Anaïs Nin se abre al mundo

Elena Cabrera

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La obra de la escritora Anaïs Nin parece inagotable. De las profundidades de los centenares de cajas de su archivo, custodiado en la Universidad de California, brotan libros epistolares, diferentes ediciones de los diarios o literatura inédita, al menos en castellano. Es el caso de La intemporalidad perdida y otros relatos (Lumen), 16 narraciones breves que la autora escribió entre 1929 y 1930, es decir, cuando tenía entre 27 y 28 años, y que solo aceptó publicar ya al final de su vida.

Ninguno de estos relatos vio la luz en aquel entonces y fueron rechazados unánimemente por diferentes agentes literarios, revistas y editoriales, incluida la librería e imprenta Shakespeare and Company. “Quizá las rechazaran porque formalmente eran poco convencionales y casi carentes de trama, y por la falta de detalles sociológicos y materiales”, escribe en el prólogo Allison Pease, autora de estudios de género y Modernismo, o quizá porque tenía “muy pocos contactos literarios”, sugiere. Son obras de juventud en la que ya se proyecta la Anaïs Nin que está por venir, por lo que leerlos a esta luz, desde la perspectiva de hoy, es apasionante. Nin no tendría algo de éxito hasta que, quince años después, publicó otra recopilación de historias, En una campana de cristal.

Aparece ya en esta nueva publicación el uso de los símbolos y la recurrencia a lo onírico, precursores del pensamiento simbólico de la narrativa posterior de la autora y que tan importante sería a partir del momento en el que entra en contacto con el psicoanálisis. Encontramos su necesidad de escapar —“quiero encontrar un mundo que concuerde conmigo”, escribe— y de buscarse a sí misma. De reconciliar dos partes de su propio ser que, como dos extrañas, la hacen estar dividida, perdida: el yo público y el yo privado. En algunos relatos, la tensión sexual no resuelta es el motor de las narraciones que empuja a los personajes para que revelen qué son o cómo piensan en su interior.

Este estado transicional, donde la trama sitúa a las protagonistas, es en muchas ocasiones el momento de la iniciación a la vida adulta. Y, a menudo, la literatura sirve como puerta de entrada al mundo, tal y como a Nin le ocurrió en esos años con la lectura profunda de D. H. Lawrence, el autor de El amante de Lady Chatterley, a quien dedicó su primer libro: D. H. Lawrence: An Unprofessional Study (1932). Literariamente en ese momento se siente influida por Marcel Proust, André Gide, los diarios de Katherine Mansfield y el surrealismo que se desarrolla contemporáneamente.

En aquellos años de traspaso de década, Anaïs llevaba ya siete casada con un banquero (y posteriormente cineasta experimental bajo el nombre de Ian Hugo), Hugh Guiler, y se habían asentado en París desde hacía tres años, por exigencias del trabajo de él. A partir de ese momento, la autora se concentra en la escritura y en vivir apasionadamente la bohemia de la ciudad, haciendo amigos y amantes. Ocultos, enmarañados en las narraciones, se esconden episodios de la infancia de la autora y también referencias a personas que estaba conociendo por aquellos años: artistas o personajes con los que coincidía en fiestas y locales nocturnos, generalmente mujeres que, como ella, deseaban una vida que no tenían.

La vivencia dionisíaca de aquellos años la completaba Nin con las clases de flamenco que tomó del bailarín y coreógrafo Francisco Miralles Arnau. Según cuenta Noël Riley Fitch en su discutida biografía The erotic life of Anaïs Nin, Paco Miralles fue más que un profesor para ella y el momento en el que él se coló en el vestuario para besarle “el apretado montículo bajo sus bragas” en octubre de 1927, supuso el instante en el que se desataron las inhibiciones que había retenido hasta ese momento en su vida parisina, fruto de su educación católica. Mientras Hugo trabaja todo el día en el National City Bank, Anaïs disfruta de una ociosa vida burguesa —al menos hasta el crash de la Bolsa de 1929—, con criada, peluquera, costurera y sombrerera a su servicio, un automóvil Citroën negro con los asientos de cuero rojo, un abrigo de piel de 720 dólares y una imperdonable siesta diaria que ella considera imprescindible para su salud. Hasta el día en el que Miralles la sigue tras la clase de danza, todos los esfuerzos de Anaïs se habían dirigido a cultivar y asegurar la felicidad de su matrimonio. “¿Qué sería de mí sin Hugo?”, escribe en su diario. Pero tras aquel episodio, un día de diciembre del mismo año, bajando el bulevar de Montparnasse, ya cerca de su casa, se pregunta qué pasaría si de repente dijera e hiciera exactamente lo que quería decir y hacer.

Poco después conoce al compositor Gustavo Morales, cubano como su madre y por el que se siente atraída. Confiesa a su diario su excitación y a partir de ahí se inicia el poliamor en Anaïs Nin y su búsqueda inagotable de placer. Sus siguientes obsesiones amorosas serán el escritor John Erskine, amigo cercano del matrimonio, y su primo cubano, Eduardo Sánchez. Los relatos están escritos en la etapa inmediatamente anterior a conocer a Henry Miller y que además es previa a la edición que se hizo en los años 70 y 80 en España de sus diarios expurgados, cuyo primer tomo (Diario I) abarca del año 1931 al 34. La correspondencia del momento en el que escribe estos relatos con su gran obra memorialista, la que le ha dado su gran fama, se sitúa en el tomo cuarto de los Early Diary of Anaïs Nin, que fue publicado por primera vez en inglés en 1985, ocho años después de su muerte.

Si 1929 es su año de ruptura y liberación, una nueva vida comienza para ella en 1930, cuando la seguridad económica no es tan abundante y, además, percibe que su marido carece de aspiraciones artísticas. Anaïs posa para diferentes artistas, incluida su amiga la pintora princesa Natasha Troubetskoi, de la aristocracia rusa, realiza espectáculos de baile y se alimenta a costa de cafés y sedantes. La muerte de D. H. Lawrence, en marzo de ese año, supone un duro golpe para ella; lamenta que ya nunca conocerá a alguien a quien sentía tan cerca.

Las primeras narraciones cortas que forman La intemporalidad perdida y otros relatos beben también de ese gran código fuente que son sus fértiles y exuberantes cuadernos confesionales. Disfruta escribiendo literatura pero admite que odia reescribir y editar. Escribe rápidamente, en inglés, después de haberlo hecho durante años en francés, pero se le cuelan las expresiones en español y alguna palabra francesa.

El matrimonio se muda a una casa a las afueras de París, en Louveciennes, y allí Anaïs intenta recrear un hogar literario y exótico, decorado con reminiscencias marroquíes y españolas, donde invitar a sus amistades. Se reserva una habitación propia para escribir y en ella cuelga retratos de D. H. Lawrence, de su padre Joaquín Nin, de su marido Hugo y de sus amantes Eduardo y John, un escenario para su vida que, tal y como ella quiso, se filtró por las rendijas de su obra.