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'Las crónicas de Odio': los años 90 contados desde los años 90

Viñeta de "Las crónicas de Odio"

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El pasado es siempre una rémora, así que después de la nostalgia de los 80 ahora les toca a los 90, que fueron unos años tirando a patéticos, de guerras e intervenciones, apogeo moralista, Reagan entregándole la cucharilla al pequeño de los Bush (en España fue la década Aznar), la MTV gobernando como hoy Netflix y las marcas de ropa vendiendo pantalones rotos, prendas que veían incrementado su valor al traer indicios de alguna vivencia ajena. Tal era el nivel de alienación.

“Nada está bien pero todo está mal”, cantaba Siniestro Total poco antes. Pero también hubo cosas buenas. Los Simpson, por ejemplo. O la fiebre de los fanzines. Y que había tiendas de discos y el alba de un Internet todavía lejos de morir en las redes sociales. Como fuera, la única opción sensata para quienes en los 90 eran jóvenes y se querían dignos fue la misma que para cualquier otra generación anterior o por venir: abrazar el odio.

Smells Like Teen Spirit

Seattle, la cuna del grunge, año 1990. Buddy Bradley es un misántropo de 23 años incapaz de conectar con su generación, a la que algún lumbrera ha decidido llamar “equis”. Empleado en una librería de segunda mano y sin más aspiraciones vitales que unas cervezas, unos discos y unos tebeos, comparte apartamento con Leonard “Apestoso” Brown, un politoxicómano desquiciado, y con un negro asocial dado a la paranoia y la reclusión llamado George Hamilton III. Luego está Valerie, su interés romántico y cultureta de casa bien y su compañera de piso, la neurótica y depresiva Lisa, con la que Buddy ha tenido un rollo previo. Y una novia no se sabe, pero una ex es para siempre. Así empieza Odio.

Odio, que en su día leímos en las páginas de El Víbora, es sátira, novela de costumbres y, en cierto modo, un bildungsroman revenido y tardo. Una historia de crecimiento que tuvo su germen diez años antes en las páginas de la revista Neat Stuff (recopilada recientemente en tres volúmenes como Mundo idiota) donde Peter Bagge había creado una familia disfuncional de apellido Bradley, cuyo primogénito, nuestro Buddy, se emanciparía para atravesar la década de los 90 en el formato humilde y peleón del tebeo de dos grapas.

Con un estilo de dibujo elástico y siempre presto a encresparse de cólera, Peter Bagge se delataba en aquellas páginas embebido de colegas veteranos como Jim Woodring, Basil Wolverton, Bill Griffith, Kim Deitch, Tex Avery, Gilbert Shelton o los Peanuts de Schulz. De entre sus coetáneos espigaba la honestidad brutal y la política de auto indulgencia cero de Chester Brown o Julie Doucet y de los hermanos Jaime y Beto Hernandez, dos genios del culebrón, tomaba buena nota para las psicologías y las relaciones humanas. 

De fondo, el latido satírico que en los años 60 había alentado las páginas de MAD, revista que Buddy Bradley ojea en una página de Odio mientras se refiere a su creador, el dibujante Harvey Kurtzman: “Adoro ese sentido del humor tan irreverente que tenía. Podía ver a través de la mierda cotidiana que la mayoría de gente aceptaba y le daba la vuelta…”.

Odio es amor

El secreto de Odio es que todos los personajes se definen en su amargura y su frustración. Aquí todo el mundo discute con todo el mundo. La premisa es el conflicto perpetuo, la insatisfacción y el ataque. Sin embargo, pese al nihilismo fin de siècle que impregna la serie, nunca unas criaturas de ficción evolucionaron tanto, aunque su único rumbo posible fuera la tragedia de la normalidad.

Peter Bagge, nacido en el 57, siempre sostuvo que Odio no era autobiográfico, pero que Buddy podía considerarse una versión más joven de él mismo. A toro pasado, se descubriría profundamente afectado por la serie de televisión de los años 70 Todo en familia, una comedia de situación con un protagonista gruñón e intolerante, un ex combatiente cenizo como Buddy Bradley que a sus veintitantos entiende que ha sido engañado y se ve dominado por la ira de la impotencia. Imposible imaginar cualidades más humanas.

Bagge, que se reconoce uno de esos dibujantes que odia dibujar, había empezado en el negocio como colaborador de John Holmstrom, el fundador de la mítica revista Punk, luego lo fue de Robert Crumb y pronto se demostró un narrador excelente destinado a reinar en una escena alternativa que, en algún momento, tal era el entusiasmo, los aficionados al cómic tuvieron la tentación de llamar “nuevo underground”, un lugar franco y a salvo de la farsa de la cultura mainstream. Sus últimos trabajos son hagiografías impecables pero un tanto matraca de pioneras feministas como Margaret Sanger (La mujer rebelde), Zora Neale Hurston (Fire!!!) o Wilder Lane (Credo).

Treinta años después, Odio vuelve a las librerías en una edición de cinco volúmenes cargados de material satélite entre el que se cuentan las cubiertas originales, fotografías, ilustraciones, artículos contextualizando el fenómeno e incluso alguna historieta inédita dibujada para la ocasión. ¿Qué fue de Buddy Bradley? Probablemente lo mismo que de todos nosotros: nada. Solo esto.

En cualquier caso, quien no los vivió tiene ahora la oportunidad de saborear con precisión lo que fue ser joven en aquellos años 90 escurridizos, de luz fatigada y a punto de la lacra buenista. Una década de muchachos hipersensibles que se miraban los pies y se sostenían de los puños de sus sudaderas para evitar precipitarse al abismo solipsista. Odio, el bálsamo más eficaz para aquella época insulsa, pero todavía guitarrera, en la que fuimos tan dichosos, es hoy un pedazo de tiempo encapsulado y uno de los tebeos más divertidos que se han dibujado nunca.

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