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Iconoclasia

Marcos García

Subestimamos el poder que tienen los símbolos. Los nombres, las banderas, incluso las instituciones condicionan nuestra vida de una manera inconsciente por el mero hecho de estar ahí desde mucho tiempo atrás. Como signos inalterables de una historia que nos determina. Aunque no debiera hacerlo.

Por eso creo que la imputación de la infanta Cristina es un hecho muy relevante, precisamente, por su implicación simbólica.

Por sorprendente que parezca en el siglo XXI, la persona del Rey es inviolable. Lo dice la Constitución en el artículo 56.3. El 63 también dice que carece de responsabilidad. Todos sus actos deben ir refrendados por el Presidente del Gobierno, el de las Cortes o un Ministro. Y, como si hubiese un pacto tácito al respecto, en ocasiones da la impresión que esta inviolabilidad se hace extensiva a todas las personas y asuntos que tengan vinculación con la Corona.

No voy a entrar a valorar qué sentido pueda tener hoy en día todo el Título II de nuestra Carta Magna porque eso sería como entrar a valorar el propio documento. Y, por extensión, la propia Transición que lo alumbró. Pero ese no es el tema de este artículo. El tema de este artículo es la iconoclasia.

Me explico: el diccionario de la Real Academia Española define Iconoclasia como “doctrina de los iconoclastas”, es decir, de aquellos que se dedican a la destrucción de imágenes y símbolos. A menudo se nos habla del valor que tiene la monarquía en cuanto símbolo, sin embargo ese simbolismo no deja de ser el vestigio de una era mítica en la que el líder debía buscar el argumento de lo sagrado para sostener su autoridad. Rey por la Gracia de Dios es un lema que hace apenas un siglo podía leerse en las antiguas pesetas.

La inviolabilidad del monarca que recoge nuestra constitución, y no es la única que lo hace, es un resto de esta era pretérita. Y a menudo parece como si todavía perviviese cierta adoración supersticiosa alrededor de las monarquías. Que se arme tanto revuelo porque alguien vinculado a la Casa Real se vea sometido a un proceso judicial es un ejemplo de ello.

Sin embargo hace ya unos cuantos siglos que la historia ha demostrado que los reyes son humanos. Demasiado humanos. Desde que Cromwell logró que se decapitase a Carlos I de Inglaterra al grito de no hay hombre sobre la ley, por Europa han rodado las cabezas de unos cuantos monarcas y de sus familiares demostrando que, ciertamente, la inviolabilidad de las casas reales depende únicamente de los pueblos que las sostienen.

Los franceses fueron un paso más allá en este iconoclasta empeño cuando instauraron la decapitación para todas las clases sociales, igualando de este modo a nobles y plebeyos en el cadalso (antes de eso a los nobles se les decapitaba y a los pobres se les ahorcaba). La Revolución Francesa tuvo una tremenda fuerza simbólica porque implantó en el imaginario colectivo que los reyes no estaban por encima de las leyes humanas. Se podían juzgar. Se podían condenar. Y, llegado el caso, se podían ejecutar.

No voy a negar que a los franceses del XVIII se les fue la mano con la guillotina. Pero su nihilismo ha legado una lección a la humanidad: nadie es invulnerable en virtud de un poder sagrado. Los símbolos sólo son intocables porque la historia y la tradición, las personas en definitiva, los han hecho así.

En ese sentido yo aplaudo la iconoclasia del auto de imputación del juez Castro. En un país en el que todavía se secuestran publicaciones por hacer según que bromas con un miembro de la familia real, es todo un atrevimiento imputar a otro. Un atrevimiento que, sin embargo, muestra cómo todavía es posible redimir esta democracia. Tan sólo hace falta que quien esté en disposición de hacerlo se atreva a dar el primer paso.

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