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Alain Resnais se divierte por última vez

Caroline Sihol y Michel Vuillermoz en mitad de la función

Pedro Moral Martín

“Hacer películas está bien, pero ver películas es mucho mejor”, lo dijo Alain Resnais que nunca fue un crítico frustrado sino todo lo contrario, un director que amaba teorizar y jugar con el lenguaje cinematográfico. Quizá el director más intrépido de la Nouvelle Vague revolucionó el montaje con Noche y Niebla -ese documental que todavía hoy sigue siendo el mejor hecho sobre el holocausto- porque sencillamente hacer películas de la manera convencional le aburría. Este francés de Bretaña, de familia acomodada y de donde le vienen todas las preocupaciones de clase que estampa en sus películas, nunca dejó de experimentar con el séptimo arte, sobre todo desde los ochenta, cuando encontró por fin en la colisión del cine y el teatro su máxima motivación.

Igual que en la nouvelle cuisine el chef mezcla sabores contradictorios en una irritante forma de arte que solo en el paladar se desvela como un prodigio, Alain Resnais hizo lo propio con las imágenes en movimiento. Se divertía como un científico molecular convirtiendo cosas en otras cosas que parecen cosas distintas. Su estilo es definitorio aunque siempre está en constante cambio. Comenzó con montajes radicales (casi impertinentes para los puristas) en algunas de sus películas más aplaudidas como Hiroshima, mon amour o El año pasado en Marienbad pero sus peculiaridades estilísticas se fueron transformando hasta llegar a una provocación explícita en la que se servía del lenguaje teatral para llamar la atención de la audiencia.

El amor ha muerto, Melo o la maravillosa y rara comedia de 293 minutos titulada Smoking/No Smoking siguen las pautas de sus últimas obsesiones, las que le acompañaron hasta su muerte, poco después de ganar el Premio FIPRESCI en el Festival de Berlín por su último filme: Amar, beber y cantar. Con esta comedia negra, terriblemente nostálgica y previsiblemente ligera el director adapta de nuevo una obra del autor británico Alan Ayckbourn, Life of Riley. Sin embargo, en honor a un vals de Johann Strauss que se escucha durante la película y a la versión vocal de Lucien Boyer pasó a titularse -nada que ver con la cinta de Ang Lee- Amar, beber y cantar.

Escenarios falsos para comportamientos equivocados

Los personajes de esta obra de cámara de Resnais son seis, tres parejas cuyas existencias (matrimoniales) sufren un giro terrible y muy brusco cuando se enteran de que a un amigo común llamado George le quedan apenas unos meses de vida. La película está llena de incoherencias argumentales, viven en la campiña norte de Inglaterra, hablan en francés y sin embargo todo lo externo como los periódicos que leen, las costumbres a las que se agarran o las bebidas que se beben pertenecen a la vida en Gran Bretaña. Los escenarios están formados de piezas de tela que ofrecen una mínima idea de las puertas por las que salen o entran los personajes. Los demás accesorios diseñados por Jacques Saulnier están en la misma línea, simples adornos de cartón para representar jardines, árboles o fachadas. Cuando el escenario cambia de una casa a otra el metraje se ve cortado por imágenes reales de carreteras inglesas que conducen hasta los bocetos del artista gráfico Blutch.

La estética está llena de discordancias y le da un tono maquiavélico a la historia de estos seis amigos que viven en una obra de teatro en la que a su vez están ensayando para una obra de teatro. En este caso la metaficción que siempre ha sido muy del gusto de Resnais, que la utilizaba como otra dimensión artística para jugar con la ficción, le sirve a los personajes de Caroline Sihol y Michel Vuillermoz para hablar en serio de lo que de verdad sienten en una gloriosa escena donde el diálogo supuestamente ficticio se estira hasta arañar la realidad que empieza a destruir un matrimonio.

Lo verdaderamente complicado de la película del francés es interpretar el sentido argumental de cada retorcido giro estético. La historia de Ayckbourn habla de personas que se equivocan cuando creen que saben lo que motiva a sus parejas o los porqués de sus comportamientos a veces irracionales y a veces premeditadamente erróneos. La motivación de Resnais con todos esos elementos estéticos y desconcertantes puede ser subrayar las exageradas dudas existenciales, la nostalgia por la que caminan estos adultos o la negación de los mismos a vivir el crepúsculo de sus historias de amor que ya no gozan de tanta pasión.

El francés también utiliza magistrales tiros de cámara, una iluminación llena de contrastes (como los pensamientos de sus personajes) y primeros planos muy íntimos encuadrados en una pantalla blanca surcada por líneas negras en los que los amigos de George se desahogan, se mienten o se desquitan. El autor firma en cada excentricidad su pasión por la música, el teatro o los colores vivos de los tebeos de Marvel a los que era muy aficionado. ¿Tiene el espectador el deber de averiguar porqué Amar, beber y cantar está rodada de esta forma? ¿Tiene algo que ver la forma con el fondo en este caso?

En películas modernas similares en su arrogante motivación de querer fusionar el cine y el teatro, como Birdman o Anna Karenina, hay un sentido dramático. En Birdman alabar la inmediatez del teatro y transmitir al espectador el vértigo que produce el escenario, en la adaptación de Tostói llevada a cabo por Joe Wright potenciar el espectáculo de lo kitsch para modernizar la obra clásica desde su propio lenguaje. Que consigan o no su objetivo es lo de menos.

La pregunta es si Resnais, que siempre se ha adelantado a todo, que siempre ha sido vanguardia, quería proponernos algo o simplemente estaba jugueteando con el poder de la estética en una comedia ligera de enredos amorosos. Si es lo primero la película ha resultado fallida, pero si es lo segundo podemos considerar a Amar, beber y cantar como una digna despedida del más irracional de los miembros de la nouvelle vague.

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