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Las visiones postpop de Patricia Gadea

Diosas, esposas, rameras y esclavas (Patricia Gadea, 1993)

J.M. Costa

En la biografía sobre Patricia Gadea elaborada por Tania Pardo, se cuenta cómo en 1981 viajó a Londres y encontró el punk. En realidad, aunque en España seguía llamándose punk, en 1981 el punk estaba ya tan muerto como el pobre Sid Vicious. Lo que encontraron en Londres Patricia Gadea y Juan Ugalde era algo en realidad mucho más interesante llamado postpunk. Si el punk fue un grito y una postura, el postpunk comenzó a pensar, a elaborar, a reevaluar lo que tenía de interesante el pasado. Empezó a introducir la política más explícitamente, a usar la apropiación y a la ironía –a veces muy amarga–, a practicar cada vez más la independencia o el DIY, ese Háztelo Tú Mismo que en realidad el punk apenas utilizó.

Traducido a lienzos, eso es exactamente lo que hacía Patricia Gadea (Madrid, 1980-Palencia, 2006). En la exposición del Reina Sofía, su retrospectiva póstuma, se ven esos churretones de pintura tan recurrentes en la Nueva Figuración de los 70, el collage, la apropiación de lo popular en cómics o publicidad, pero también una pulsión hacia organizar sus propias historias, a reflexionar en claves políticas y sociales.

Gadea y Ugalde se trasladaron a Nueva York a mediados de esos 80 para luego regresar a Madrid, donde formaron junto al poeta Dionisio Cañas (a quien conocieron en EEUU) el Estrujenbank, un colectivo de activismo artístico, disuelto una década más tarde.

En aquel entonces, los 80, no existía la dominación absoluta de ningún ismo o movimiento. Sobrevivían los grandes clásicos del grupo El Paso y algo de la alternativa Pop. La Nueva Figuración estaba ya asentada pero lejos de dominar nada y menos aún el Conceptual. Estaban surgiendo artistas que venían del dibujo, como Ceesepe, Javier de Juan o El Hortelano que, con cierta lógica, procuraban ir separándose del cómic. Y había otra aún más joven, como los emergentes Cesar Fernandez-Arias, José Maldonado o Manuel Dimas con los que Gadea y Ugalde se lanzaron a la calle para grafitear la ciudad o para hacer un enloquecido viaje de presentación europea. Sí, también se dejaba caer por el Rock-Ola.

Tijeras en los ojos

Este era el contexto y en él, Patricia Gadea se movió desde el principio como una fuerza de la naturaleza. Sus primeros cuadros ya podrían llamarse pop, pero un pop muy alejado del pop limpio y canónico de Warhol o Lichtenstein. En esos cuadros de 1985 aparece, si no una voluntad absolutamente expresionista, tampoco el deseo de una “línea clara” en pintura. En estos comienzos de su carrera, Francisco Calvo-Serraller escribía: “La artista hace collages incluso cuando no utiliza literalmente el procedimiento. Porque donde en realidad lleva las tijeras es en los ojos”. Tenía razón, sin duda, y prácticamente toda la obra posterior de Gadea es la confirmación.

Son cuadros agitados, visionarios y de colores estallantes. Años después, en 1993, Patricia Gadea escribía a su amigo de siempre Santos Montes “me sigue interesando mucho la psicodelia”. Una psicodelia entendida menos como alucinación de los sentidos que como una ruptura de lo exclusivamente racional, también en el arte. Ese ir y venir entre lo exterior, masivo y popular y las propias pulsiones y visiones creaban desde el principio una tensión rara. Rara porque, en general, la gente se decanta. Hay que decir que su novio, marido y luego amigo Juan Ugalde recorrería una senda similar, aunque más y más basada en fotografías.

Sólo hay un momento que esta tensión parece ceder. Durante su viaje a NY descubrieron al dibujante de la primera mitad de siglo XX Rube Goldberg, conocido por sus animaciones y por los imposibles y absurdos inventos del Professor Lucifer Gorgonzola Butts, que luego servirían de inspiración a Los grandes inventos del TBO español. Esos cuadros, mucho más simples y esquemáticos, fueron mostrados en Madrid en 1988 y su precio de venta oscilaba entre las 140.000 y las 420.000 pesetas. Que no estaba nada mal para la época y su aún corta trayectoria.

Su trabajo, tras la disolución de Estrujenbank, siguió esos derroteros híperdinámicos hasta el final, con excepción de sus últimos papeles palentinos, mucho más económicos en motivos, más controlados en la mano. A Palencia había acudido para desintoxicarse de la heroína y allí se quedó, al final en una situación económica complicada. Pero no había dejado de exponer, sobre todo en Masha Prieto que la siguió apoyando hasta el final. Su última exposición individual fue en 2004.

Ni maldita ni pobrecita

Se ha escrito y dicho que con esta exposición se le hace justicia, se reconoce a una artista maldita. El caso es que Patricia Gadea ni fue una artista maldita ni necesita que se la haga justicia. Era y es más que recordada, más que respetada, más que valorada. La circunstancia de que el Reina Sofía le dedique una exposición monográfica ahora, en vez de antes o después es circunstancial, lo importante es que haga bien. Todo esto lo sabe muy bien la comisaria Virginia Torrente y puede decirse que, como tal exposición, su mayor valor es una excelente selección de obras, además de un buen catálogo. El montaje, sin embargo, es casi clásico, todo muy enrasado y regular. Ese tratamiento casi clínico no acaba de encajar bien con la efervescencia de la obra.

Pero acabemos en subida. La serie Circo, de principios de los 90 y que origina el título de esta exposición Atomic Circus, surgió de un viaje a San Sebastián donde Gadea tuvo la idea de arrancar de las tapias posters de circo. Este material sirvió después como fondo a veces, otras como motivo. Y es una serie fantástica en la que se concentran casi todos los temas que Gadea había tratado antes o trataría después. Sobre todo, hay que decirlo, la política a nivel local y mundial, de forma muy irónica y poco panfletaria. Además, son sus obras más complejas en lo formal y de tal potencia que motivos como el del Payaso la acompañarían ya toda su vida. La vida de una mujer-fuerza que al final sucumbió a sus propios fantasmas pero habiendo dejado mucho detrás. Esta exposición, por ejemplo.

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