El grupo Mudhoney no vende camisetas en los conciertos si tiene que compartir beneficios con la sala

Nando Cruz

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La gira de Mudhoney ha cruzado España como un huracán de alaridos y distorsión. Quienes asistieran a sus pases en Barcelona, Murcia, Sevilla y Madrid difícilmente olvidarán tamañas descargas de punk espeso y preñado de psicodelia. A más de uno aún le pitarán los tímpanos, como si el grupo no hubiese bajado del escenario. Pero además de ese zumbido infinito, el cuarteto de Seattle ha dejado otro recuerdo tras su paso por la península: el comunicado que publicaron en su cuenta de Facebook horas antes de su primer concierto y en el que anunciaban que no venderían camisetas ni discos en Barcelona porque se negaban a pagar un 20% porcentaje de sus ingresos a la sala Razzmatazz.

“Nos dieron esta información cuando cerramos el concierto. Y debo decir que no es la única sala con la que nos hemos encontrado en esta gira que funciona así. En Inglaterra ya nos vimos en la misma situación”, explicaba el bajista del grupo, Guy Maddison, vía telefónica. Tanto en Bristol como en Barcelona, su respuesta fue la misma: “El merchandising nos pertenece a nosotros. Para ser viable económicamente, un grupo necesita vender camisetas porque con lo que se gana por tocar no hay suficiente. Tal vez para Mudhoney no sea un tema grave, pero para bandas más pequeñas sí lo es. Vender veinte camisetas significa que tienes para pagar la gasolina que te llevará hasta la siguiente ciudad y no es justo que la sala quiera parte de ese dinero. No es que nos pase muy a menudo, pero en Estados Unidos cada vez más bandas se niegan a aceptar esta cláusula que imponen las salas. Nosotros decidimos no vender nada solo para dejar clara nuestra postura”.

Riesgo de inspección

Razzmatazz cobra un porcentaje por venta de merchandising desde hace más de dos décadas, cuando aún se llamaba Zeleste. De hecho, empezó a aplicar esta cláusula a finales de los 90 tras comprobar que esa práctica ya se estilaba en las grandes salas y pabellones de Europa. “La venta de camisetas es una actividad económica que se realiza dentro de nuestra casa. Y si la hace otra empresa, en caso de que tengamos una inspección, debo demostrar que su personal está dado de alta de la Seguridad Social y que ese dinero se declara a Hacienda”, explica Lluís Torrents, director de la sala. “Es inviable que un señor que viene de Alemania o Estados Unidos [quiera vender camisetas en la sala] sin presentar ninguna documentación demostrando que su empresa está dada de alta, que él también lo está, que tiene un seguro de responsabilidad civil…”.

“Buscamos funcionar de la forma más limpia fiscal y laboralmente para no recibir una inspección un día y tener que comernos un marrón que no es nuestro”, insiste Torrents. Y pone un ejemplo hipotético: “Imagina que una persona del puesto de merchandising ha tenido una mala tarde y acaba tirando algo a la cabeza a un cliente. Quien luego tiene el problema es la sala”. Para evitar cualquier tipo de problema en este aspecto, Razzmatazz decidió asumir ese trabajo y, obviamente, cobrar por ello. Se quedarían un 20% de la facturación del merchandising. Esta política se aplica a los artistas que actúan en las salas 1 y 2, con aforo para 2.500 y mil personas. “En la sala 3 no cobramos nada y dejamos al grupo vender su merchandising porque ahí solo hay que poner una mesa y se venden tres camisetas. Pero hay que tener en cuenta que en la sala grande hay empresas que facturan 6.000 euros de merchandising en una noche”, calcula.

Tras más de dos décadas pulsando el bajo en Mudhoney, Maddison asume como normal que las salas cobren algo a los grupos por vender su material. “A veces es una cifra fija de unos 70 dólares a cambio de la cual te proporcionan un lugar bien iluminado y adecuado para colgar las camisetas y una buena conexión wifi porque ahora mucha gente ya no paga en efectivo y si no tienes una buena conexión no puedes hacer transacciones con tarjeta. Ese es un trato razonable”, opina. “Pero si tras un concierto en una sala grande de una ciudad como Londres o Nueva York vendemos cinco mil dólares en merchandising, no es justo tener que entregar mil euros a la sala”, zanja. Aunque cada ciudad es distinta y es complicado calcular cuánto va a vender un grupo tras cada concierto, para Maddison “no sería descabellado pensar que en Barcelona”, donde actuaron ante 400 espectadores, “podríamos haber vendido dos mil euros en camisetas y discos. En vez de eso, preferimos dejar claro que Mudhoney no apoya este tipo de prácticas empresariales. Y, sí, posiblemente perdimos dos mil euros”.

Las cuentas de cada cual

“Nuestro negocio es vender entradas y copas. Esto del merchandising es una gestión más que nos da mucho trabajo y que, al final de año, nos da un balance positivo, aunque algunas noches perdamos dinero”, reconoce Torrents. “Nosotros mandamos un contrato al grupo a través del promotor del concierto con el que nos hacemos cargo de toda la venta. Las personas encargadas de vender el material entran a trabajar tres horas antes del concierto y cuando acaba se quedan dos horas más. A veces nos llega el material por mensajería dos días antes y luego hay que enviárselo de vuelta. Solo nosotros tratamos con el público, solo nosotros cobramos el dinero. Al final de la sesión hacemos el recuento del material y, al día siguiente, mandamos una transferencia por el 80% de la recaudación”, resume Torrents para aclarar que la sala cobra ese 20% en base a un trabajo realizado. “Y si hay un problema de descuadre de dinero, porque faltan cien euros, lo asumimos íntegramente nosotros como responsables de la venta”.

Las cuentas de Mudhoney son bien distintas. “Si vendemos una camiseta a 20 euros, diez son ya gastos de fabricación. Y todos los gastos añadidos que hay que añadir antes de venderla (el porcentaje que cobra el vendedor, la gasolina que implica transportarlas, los impuestos de aduanas) se aplican a partir de esos diez euros de coste inicial”, explica Maddison. Pero si aun hay que restar el 20% de porcentaje que se lleva la sala, los beneficios para la banda aún se reducen más. La opción más habitual es subir el precio de la camiseta y que el público sufrague ese 20% que la sala cobraría al grupo. Eso sucede también en grandes recintos donde la venta del merchandising está subcontratada a empresas que disparan el precio de las camisetas hasta cifras obscenas. Entre renunciar a parte de sus beneficios o saquear a sus fans, el cuarteto de Seattle optó por ser fiel a sus orígenes punk y no vender nada en Razzmatazz.

En opinión del grupo, una empresa que no participa en ningún momento de los gastos que supone producir y distribuir un objeto, no debe exigir beneficios de su venta. “Es difícil calcular cuanto dinero cuesta mover el merchandising con nosotros. Hay un equipo de nuestro sello, Sub-Pop, que se encarga de ello, otras personas que hacen de enlace en Europa y un tour manager que lo centraliza todo. Hay que enviar el material desde Estados Unidos a distintos lugares porque ahora, con el Brexit, tenemos que pagar distintos impuestos”, aclara el bajista. “Muchas personas están involucradas en ese proceso y todas tienen que cobrar por su trabajo; tanto la gente de nuestro equipo de gira como la que nos ayuda desde otras áreas del negocio. Y para pagarles, tenemos que obtener ese dinero. La persona que vende las camisetas cobra un porcentaje de todo lo que vende a lo largo de la gira. Su único trabajo en la gira es vender camisetas y discos, hacer cuentas, recalcular impuestos, enviar material a otro país si es necesario, reponerlo día tras día, asegurarse de que no se queda sin… Es un trabajo a jornada completa. Y si una noche no puede vender, él es el más afectado”.

El director de Razzmatazz estima que apenas un 1% de las bandas que actúan cada año en la sala barcelonesa se niega a aceptar sus condiciones. Mudhoney ha sido una esas bandas, una de las que cuestiona una práctica ampliamente extendida en el circuito de salas de tamaño medio y grande desde hace décadas, pero de la que el público apenas es consciente. Ni siquiera cuando paga una camiseta a 30 euros o un cedé a un precio inexplicablemente caro. Una de las grandes paradojas del negocio de los conciertos es que cuanto más grande es el recinto, más cara es la entrada, más caros son los gastos de gestión, más cara es la cerveza y más cara es la camiseta. Y eso, a pesar de que una sala más grande está capacitada para vender más entradas, más cervezas y más camisetas.

Dos mundos en colisión

En cierto modo, lo que ocurrió el otro día entre Mudhoney y Razzmatazz fue una extraña colisión entre dos modelos que todavía coexisten en el negocio de la música en vivo: el de las viejas bandas de la escena alternativa de finales del siglo XX y el de la lógica empresarial de las grandes empresas del siglo XXI. Extraña porque son mundos cada vez más distantes. Y extraña también porque, en caso de colisionar, suelen hacerlo hacen discretamente para que la sangre no llegue al río. Mudhoney actuaron ante 400 personas, pero lo hicieron en una sala para mil. Y ante lo que el grupo consideraba un abuso de poder, decidió exponer la situación a sus fans. Torrents considera “muy comprensible” la actitud de bandas pequeñas que no quieren aceptar la política empresarial de las grandes salas, pero advierte que “es lo habitual en salas para más de 500 personas”.

A finales de los años 90, cuando Zeleste empezó a imponer esta práctica, las bandas de hardcore californiano que llenaban la sala grande y se negaban a pasar por el aro encontraban una alternativa punk: aparcar la furgoneta delante de la sala, abrir las puertas traseras y al terminar el concierto venderlas en la calle. Más recientemente, algunas bandas que actuaban en Razzmatazz se instalaban en bares cercanos como Rocksound y montaban allí su parada de discos y camisetas. El equipo de Torrents era consciente de ello, pero hacía la vista gorda. Mudhoney no se planteó montar parada en la calle, pero, explica Torrents, solicitó una rebaja en el porcentaje. “Cada año pasan por la sala unas 300 bandas y, en principio, no hacemos excepciones. Igual podríamos acordar alguna rebaja, pero lo que no podemos dejar es que ellos vendan el material”, insiste.

Hermanos y coetáneos de Nirvana en los inicios del grunge estadounidense, Mudhoney acaban de iniciar una gira europea de 28 fechas. Por ahora solo se han encontrado con esta situación en dos salas. Pero cuando Maddison pregunta a su tour manager si habrá más casos, este responde: “Por ahora, no”. Y es que a veces el impuesto del merchandising aparece por sorpresa cuando el grupo llega a la sala, lo cual es aún peor que saberlo por adelantado. Sobre todo, para el vendedor de camisetas, que ese día no generará ni un euro de sueldo. La conclusión de Mudhoney es tan cruda y aplastante como su propia música: “La sala no nos da un porcentaje de la cerveza que vende durante nuestro concierto. Estaríamos muy contentos de recibir el 20% de la facturación de la barra”, bromea el bajista, “pero no creo que ninguna sala esté dispuesta a ello”.