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El campo de refugiados de Calais, Francia: estado de excepción constante

Refugiados en Calais frente a la policía / Eduardo Granados

Eduardo Granados

Calais, Francia —

Era medianoche y la policía francesa intervenía en la sala Bataclan cuando las miradas se dirigieron a Calais: un incendio se había desatado en el campo de refugiados. Las llamas comenzaron por el derrame de una vela y se extendieron a lo largo del sector sudanés dejando arrasadas cerca de 60 tiendas. Lo que en un principio parecía una reacción a los atentados que unas horas antes incendiaron París se quedó en un susto, apenas unos heridos leves y ninguna víctima que sumar a la fatídica noche francesa.

Unos días después, mientras en el resto de ciudades francesas continúan en estado de alerta, la vida en el campo de refugiados de Calais, conocido vulgarmente como La Jungla, no ha cambiado. La lluvia y el fuerte viento no impiden un ritmo frenético de jóvenes procedentes de diferentes lugares del mundo, restos de conflictos ignorados por la comunidad internacional, signifique lo que signifique eso.

Muchos esperan su oportunidad para llegar a Reino Unido a través del Eurotúnel, escondidos en camiones o trenes. Mientras tanto sobreviven en un limbo legal y político del que ni Francia ni Inglaterra quieren responsabilizarse. Calais es otra cosa.

“Tratados como animales”

“Lo llamamos La Jungla porque las personas que llegan aquí son tratadas como animales”, explica Tom mientras señala con el dedo los 20 kilómetros de doble valla metálica con concertina que rodea parte del puerto y el campo de refugiados. “Ahora habrá cerca de 5.000 personas”, calcula.

“Después de este verano, con la llegada masiva de personas procedentes de la ruta de los Balcanes, nos hemos visto desbordados. Las zonas de aseo y atención médica escasean, mientras que la basura se acumula. Lo único que no falta es comida”.

Este voluntario, nacido en Calais, tiene miedo de que, a raíz de los atentados de París, la vida en el campo empeore aún más.

“El incendio del viernes podría haber pasado la semana pasada, o hace un mes. Las condiciones de vida en las que vivimos no son normales y así es muy probable que pasen estas cosas. No sería la primera vez”, dice indignado Fabrice, un joven sudanés que vive en el campo desde primavera y a quien afectó el fuego.

Su historia es el perfil de la mayoría de los refugiados que sobreviven en este poblado: huir del terror. Fabrice abandonó Sudán del Sur junto a su hermano en 2013, coincidiendo con el inicio de la guerra civil. Ambos intentaron cruzar el mar Mediterráneo, pero solo Fabrice llegó a Lampedusa, donde permaneció unos meses antes de llegar aquí.

Mohammad comparte una historia similar: sirio de 30 años, tuvo que dejar atrás su ciudad natal, Deir ez Zor, al este del país, cuando las tropas del Daesh conquistaron el territorio. Después de atravesar Turquía, cruzó el Mediterráneo con 50 sirios en una barca de plástico con capacidad para 20 personas hasta llegar a Grecia, y más tarde Macedonia, Serbia, Hungría, Austria, Italia y Calais, donde, asegura, ha visto las peores condiciones de vida.

La ciudad de Calais

A unos tres kilómetros del poblado de chabolas, se encuentra la ciudad portuaria de Calais. Allí el ritmo es otro. Muchos establecimientos aún se encuentran cerrados, apenas hay personas en la calle y se ven más coches de policía que habitualmente. No se encuentran banderas palestinas ni somalíes, sino francesas y, hoy, a media asta.

La presencia de refugiados es inexistente, pero el tema de conversación en tiendas y bares gira en torno a ellos, más aún después de los atentados. “No es un tema tabú”, asegura un vecino. “Aquí cada uno tenemos nuestra opinión; y las hay muy radicales”. ¿La suya? “Me dan igual”.

Según Pierre, profesor de español en un instituto de las afueras, el rechazo a los inmigrantes en la ciudad de Calais se debe a la escasa cultura migratoria en comparación con otras zonas de Francia. Eso, junto a los altos índices de desempleo con motivo de la desindustrialización de la zona, ha generado un caldo de cultivo que lleva el nombre de Marine Le Pen, principal candidata a ganar las elecciones de diciembre en esta región, Nord-Pas de Calais, feudo del Frente Nacional.

“Aunque la gran mayoría de los habitantes de Calais no son racistas, sí existen movimientos xenófobos contrarios a la acogida de refugiados”, aclara Pierre, destacando la manifestación convocada por el movimiento Sauvons Calais (Salvemos Calais) y Pegida la semana pasada.

Reacciones a los atentados de París

A pesar de estos actos racistas, la reacción de los refugiados a los atentados de París ha sido inmediata. El sábado y el domingo se realizaron vigilias y se guardaron minutos de silencio entre los refugiados en solidaridad con los 130 muertos en la capital francesa.

Y esta semana, un grupo de familias del Kurdistán iraquí, presentes en el campo desde septiembre, intentaron realizar una manifestación en la ciudad apoyando a los familiares de las víctimas de París y pidiendo una mejora de las condiciones de vida en el campamento.

Sin embargo, una veintena de furgones y un fuerte cordón policial se lo impidieron. “Queremos ir a la ciudad para que la gente conozca nuestras condiciones de vida, pero también para que sepan que lo que ocurrió el viernes pasado es exactamente lo mismo que me ha traído aquí con mi mujer y mis hijos”, aclaraba entre gritos Ahmed, de 40 años.

Después de unos minutos de protesta pacífica, la gendarmería francesa obligó a retroceder a las familias hasta que un grupo de jóvenes tiraron piedras. La policía intervino con empujones y gases lacrimógenos que llegaron a los ojos de mujeres y niños allí presentes. Un incidente más para comprobar que Calais vive en un estado de excepción constante.

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