Peter Bagge y Margaret Sanger: Dios los cría

Peter Bagge, norteamericano del 57, no leería un periódico como éste ni en broma porque él es lo que se llama un libertario, que es una opción que no tiene nada que ver con la del liberal pero tampoco con la del progresista y es en cambio el trágico destino de quien antes ha sido tal vez un idealista de izquierdas (puede incluso que un humanista o un anarquista) y de pronto ha vislumbrado la verdadera condición del hombre. El libertario, con la dignidad como emblema, apela a la responsabilidad y promueve prerrogativas para el individuo, rechaza paternalismos de Estado y suele defender derechos civiles como el de poseer armas por si acaso un día el ciudadano se ve en la necesidad de defenderse de su propio gobierno.

A diferencia de la mayoría de dibujantes satíricos, que sufren la polarización creciente de la prensa y se ven condenados a dirigirse a conversos, Bagge se ve amparado en la inmunidad de los tebeos, que al ser un medio ninguneado tiene la enorme fortuna de ser ajeno a todo servilismo económico, y desde allí no duda en disparar su vitriolo contra republicanos y demócratas, contra progres y reaccionarios y contra hombres y mujeres por igual porque ellas también tienen derecho.

Su material más político, como los reportajes en viñetas que dibujó para la revista Reason (recopilados bajo el imbatible título Todo el mundo es imbécil menos yo) acusaban, en sus observaciones acerca de la guerra de Irak, las drogas, el sexo, el feminismo o la religión, la voz de un narrador estupefacto y colérico con tendencia a avergonzarse de su pertenencia a la especie. En aquellas páginas, mientras se reía de sí mismo y de sus contradicciones, retrataba un sistema político basado en elegir bando, que “obliga a la gente a dejar su cerebro a la entrada una vez ingresa en uno u otro partido”, y determinaba que desoír la retórica de ambos lados parecía “la postura política más inteligente de todas”.

Fogueado en el legendario Punk Magazine de John Holmstrom, Bagge empezó a despuntar como historietista cuando a principios de los 80 entró a colaborar en Weirdo, publicación decana del underground de la que llegaría a ser editor encomendado por Robert Crumb. Entre 1985 y 1989 desarrollaría su propia publicación de sastre, Neat Stuff (aquí Mundo idiota), en cuyas páginas dio a luz a la tribu de los Bradley, una desquiciada familia de clase media -inspirada en la suya propia- cuyo hijo Buddy pasaría a protagonizar su obra maestra: Odio (1990-1998), el mejor testimonio que existe (en cualquier medio) de lo que fue ser joven en los años 90. Escrita con maestría y propietaria de un dibujo histérico, la serie era un plantel de personajes neuróticos entre los que destacaban los femeninos, que en sus padeceres y en sus arrebatos daban fe de un conocimiento y una empatía para con el sexo opuesto muy infrecuente en autores de cómic.

Higiene Femenina

Estos días se publica en nuestro país el más reciente trabajo de Bagge, La mujer rebelde (Ediciones La Cúpula), una glosa biográfica de Margaret Sanger (1879-1966), quien dedicó su vida a salvar a las mujeres de su tiranía biológica primero distribuyendo panfletos clandestinos con indicaciones para evitar embarazos no deseados, luego promoviendo los primeros congresos mundiales sobre superpoblación y más tarde, mientras la izquierda le reprochaba su abandono de la causa socialista para centrarse en cuestiones “médicas”, colaborando en el desarrollo de la píldora anticonceptiva que haría irrupción con la década de los 60.

En 1916, Margaret Sanger regentaba y gestionaba en Brooklyn, mano a mano con su hermana enfermera Ethel Byrne, la primera clínica de control de natalidad, donde se atendía a madres de familia que, casi siempre a espaldas de sus maridos, acudían en busca de métodos para prevenir camadas numerosas tan útiles para el Estado, que con ellas abastecían ejército y fábricas. Margaret, que en gran medida se dedicó a hacer la trampa hecha la ley, recomendaba a sus pacientes que para adquirir un pesario en una farmacia debían aducir un prolapso uterino, y ahí caemos en la cuenta de que La mujer rebelde no deja de ser (ya desde su cubierta) un cómic sobre la palabra.

Sanger se relacionó sentimental o al menos sexualmente con hombres como H. G. Wells o el sexólogo Havelock Ellis, quien en una escena de La mujer rebelde expresa su desprecio por el término “homosexual” (opta por el más preciso “invertido”) considerándolo un híbrido estúpido entre griego y latín. En otro momento del tebeo, Sanger transige pero no puede evitar una mueca de asco cuando la Liga Estadounidense para el Control de Natalidad que ella misma había organizado propone cambiar el nombre de “Proyecto Negro” con que ella trabajaba en los guetos por el eufemismo “Planificación Familiar”.

Las cosas por su nombre

La mujer rebelde, que funciona como un hilado de anécdotas destinadas a componer el retrato áspero y acelerado de una mujer que cambió el curso de la civilización, se cierra con un epílogo en el que Bagge recuerda que Margaret Sander todavía es difamada hoy en día con acusaciones de genocida, racista e incluso “inventora del aborto” pese a que fue toda su vida contraria a la práctica (técnicamente legal en EE.UU. hasta finales del s. XIX), todo ello manejando datos falsos o descontextualizados y reduciendo su discurso a los estándares frugales de internet y al triunfo del pensamiento único, la más tóxica pandemia de nuestra era.

Bagge, especialista en llamar al pan pan y al vino vino, se certifica en esta obra como el hombre más indicado para abordar la figura de una mujer con la que, sin dejar de admirar sus ideales, confiesa discrepar en algunos puntos. Su postura garantiza el equilibrio de un cómic airado pero sin ditirambos, libre de sermones y salpicado de apuntes indicativos del egocentrismo y la vanidad del personaje, rasgos que no hacen más que humanizar la enorme empresa de quien sostuvo que en un sistema represor la única manera de cambiar una ley es violándola.

Sanger, de ascendencia irlandesa, vivió en un tiempo en que un ciudadano podía ser detenido por lenguaje indecente. Hoy, revisando sus logros, cabe imaginarla abochornada ante el feminismo apócrifo y el buenismo pueril que promueven comisarios de la lengua de todo signo, izquierdas progresistas, derechas conservadoras e incluso inopes centrocampistas que se sirven del eufemismo como arma primera de represión y puritanismo ideológico, en un penoso nivelado dialéctico que ya se veía venir a finales de los años cincuenta, cuando a punto de conceder la que sería su última entrevista en televisión, era advertida por su hijo: “Cuida tu terminología, mamá, la gente ya no usa términos como tarados o imbéciles...”