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La escritora rusa de ciencia ficción Anna Starobinets: “En 10 años he perdido un embarazo, un marido y un país. Claro que soy otra”

La escritora rusa Anna Starobinets

Isabel Navarro

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Anna Starobinets no es rara, tampoco extravagante. Es su mundo, es decir, el nuestro, lo realmente extraño. Nació hace 45 años en Moscú, pero esa no es la edad que representa. Parece más joven, parece cansada, parece triste, pero tampoco demasiado. Es periodista, guionista de cine, escritora de ciencia ficción y de literatura infantil, madre de dos hijos, viuda, exiliada. Viste con una sudadera de cremallera con capucha debajo de una chaqueta vaquera, como una estudiante universitaria de principios de los 2000. Sonríe con levedad, más con los ojos que con los labios. Nada en ella se expresa de forma amenazante, histriónica o trágica y, sin embargo, es una maestra de la literatura de lo siniestro y en el último lustro la Historia y la vida (esa enredadera) han pasado por encima de su aparente fragilidad como un tanque.

La glándula de Ícaro, la colección de cuentos publicada recientemente por Impedimenta con traducción de Fernando Otero Macías, de la que ha venido a hablarnos fue escrita hace 10 años, un tiempo que no la ha dejado indemne: “¿Que si he cambiado desde entonces? Ya lo creo. Sobre todo porque mi vida lo ha hecho dramáticamente. [Silencio. Titubeo]. En estos años perdí mi embarazo [la historia que cuenta en su libro autobiográfico Tienes que mirar], luego tuve una hija, luego perdí a mi marido por cáncer y luego perdí un país. Así que es muy probable que hoy sea otra persona”.

Al comenzar la guerra con Ucrania decidió marcharse de Rusia sine die y hoy vive en Georgia, un país de cuatro millones de habitantes adonde han huido de los reclutamientos forzosos más de 20.000 hombres rusos: “Podría haber elegido quedarme en Moscú, siempre y cuando me mantuviese callada, pero moralmente sentí que no tenía opción porque prefería ser una exiliada a sentirme cobarde”. Allí se han quedado sus padres, sus amigos, sus lectores. “Les echo mucho de menos, pero también lugares como la Biblioteca Turgenev de Moscú, que es como mi segunda casa. Todos los eventos más importantes de mis libros han sucedido en el café de esa biblioteca. Allí hay un sótano de origen medieval y hace tiempo decidieron decorarlo como si fuese el bar para animales que aparece en mis novelas infantiles, con cada uno de sus detalles. Así que los niños lo adoran y siempre está lleno de fans de mis historias de detectives. Ojalá algún día pueda volver”.

En la novela que está escribiendo estos días uno de los personajes es un adolescente gay, una decisión que convierte el texto en impublicable en la Rusia hoy, donde sus libros son auténticos superventas. “El libro no va sobre homosexualidad –aclara Starobinets– es una historia de fantasía sobre cambiadores de cuerpo, pero hay un personaje gay y en estos momentos tenemos una ley contra la propaganda homosexual que dice que cualquier mención a una 'relación antinatural' es un acto criminal”. La autora considera que el clima de persecución y lgtbifobia que se vive actualmente en el país de Putin tiene que ver con que “todo ha llegado a ser tan blanco o negro que gran parte de la sociedad rusa se identifica con los valores tradicionales de la Iglesia Ortodoxa. Y para ellos la homosexualidad es antinatural, es pecado y una loca influencia Occidental. Creen que son los propios Estados Unidos los que quieren convencer a los rusos de que se hagan homosexuales para destruir la identidad nacional. Para ellos, la homosexualidad es equivalente al satanismo”. 

Los relatos de Starobinets nos presentan versiones del mundo que habitamos sutilmente transformadas en algo distinto, que estremece. Sus personajes se nos parecen, pero no somos nosotros, o lo seríamos o lo seremos cuando la ciencia y la tecnología despojadas de toda ética lleguen un poco más lejos y un poco más adentro de nuestras colmenas. En Spoki, todos los niños están conectados a una especie de consola que ejerce de cuidadora. En Delicados pastos, los protagonistas habitan un mundo en el que la longevidad de un individuo viene determinada por el tamaño de su cuenta corriente y la inmortalidad se alcanza transfiriéndose al interior de un cuerpo más joven, así que los ricos pueden vivir indefinidamente, mientras que a los pobres solo les queda, si acaso, un último traslado al cuerpo de un pájaro con tan poco pedigrí como una paloma urbana. En El parásito se especula con la posibilidad de que la raza humana no sea más que el estado larvario de una entidad... superior. Mientras que en La glándula de Ícaro, el relato que le da nombre a la colección, los varones tienen la posibilidad de deshacerse de un órgano ficticio que “se sitúa en la región del plexo solar y constituye un órgano atávico”. La glándula puede ser extirpada al nacer, en la adolescencia o en la edad adulta. Y sin ese pedazo del cuerpo, la vida les resulta más simple y menos convulsa a los hombres y quienes les rodean, pues se evitan la propensión al riesgo y la vida errante, los trastornos afectivos, la inconstancia, la afición a las armas, la dependencia de los narcóticos, la infidelidad matrimonial, la crisis de la madurez… ¿Es decir el alma? ¿Sus ambivalencias? ¿El error?

Podría haber elegido quedarme en Moscú, siempre y cuando me mantuviese callada, pero moralmente sentí que no tenía opción porque prefería ser una exiliada a sentirme cobarde

Anna Starobinets Escritora

Starobinets reconoce que la idea original de La glándula de Ícaro le surgió a raíz de un problema con su gato. “Tenía cinco años, por lo que ya no era un cachorro, pero de repente mi hija desarrolló una alergia y el veterinario nos recomendó que lo castrásemos. Le hicimos caso, pero entonces su carácter cambió drásticamente y durante un tiempo no parecía estar realmente vivo; era como una especie de gato zombie y me dio por pensar qué pasaría si esa extirpación fuese algo que le hiciésemos a los seres humanos. Porque, de hecho, es algo que, consciente o inconscientemente a veces le hacemos a la gente a la que más amamos, a nuestras parejas, a nuestros padres o a nuestros hijos. No físicamente, claro, pero al impedirle a alguien hacer lo que quiere, que es un modo de castración, nunca puedes estar segura de hasta qué punto estás cruzando una línea roja en la que actúas por el bien del otro o por tu propia comodidad”.

La escritora rusa no se hace, ni nos hace, preguntas fáciles. La línea de puntos que transforma lo que ve en lo que imagina y lo que imagina en lo que escribe es más analítica y supralógica que de pura fantasía. Ella se pregunta el porqué y el cómo de lo que salta a la vista hasta destilar una extrañeza viscosa y realista. “Cuando era niña un cuento que marcó mi forma de ver el mundo era Kolobok, un mito eslavo muy parecido al del hombrecillo de jengibre de la tradición inglesa, que me aterrorizaba pese a ser muy naif. Kolobok es una especie de pastel redondo que cobra vida y se escapa de la casa de su 'babusia' [su abuela]. En su huida va teniendo encuentros con distintos animales hasta que encuentra un zorro y se lo come. Pero la razón que tanto me inquietaba no era su destino final sino su fisiología, porque trataba de averiguar qué le pasaba a sus órganos dentro de ese cuerpo de pan. Porque si Kolobok era un ser vivo, aunque fuera un panecillo sin brazos ni piernas, ¿dónde estaban entonces su estómago, sus pulmones y su culo? ¿Cómo funcionaban sus orificios? Me inquietaba especialmente su boca, porque sabía que boca tenía, ya que le cantaba a los animales para distraerles; pero, pensaba, ”si rodaba probablemente estaría tocando la tierra constantemente con su boca“ y nada se decía en el cuento acerca de si le entraba tierra al desplazarse. Y en esa inquietud radica exactamente el origen de mi literatura porque cuando crecí no dejé de hacerme las mismas preguntas”.

Después de castrar a mi gato y que se convirtiera en gato zombie me dio por pensar qué pasaría si esa extirpación se la hiciésemos a los seres humanos. Es algo que, consciente o inconscientemente a veces le hacemos a la gente a la que más amamos

Anna Starobinets Escritora

Los monstruos de Anna Starobinets se nos parecen fisiológica o psicológicamente. También sus ciudades. En Siti, otro de los cuentos de la colección publicada por Impedimenta, una pareja ha logrado –gracias a una beca para escritores– el soñado viaje a la ciudad más icónica del planeta: Siti, esa de la que todos hablan y fetichizan, pero que pocos conocen. Una especie de “irás y no volverás” de los cuentos de hadas. “La Gran Ciudad: tolerante con tus dioses, exigente con tu calzado”. “Para este relato la inspiración fue mi primer viaje a Nueva York –reconoce la escritora–, que fue una completa decepción. Estaba segura de que me iba a enamorar de la ciudad. ¿Cómo no me iba a gustar Nueva York si es el centro del mundo? Me planteé incluso que podría ser un lugar al que irme a vivir, pero cuando finalmente estuve allí me sentí como si estuviese fallando en todas las pruebas. He estudiado inglés desde que era una niña y cuando llegué a la ciudad pensaba que como conocía la lengua no tendría problemas de comunicación, pero lo cierto es que tuve más problemas de comunicación que en ningún otro lugar del mundo”. ¿Recuerda algún ejemplo? “Tengo montones, pero probablemente el que recuerdo más vivamente sea un evento que se había programado en una biblioteca con un auditorio para 200 personas. Lo que sucedió fue la peor pesadilla de un autor: no vino nadie. Bueno, solo había un hombre totalmente ido, pero era la típica persona demente de Nueva York que trataba de demostrar que él era el verdadero escritor y no yo. Así que me dio por pensar: y qué pasa si tiene razón como en esas películas en las que un periodista se infiltra en un psiquiátrico y finalmente acaba siendo un paciente más con el delirio de ser un periodista. ¿Qué pasa si el autor es él y no yo?”.

A Starobinets no le falta asertividad ni osadía, y sin embargo cuando fue galardonada con el European Utopial Award, unos premios conocidos en el entorno de la literatura fantástica como los Utopiales, se encontró con el ninguneo e, incluso, el insulto de algunos colegas de profesión de su país que se negaban a reconocerla como una de los suyos. “En Rusia hay una comunidad muy especial de autores de ciencia ficción. Todos son amigos entre ellos, todos son hombres mayores, tal vez haya alguna mujer, pero solo para hacerles compañía y todos empezaron a ser publicados en tiempos soviéticos y están convencidos de que han seguido el camino adecuado para convertirse en escritores de ciencia ficción. Cuando publiqué mi primer libro tenía 24 años y di un montón de entrevistas, así que me convertí en famosa de la noche a la mañana y ellos no lo entendieron. Mejor dicho, lo odiaron. Cada vez que daban una entrevista les preguntaban: '¿Qué piensa sobre la nueva estrella de la ciencia ficción en Rusia, Anna Starobinets?' Y ellos solían decir: '¿Quién? No es nadie'”.

¿Y cuál habría sido el camino adecuado para Anna según aquellos “maestros”? “Lo primero que tendría que haber hecho es escribir un relato de ciencia ficción y tratar de publicarlo en una revista especializada. En la tradición literaria soviética era inconcebible que sacaras directamente un libro sin publicar antes que un cuento en una de estas revistas. Porque lo fundamental es que en los inicios sufrieras y presentaras tu historia con mucha humildad al comité editorial. Y, por supuesto, de entrada no te lo publicarían porque el editor diría, '¿pero quién te crees que eres, chica?' . Y te pediría que le llevases un té a su mesa. Así que irías arrastrándote de revista gorda en revista gorda hasta que unos años después, tal vez, con suerte, y si ya fueses lo suficientemente mayor, aceptasen tu relato. Después de haber publicado este relato, tal vez, pero solo tal vez, estos señores dueños de la ciencia ficción en Rusia podrían bendecirte, especialmente si eres guapa. Y solo entonces podrías plantearte publicar un libro o, más bien, otro relato y entonces el libro. Así que es un camino de unos 10 años, de mucho esfuerzo en ser amiga y beber vodka con estos tipos. Y lo que me pasó a mí, y lo que les dejó más perplejos, es que yo ni siquiera sabía que existían. Había leído a autores fundamentales de la ciencia ficción de la Unión Soviética como los hermanos Strugatski, pero estos autores están en un lugar secundario de la tradición y en realidad no son tan buenos como creen. En mi opinión, claro, porque hay gente que los adora. Así que con 24 años fui insultada y no me dieron su bendición. Pero entonces me dieron el premio a Mejor Autor de la Sociedad Europea de Ciencia Ficción (ESFS), y a partir de ese momento se pusieron tan agresivos en las redes que se convirtieron en haters activos y tuve que bloquearles. Decían que había pagado por el premio, que es algo absurdo. Pero lo cierto es ninguno de estos autores ha sido nunca traducido, por lo que viven en una burbuja soviética bebiendo vodka, soñando con viajar al extranjero en una alfombra mágica y diciendo: 'Ella no es nadie'”.

Después de publicar un relato en una revista, los dueños de la ciencia ficción podrían bendecirte, especialmente si eres guapa. Esforzándote en ser su amiga y beber vodka con ellos. Lo que me pasó y les dejó perplejos es que ni siquiera sabía que existían

Anna Starobinets Escritora

Pero Starobinets sí es “alguien”. Vivió su infancia en los últimos años de la Unión Soviética y aún recuerda con viveza su intenso deseo de ser una comunista ejemplar: “Fui extremadamente feliz al conseguir mi estrella roja y convertirme en octobrista [la organización del Partido para niños entre siete y nueve años]. Pero entonces un día mi padre me explicó que ellos realmente no amaban al Partido y que no les gustaba aquella estrella. 'No se lo digas a nadie', añadió. Y guardé silencio, pero perdí la fe y llegué a pionera con muchas dudas. Era muy joven cuando comprendí que el mundo es un lugar muy complicado y lleno de simulacros. Después, cuando en los 90 cayó el régimen me quedé con la sensación de que recordar mi infancia soviética era como viajar a otro mundo; pero creo que esa niñez me dio mucho y fue una suerte haberla tenido”.

El ideal socialista ya era una utopía en sí mismo. “Pero acabó en distopía”, contesta la autora a ese planteamiento. “Y esa es una de las cuestiones más interesantes de las distopías, que la forma no se corresponde con el fondo. Las distopías son metafóricamente realistas porque siempre tratan acerca de amenazas reales”.

La conversación continúa hablando de lo que da miedo, de los cuentos que le leyeron de niña y de su mito favorito, la vieja bruja Baba Yaga. Es una profunda conocedora del folclore eslavo y antes de la despedida, a la pregunta de quién cree que sería Putin si fuese uno de esos personajes míticos, responde: “Sin duda, Koshei el Inmortal, que es una criatura muy violenta con una apariencia esquelética. Koshei es inmortal porque según la tradición su alma está separada de su cuerpo y se encuentra escondida en una aguja, la cual está dentro de un huevo en el interior de un pato que a su vez se halla dentro de una liebre resguardada dentro de un arcón de hierro enterrado debajo de un roble, que está en una isla. Así que su alma es imposible de alcanzar y no lo puedes matar aunque en realidad ya está muerto o medio muerto, que es lo que todo el mundo cree que pasa con Putin. En Rusia corren muchísimas historias acerca de que Putin murió hace años y fue reemplazado por un doble al que ha reemplazado otro doble… porque si te fijas se ha hecho muchas cosas en la cara y parece distinto en cada una de sus apariciones. Así que Putin es Koshei el Inmortal…”. 

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