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Ya no vale dividir a los trabajadores en “cuello blanco” o “azul”: la transición verde y digital exige nuevas habilidades

Imagen de archivo de una gigafactoría de baterías para vehículos eléctricos.

Laura Olías

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Durante muchos años, se ha utilizado una clasificación en el ámbito laboral –sobre todo en países de habla inglesa– para agrupar a los trabajadores: aquellos de “cuello blanco”, en referencia a las camisas de directivos y profesionales cualificados, y los de cuello “azul”, por los habituales monos de trabajo en las fábricas. Es una de las tradiciones que la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) pide romper para enfrentar la necesaria transformación de la formación y cualificación de las personas ante dos procesos clave, el cambio climático y la digitalización, y sus efectos en el trabajo.

La tradicional división ha quedado obsoleta para un mundo en continua y rápida transformación, considera la organización internacional de países “ricos” en su informe, Perspectivas de la OCDE sobre competencias 2023 (PDF), publicado esta semana. Por lo general, a los trabajadores de cuello azul se les ha considerado “no cualificados” o “poco cualificados” y a los directivos y profesionales, “muy cualificados”, contempla el estudio, algo que está ligado al nivel de estudios –generalmente reglados– y no al “tipo de competencias que poseen los individuos”.

Por ejemplo, apunta la OCDE, un obrero puede tener un alto nivel de habilidades motoras finas y de resolución de problemas y un bajo nivel de competencias en programación, y un profesional al revés. Según el contexto, serán necesarias unas competencias u otras.

Además, la clasificación tradicional de “cuello blanco” y “cuello azul” supone un obstáculo para un cambio de chip cada vez más reclamado: que la formación no termine en la educación reglada. Estas categorías “reducen los incentivos” para invertir en el aprendizaje permanente, considera el organismo internacional, ya que los trabajadores manuales pueden creer que adquirir competencias en un abanico más amplio “está fuera de su alcance” y los profesionales, “que no necesitan invertir más en el desarrollo de sus capacidades”. Ambas premisas, equivocadas.

Porque, si hasta la fecha lo más habitual ha sido realizar unos estudios (básicos, formación profesional, universitarios o de posgrado) y dejar la formación atrás al iniciar la etapa laboral, ahora se reclama que esta acompañe a los trabajadores durante toda su vida profesional. Que el aprendizaje, la recualificación y la adquisición de competencias sean una constante para poder adaptarse a los retos que planteará –y ya está planteando– la transición a una sociedad y una economía más verdes y digitalizadas.

Fomentar y valorar otras competencias

Al igual que otras instituciones como la Comisión Europea, que ha designado este 2023 como el año de las competencias, la OCDE pone el acento en la necesidad de impulsar la formación en habilidades que ayuden a los trabajadores a hacer frente a estos cambios que se prevé que creen nuevos puestos de trabajo, modifiquen algunos y destruyan otros tal y como existen en la actualidad.

Este verano, la OIT estimó que la inteligencia artificial creará muchos más empleos de los que destruiría: 427 millones en el mundo frente a 75 millones de puestos automatizados, con una mayor afectación de las mujeres entre estos últimos. Estas transiciones plantean varios frentes: por un lado, la necesidad de formar a las personas para los nuevos puestos que surjan y, por otro, recualificar y reubicar a los trabajadores afectados por cierres o cambios para contaminar menos y ser más eficientes energéticamente o debido a la modernización de procesos a cuenta de la tecnología.

La OCDE destaca la necesidad de fomentar las competencias en áreas directamente conectadas con estas transiciones, como el conocimiento científico especializado en la sostenibilidad, así como la informática, el análisis y tratamiento de datos, las matemáticas y otras ciencias. Pero también otras habilidades humanas (y por tanto difícilmente sustituibles por los algoritmos y otras tecnologías), como el pensamiento crítico y creativo, la comunicación, la capacidad de negociación, la inteligencia emocional, la resolución de problemas, la gestión de equipos, etc.

El organismo sitúa también los idiomas, y en especial el inglés, como una de las competencias prioritarias para muchos puestos en un mundo cada vez más globalizado. En especial, en sectores tecnológicos y de alta cualificación.

Centrar esfuerzos en los más vulnerables

El informe señala dos colectivos que los gobiernos deben atender de manera especial para poder avanzar con éxito en estas dos transiciones. Por un lado, los jóvenes y las personas de entornos socioeconómicos desfavorecidos, que “tienen menos probabilidades de adquirir competencias”, sobre todo fuera de la educación reglada.

Ayuda en Acción, ONG especializada durante años en la infancia y que desde la pandemia se ha redirigido también a la juventud más vulnerable, considera clave reforzar el apoyo a los sectores menos favorecidos. “No es un café para todos, ni fortalecer a todos los mismo. Hay que entender la diversidad de la juventud y lo que necesitan en cada caso”, afirma Matías Figueroa, director de programas en Europa de Ayuda en Acción. La ONG ha creado un índice para medir las desventajas que afrontan los jóvenes en momentos clave de transición a la vida adulta, en el que cifran en “un 40% de las personas de 15 a 29 años” que sufre desventajas que le impiden acceder al mercado laboral en España.

Los jóvenes más desfavorecidos requieren de “un acompañamiento más personalizado” en esta capacitación, que les permita adquirir herramientas con las que más adelante tendrán autonomía, indica Figueroa. Desde una mayor orientación sobre hacia dónde dirigir sus carreras como un acompañamiento durante su formación y “trabajar la motivación”. “Son jóvenes que vienen con una mochila, la autoestima muy baja muchas veces, por lo que es clave que sientan que tienen oportunidades, un apoyo psicosocial”, añade.

Por otro lado, la OCDE pide no desatender a las poblaciones afectadas negativamente por estos cambios, por ejemplo, con la pérdida de sus empleos. Tanto para cumplir con la llamada “transición justa” para estas personas, sin dejarlas atrás, como desde una perspectiva del conjunto de la sociedad, para que puedan contribuir desde su recualificación en otras actividades.

También para que no se generen corrientes sociales en contra de la transición verde y digital. “Por cada 1% de aumento del desempleo, el porcentaje de adultos que afirman dar prioridad al medio ambiente frente a la economía disminuye un 1,7%”, cifra el estudio.

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