas existencias. (Como en el Calidoscopi, de Josep Franco, una ciudad en muchas ciudades a la vez). Las memorias de Ricard (Pérez Casado) vertían sangre y fuego. Las de Soler dan fe, a mi entender, de una derrota, pero no de una frustración, que es distinto, porque Soler siempre ha sido muy positivo, y no como esos nostálgicos que van sacando la lengua porque perciben, bastante tarde, que las ilusiones juveniles no han coincidido con los destinos reales.
Pues claro que no. Uno se ha de conformar con lo que tiene o echarse al río. O también puede leer las “Almas muertas” de Gogol. Decía que las memorias de Ricard exaltaban un “yo” uniforme y extensivo, y en las de Soler ese “yo” está en él, sí, pero ya marchitada su altivez, porque es un “yo” que se reparte entre los amigos y conocidos que han poblado este pais desde finales de los sesenta y con los que hemos alternado, o de los que nos han dado referencias. O sea, que son como de la familia.
Cuando a Soler lo detuvieron, poco antes de la muerte de Franco, uno estaba en el Opus con Javier Lucas y otros (aunque uno no militó, solo pisaba el suelo sagrado del colegio). A Lucas el presidente Puig lo hizo senador en lugar de colocar a Soler, que hubiera hecho un senador que ni Charlton Heston en un “peplum” grecorromano y en technicolor. Emèrit Bono y Salcedo (“Integrats, rebels i marginats”) ya daban clases entonces en Económicas y quizás también nuestro protagonista andaría de pnn en la facultad tomada por los grises un día sí y otro también. En la primera promoción de Económicas, en un aulario cercano a Mossen Sorell, Rita Barberá compartía aula con Salvador Almenar, y en la tercera promoción, Juan Roig y Hortensia Herrero iban a clase con Sorribes y Ernest Reig. Eran tiempos, pues, civilizados. De fraternidades y florecillas.
Los maestros Lluch, Fontana, Nadal o Amando de Miguel aparecían y desaparecían de las cátedras como si fueran entes de la sinrazón. Ya en el 76 ganó Soler los Octubre junto a Dolors Bramon, la mujer de Lluch, y Carnero, y García Bonafé, etc, con el ensayo “Pèls y senyals: Raons d’identitat del Pais Valencià”, que uno aún guarda en la biblioteca. Ese título tan contundente resultó ser como el astro descrito en el evangelio de Mateo cuya luz guió a los Reyes Magos en el viaje de sus vidas.
Cuando uno se pone a escribir unas memorias ha de pensar inevitablemente en el azar y dejarse de historicismos, pero en el caso de Vicent Soler, más allá de los ámbitos emocionales y de las geografías físicas e íntimas, su biografía parece orientada por el título de aquel libro, y hasta hoy. Yo discrepo de Soler en casi todo últimamente, porque el universo es un fluir heraclitiano y las neuronas han de ir adaptándose al ambiente y sobre todo al mundo como voluntad y representación, y en ocasiones parece que el catedrático esté cercado por los “Pels i senyals”, como entonces.
Pero, en fin, lo que une a los hombres (y a las mujeres, que luego me riñe mi querida Rosa Dominguez) no es la identidad del pensamiento sino la consanguinidad del espíritu, como dejó dicho el francés. Lo único que pediría uno a Vicent Soler es que no titulara sus memorias como “Un dels Deu”, que me lo veo venir. Los mitos son como los amores, que se rompen de tanto usarlos, ya lo cantaba muy sabiamente Rocío Jurado desde ese sur de España verde que te quiero verde bajo la luna gitana. Y hay que preservarlos.