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Amanda Mauri: “El nombre 'mujer' está preñado de violencia, es un bautizo y una sentencia de muerte”

La escritora e investigadora Amanda Mauri,  junto al Arco de Triunfo de Barcelona.

Sandra Vicente

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“El feminismo es una casa de muertas”. Así de contundente es una de las primeras frases que el lector -o, casi seguro, lectora- se encuentra en el libro 'El museo de las ausentes' (Paidós, 2024), de la investigadora Amanda Mauri (Barcelona, 1995). El manuscrito no es el enésimo texto sobre teoría feminista, no es una elegía por lo mal que estamos ni un ejercicio utópico por lo que podría ser. Es un ensayo sobre un tema difícil: el duelo y el uso político que se le da a las muertas. A nuestras muertas.

Mauri mezcla historias personales, relatos literarios y referencias culturales y artísticas para demostrar que las que ya no están sí que están, de alguna manera. Que debemos aprender a escucharlas y verlas. Una reivindicación del poder emancipador de la broma y del deseo para conseguir que las víctimas dejen de estar al servicio del patriarcado y se hermanen con las que todavía están vivas.

Tras leer su libro, hablé con amigas y nos dimos cuenta de que casi todas habíamos imaginado alguna vez nuestra muerte violenta. Pero no pensábamos tanto en lo que nos podía haber pasado, sino en cómo se nos recordaría. ¿Por qué nos preocupa tanto nuestro duelo?

¡Hala! Es curioso, pero indicativo de la herencia del miedo que tenemos las mujeres y personas queer y que determina nuestra identidad. Nuestro miedo a la vulnerabilidad, la violencia y la muerte no es el mismo miedo que tienen todo los cuerpos; no es el miedo a la finitud. El nuestro es político y se mezcla con la empatía, porque también nos preocupamos por cómo nuestra ausencia afectará a las que se quedan.

El miedo es un hilo que nos atraviesa y nos ata a otras mujeres. Ese pensamiento es crucial en el libro porque sabemos que la muerte de cualquier persona que tenga un rastro de feminidad no es casual. Eso nos lleva a proyectarnos a nosotras mismas en cada escena macabra y cada violación grupal.

En su libro afirma que “las mujeres somos en tanto que podemos dejar de ser”.

El nombre 'mujer' está preñado de violencia. Es un bautizo y una sentencia de muerte, pero no podemos deshacernos de él porque es el pasaporte social que nos permite existir y ser leídas como seres legítimos. Por eso, propongo que, en lugar de negar la pérdida y la doble condición de ser y no ser a la vez, debemos adentrarnos en ellas y crear un lenguaje propio que nos sea útil para la resistencia. 

Dice que a nosotras nos hablan las muertas, pero que la violencia habla a los hombres. ¿Qué mensaje les envía?

Tiene que ver con el poder, pero sobre todo con el miedo. Todos existimos aferrados a unas identidades, unos papeles que se nos han repartido y que se basan en unos ideales que no acabamos de alcanzar nunca. Si el género fuera una cosa tan natural, divina y biológica, no tendríamos tantas normas para regularlo. La incompletitud que sentimos a la hora de performar estas identidades se conjuga diferente para los mandatos femeninos que para los masculinos. 

Ellos toman el miedo y lo canalizan a través de la agresión al otro, que está representado en lo femenino. Cualquier identidad que cuestione lo masculino se recibe como un peligro y es respondido con violencia. En cambio, nuestro miedo teje alianzas. El terror de ir caminando sola por la calle no es comprendido por los hombres heteros, pero los maricas sí lo entienden.

Si el género fuera una cosa tan natural, divina y biológica, no tendríamos tantas normas para regularlo

En su libro afirma que las mujeres somos sujetos pasivos en este mensaje de violencia. ¿Pero no cree que tenemos un papel como víctimas, que es aprovechado para juzgar nuestra actitud?

No digo que las mujeres seamos víctimas pasivas, sino que se nos exige ser víctimas y ser pasivas. Esta idea la articula muy bien la escritora Rita Segato, que explica los feminicidios de Ciudad Juárez (México) diciendo que “los cuerpos de las mujeres se convierten en lienzos sobre los que el poder graba su marca”. Y luego, los agresores rematan con su firma.

Pero, ¿qué pasaría si cambiáramos la perspectiva? ¿Y si las muertas están hablando un lenguaje espectral, una herencia que las vivas, a través de esta herencia del miedo, podemos aprender a hablar? Esto lo estamos empezando a ver en la manera como se representa la violencia sexual en los juicios. Hace poco vi la obra 'Jauría' de Jordi Casanovas [cuyos diálogos son una transcripción del juicio de la Manada] y eché la vista atrás. Estamos en un momento muy distinto al de entonces. Ese cambio se ha visto en el juicio a Dani Alves, por ejemplo.

En los juicios se ve otra dualidad: mujer y víctima. Se esperan cosas diferentes de nosotras dependiendo de lo que seamos. Como mujeres debemos ser pasivas, pero si seguimos siéndolo cuando nos convertimos en víctima se nos presupone cierto grado de culpabilidad.

El lenguaje dominante y todos los significados y acepciones que se nos dan cambian constantemente, siempre para que no podamos ganar nunca.

Otra cosa que, según el patriarcado, tampoco hacemos bien es el duelo. En el libro toma el ejemplo de Freud, que decía que tras el duelo debíamos poder volver a vivir sin dolor. Pero usted se cuestiona qué pasa cuando nunca se ha vivido así. ¿Las mujeres podemos superar el duelo?

Freud distinguía entre duelo y melancolía para diferenciar entre patología y 'dolor normal'. El pensador Douglas Kirsner le puso un poco contra las cuerdas al hablar de la epidemia de SIDA en Estados Unidos en los 80 y de la represión que sufrieron los maricas, poniendo ejemplos de cómo el duelo normativo no aplica a las experiencias queer.

Necesitamos una ética del duelo feminista que nos ayude a resignificar malestares, dolores, vacíos, pérdidas y sensaciones inabordables. El duelo hace que el sujeto roto pueda volver a vivir; es restaurador y recrea un mundo que se había deshecho en pedazos. Por eso, no sé si es deseable que, desde el feminismo, pensemos en el duelo como algo a superar, sino como algo a explorar y descubrir.

Creo que preguntándole sobre la superación del duelo he comprado esa parte del discurso patriarcal que no quiere que las vivas prestemos atención a nuestras muertas. ¿Qué nos dicen y cómo deberíamos escucharlas?

Tienen un lenguaje muerto que debemos recomponer nosotras. Me recuerda a la obra de la artista Carry Mae Weems, que rescató un seguido de fotografías de finales del siglo XIX procedentes de un estudio eugenésico racista. Toma esos retratos de personas afroamericanas y les da otra vida, con dignidad y palabra para que dejen de ser víctimas y se transformen en fantasmas vengadores.

Pero se la criticó mucho; se dijo que estaba hurgando en la herida, como si estuviera escupiendo sobre la tumba de esos muertos. En realidad, la lectura de su obra es que las vivas no podemos ayudar a las muertas, sino que son ellas las que nos tienen que ayudar a nosotras. Pueden servirnos para recordar, construir comunidad y vivir vidas más dignas.

Muchas de las autoras que presenta en el libro han sido criticadas desde planteamientos morales conservadores. Usted afirma que necesitamos una ética del duelo feminista. ¿Cómo la definiría?

Tal como yo lo veo, está en oposición a la moral, en el sentido de que la moral es el asentamiento de ciertas normas sociales. Para mí la ética es el cuestionamiento de estas normas. Un proyecto ético reflexiona, no para resolver, sino para reconciliarse con lo que no entiende, lo que duele, lo que queda fuera de la lógica moral. La ética del duelo, pues, nos permite emanciparnos y, además, tiene un potencial estético que va más allá del discurso de la razón y apela a lo afectivo. Por eso en el libro recuerdo creaciones literarias y artísticas, así como ejemplos de protesta como forma de expresión.

Pero lo más importante de la ética del duelo es que, como con el feminismo, nadie puede imponer una definición. Con esto critico los supuestos feminismos que enarbolan la bandera de la transfobia. Su error, más allá de que compren el discurso de odio, es que entienden el feminismo como un club cerrado, cuando su poder es el de construir nuevas identidades alejadas de las normas que duelen y coartan.

Usted propone muchas referencias culturales con una nueva mirada hacia la violencia, pero la industria más mainstream tiene una visión morbosa y pornográfica del sufrimiento femenino, haciendo que escenas de violación sean casi bonitas. ¿Por qué?

Esto va al quid de la cuestión. Los mandatos entorno al mecanismo de la violencia no son racionales, sino que actúan de manera afectiva y psíquica. La violencia y el poder no solo buscan castigar o poner a alguien en su sitio, sino que persiguen la espectacularidad. Más que convencernos, la violencia nos seduce. Por eso, embellecerla crea un marco relacional en el que ellos agreden y ellas no tienen herramientas para hacer frente a la agresión.

La pensadora alemana Elisabeth Bronfen dice que “la cultura usa el arte para soñar la muerte de mujeres hermosas”. Representa el sufrimiento femenino como algo deseable, como una especie de redención de la mujer. Pienso en la pintura clásica y las escenas de rapto, el delirio del sufrimiento... Embellecer el dolor y la violencia sólo hace que el poder siga en las mismas manos.

Y consigue otra cosa, según usted: que las mujeres tengamos fantasías sexuales violentas. Pero en su libro no hay lugar para la culpa y establece la diferencia entre fantasear y querer. ¿Debemos buscar la manera de dejar de tener estas fantasías o debemos aprender a vivir con ellas?

Esta pregunta resume todo el libro. Pretender huir de la violencia es pretender huir de la vida misma. Pero sí podemos darle la vuelta. Bastante tenemos con saber que, muy probablemente, hemos sufrido o sufriremos violencia sexual como para preocuparnos por nuestros deseos cuando estamos a salvo. Que una mujer fantasee con una violación puede ser producto de un imaginario patriarcal, vale, pero saquémonos la culpa y veamos cómo transitarlo y compartirlo.

La escritora Mona Chollet dice que este tipo de fantasías pueden ser el antídoto sobre el cual descargamos la tensión de vivir violencia en todas sus formas. Llega un punto que necesitamos tanto liberarnos que nos vamos al otro extremo, uno en el que nosotras tengamos el control sobre esta violencia que, de todas formas, vamos a recibir. Ella dice: “Tal vez necesitamos ser cerditas bonitas que se revuelcan en el barro de la opresión masculina”.

Bastante tenemos con saber que, muy probablemente, hemos sufrido o sufriremos violencia sexual como para preocuparnos por nuestros deseos cuando estamos a salvo

Pero esa decisión no está exenta de juicios morales.

Por supuesto que no. En el fondo no hay una fórmula mágica para explicar de dónde vienen las fantasías ni qué debemos hacer con ellas. Yo propongo tomárnoslo más a la ligera. Es bonito ver la fantasía como un espacio de emancipación y, si aprendemos a fantasear sin coacciones, seremos más capaces de tener relaciones con otras personas. Y esto va para mujeres y para hombres. Sólo es posible tener una ética relacional cuando ambos respetan la frontera entre el yo y el otro. Y la fantasía puede ser muy útil para este trabajo de fronteras.

Partiendo de la base que los hombres también son víctimas del patriarcado, ¿es igual de lícito que ellos tengan fantasías en las que ejercen violencia contra las mujeres? ¿El camino para ellos es el mismo que propone para ellas?

Este el tema verdaderamente incómodo. Que las mujeres tengamos fantasías en las que somos la víctima no me lo parece tanto porque veo maneras de gestionarlo. Pero lo de los hombres es otra cosa. Creo que es importante quitarle hierro, decirles que no son monstruos. Vivimos en una sociedad que se ha encargado de que, desde que nacen, vayan tragando imágenes, mandatos y normas que no dan lugar a la vulnerabilidad ni al miedo.

Volvemos al principio: la herencia de las mujeres es el miedo a que nos maten y la de los hombres es el miedo a perder sus propias fronteras, su virilidad. Creo que deben aceptar su vulnerabilidad y reflexionar sobre cómo se les ha impulsado a gestionarla a través de la rabia y la agresión. También es importante entender la frontera entre realidad y ficción. Fantasear con hacerle daño a alguien no tiene nada que ver con querer dañar realmente. De hecho, muchas veces el deseo nace del tabú, así que si empezamos a compartirlo, la vergüenza, la culpa y la fantasía misma puede que desaparezcan.

La última pregunta que le quiero hacer es sobre una de las primeras frases del libro: “El feminismo es una casa de muertas”. Al principio me hizo pensar en una imagen dolorosa, en una casa llena de cadáveres. Pero al acabar, el término 'casa' cobró la acepción de 'hogar' para aquellas que ya no están. Tengo curiosidad: ¿Cómo pensó usted la frase?

Cómo la pensé... En el libro reflexiono sobre el concepto inglés de haunted, que es lo que hacen los fantasmas, rondar a la gente. También se aplica a recuerdos que te persiguen. Buscando la etimología llegué al francés antiguo y al anglosajón, con acepciones que hablan de casas habitadas o rondadas. Pero luego hay un verbo en alemán antiguo, haimatjanan, que significa “volver al hogar”.

El feminismo es una casa de muertas porque es un espacio construido sobre la pérdida compartida, en el cual reconocemos que las mujeres ya estamos, de alguna manera, muertas, que somos fantasmas. Pero fantasmas que hablan y crean un nuevo lenguaje que nos debe enseñar muchas cosas a las vivas. Me da esperanza imaginar esta casa como un espacio luminoso y no como una condena. 

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