El director titular de la Orquestra de València, Alexander Liebreich, recordaba este viernes en Facebook que Claudio Abbado le había recomendado con frecuencia ser paciente. Añadía que ha llevado con él durante más de 25 años “esta increíble partitura”, con referencia a la Novena sinfonía de Mahler. “Finalmente esta noche, junto con la Orquestra de València, podemos llevarla al escenario”. Es una obra de enorme complejidad y amplia plantilla. La última sinfonía completa que escribió Mahler. En el Palau de la Música se había interpretado en nueve ocasiones con anterioridad. La primera con la orquesta de València fue en 2006, bajo la dirección del entonces titular Miguel Ángel Gómez Martínez.
Era el último concierto de la temporada de abono y el Palau de la Música presentaba el aspecto de las grandes ocasiones. Lleno casi absoluto y una orquesta de 96 profesores en el escenario. Sesenta en la cuerda, con 16 violines primeros y ocho contrabajos. Maderas dobles, con contrafagot, corno inglés y flautín. En los metales, cuatro trompas, tres trompetas, otros tantos trombones y tuba. También dos arpas y una nutrida percusión, que incluía platillos, caja, bombo, triángulo, juego de campanas, triángulo y tam-tam.
Mahler escribió la obra entre 1908 y 1909. Fue la última sinfonía que completó, ya que de la número 10 solo acabó el primer movimiento. Forma parte de lo que el musicólogo Deryck Cooke denomina Trilogía de la despedida, que está integrada por La canción de la tierra, de 1907, la Novena y el Andante-adagio de la Décima. Está marcada por el sentimiento que le causó la muerte de su hija Maria Anna en junio de 1907 cuando tenía cuatro años y por la premonición de la propia muerte tras serle diagnosticada la endocarditis que acabaría con su vida el 18 de mayo de 1911. La Novena fue estrenada por la Filarmónica de Viena un año después, el 26 de junio de 1912, bajo la dirección de Bruno Walter.
El primer movimiento de la sinfonía, Andante comodo, se inicia, como dice José Luis Pérez de Arteaga, donde acaba La canción de la Tierra, ya que el motivo de cuatro notas que toca el arpa estaba en el oboe y la flauta que acompañan la palabra Ewig (eternamente) repetida por la contralto al final de esa obra. Es una marcha fúnebre, marcada por la profunda melancolía de Mahler ante el recuerdo de su hija. Liebreich dirigió con intensidad e intensa expresión a una orquesta con una cuerda de bello sonido, brillantes metales y destacadas intervenciones solistas.
El carácter de la sinfonía cambia en los dos movimientos centrales, más breves que el introductorio y el final. Después de la severidad del primer tiempo, el segundo introduce el carácter grotesco, tan habitual en Mahler para contrastar con el elemento trágico de su música. Liebreich dirigió con animación, aunque quizá faltó algo de gracia en la expresión. El Rondo-Burleske que viene a continuación fue intenso, contundente y por momentos algo estruendoso.
El carácter elegiaco reaparece en el Adagio final, verdadero corazón de la obra y uno de los más bellos movimientos de todo el ciclo sinfónico de Mahler. Desde el intervalo de octava seguido de un gruppetto en el primer compás de los violines, el ambiente bullicioso del Rondo se esfumó y la profunda melancolía invadió la escena musical. Este movimiento tiene marcados contrastes y momentos de casi imperceptible pianissimo en la cuerda, que Liebreich dirigió con extraordinaria delicadeza y sensibilidad. Brillaron especialmente las numerosas intervenciones solistas que contempla la partitura. Entre ellas María Rubio en la trompa, con un precioso sonido, Javier Eguillor en los timbales, Luisa Domingo en el arpa, Salvador Martínez Tos en la flauta, Teresa Barona en el flautín, Roberto Turlo en el oboe, Enrique Palomares en el violín, y otros profesores que contribuyeron a una lectura intensa, profunda y brillante. Con una cuerda que se movió entre la energía y lo etéreo con asombrosa versatilidad.
La obra acaba en un muy delicado pianissimo marcado pppp por Mahler en los violines y la anotación ersterbend (apagándose). Liebreich condujo con maestría la orquesta hacia esa extinción en el silencio. Lo indicó manteniendo la mano izquierda en alto quizás demasiado tiempo, pues el respetuoso silencio de la sala se vio ensombrecido por alguna tímida tos y finalmente un lejano teléfono móvil. Los aplausos fueron largos e intensos, con algunos bravos y el director hizo saludar a todos los solistas y a las secciones una por una.