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La banalidad moral de una cierta izquierda
El artículo de Alejandro Cencerrado 'La superioridad moral de la izquierda y otros conflictos de pareja' ('El País', 30 de agosto) parte de un dilema aparentemente cotidiano: ¿qué es preferible, comprar en una gran superficie como Mercadona o en la carnicería del barrio donde el empleador maltrata a su trabajador inmigrante? A partir de ahí, el autor despliega una reflexión sobre la imposibilidad de la coherencia absoluta y sobre la supuesta superioridad moral de la izquierda. Pero lo que presenta como una reflexión compleja sobre nuestras contradicciones es, en realidad, una trivialización de los dilemas éticos y un modo de exonerarse de la tarea siempre difícil de cambiar la propia vida.
En primer lugar, no cualquiera puede hablar con autoridad de física, tampoco de sociología, ni menos aún de ética política. Para tomar en serio un dilema moral hay que reconocer que no todas las opciones son equivalentes. La disyuntiva entre Mercadona y la carnicería del explotador xenófobo es una falsa dicotomía, un atajo retórico. Siempre hay alternativas: desde cooperativas de consumo hasta mercados locales, desde el pequeño comercio gestionado de forma decente hasta la compra colectiva organizada. El supuesto dilema revela más pereza moral que complejidad. No en vano está publicado en la sección 'Salud y bienestar'.
Quienes intentamos reducir nuestra colaboración con el sufrimiento en este mundo sabemos que nunca lo haremos de manera plena, pues habitamos un orden estructurado por estructuras de poder intersecadas como el patriarcado, el antropocentrismo, el colonialismo y el capitalismo. Pero, precisamente por eso, la tarea es ineludible: se trata de avanzar, paso a paso, en una lucha contra nosotras mismas. Cada gesto importa: el sufrimiento de los animales explotados y la deforestación masiva que sostiene la dieta carnívora global; la explotación de mujeres migrantes que limpian habitaciones de hoteles y apartamentos turísticos; la destrucción de territorios indígenas para extraer litio y sostener nuestra dependencia tecnológica; las cadenas de trabajo esclavo en la industria textil de 'moda rápida' que abastece nuestros armarios; los residuos electrónicos arrojados en países empobrecidos para sostener nuestro consumo digital. No son dilemas banales: son la urdimbre real de nuestra vida cotidiana.
Por eso, quien se toma en serio la coherencia no pierde el tiempo en señalar incoherencias ajenas como un 'cuñado', sino que libra, antes que nada, la batalla consigo misma. El esfuerzo consiste en sostener tensiones, reconocer ambigüedades y aun así elegir caminos menos dañinos. Eso es muy distinto de la postura que Cencerrado defiende: un empate tramposo que banaliza toda contradicción. Su lógica es la del “como tú compras en Mercadona y yo viajo en avión de vacaciones a Costa Rica, empate a incoherencias”. Pero ahí no hay pedagogía respetuosa ni diálogo crítico, sino una licencia moral para la autocomplacencia: como todas tenemos alguna contradicción, todas están justificadas.
Esa es, precisamente, la banalidad moral de cierta izquierda: la conversión de la crítica ética en un relativismo cómodo que legitima no hacer nada. Lo que se renuncia a asumir es la capacidad, siempre parcial pero nunca irrelevante, que cada persona tiene de cambiar su vida y de acumular con ello fuerza colectiva para transformar el mundo. El problema no es el rigorismo moral, sino su caricatura.
A esta banalización se suma otra confusión grave: la mezcla indiscriminada entre dinámicas de pareja y dinámicas políticas o sociales. Lo que en la vida privada puede analizarse como desencuentro, falta de escucha o desprecio mutuo no puede extrapolarse sin más a las relaciones sociales y políticas, donde intervienen estructuras de poder, desigualdades históricas y jerarquías materiales. En su uso de John Gottman, Cencerrado habla de “los cuatro jinetes” de la ruptura afectiva como si el conflicto social pudiera explicarse con las mismas categorías que un desencuentro conyugal. Pero en los conflictos políticos no basta con “saber hablarse” o “aprender a convivir con las diferencias”: hay estructuras de explotación, desigualdades de clase, violencias coloniales y patriarcales que no se resuelven en la mesa de terapia de pareja.
Además, incluso en el análisis de pareja que propone falta perspectiva de género: no es lo mismo discutir desde una posición simétrica que desde relaciones atravesadas por desigualdad, dependencia económica o violencia. Cuando se igualan las posiciones -como si ambas partes de la pareja fueran libres y equivalentes- se borra la dimensión estructural de las relaciones íntimas, lo mismo que al trasladar ese esquema a la política se borran las asimetrías reales de poder que moldean nuestras vidas colectivas.
Frente a lo que Cencerrado presenta como superioridad moral, lo que necesitamos es un rigor moral que no se confunda con punitivismo ni con purismo. Rigor es reconocer que no todo da igual, que no todas las contradicciones pesan lo mismo, que algunas son evitables y otras no. Rigor es sostener que cambiar exige renuncias, y que esas renuncias no son un castigo sino el germen de otra vida posible. Raffaele Simone hablaba del combate contra el “Monstruo Amable” que es el capitalismo: esa normalidad cómoda que nos arrulla y nos disuade de cualquier renuncia. Para enfrentarlo hace falta una disposición casi penitencial: no como mortificación gratuita, sino como resistencia activa contra los impulsos 'naturales' fabricados por el capitalismo.
La izquierda no se hunde por exceso de exigencia ética, sino por su banalización: por rebajar las luchas morales a la altura de las excusas de un bohemio burgués. No necesitamos una izquierda boba y autocomplaciente que juegue a empatarnos en contradicciones, sino una izquierda que sea capaz de asumir que la coherencia nunca será absoluta, pero siempre es ineludible como horizonte y como práctica.