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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

¿De verdad hace falta otro museo Guggenheim en Urdaibai?

Una pancarta contra el Guggenheim de Urdaibai en los Astilleros Murueta.

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Parece que el proyecto de construcción de una nueva sede del museo Guggenheim en Urdaibai, reserva mundial de la biosfera, está ya muy avanzado. Pretenden construir sendos equipamientos, uno en Gernika y otro en Murueta, zona especialmente sensible y vulnerable de la reserva, con las correspondientes infraestructuras viarias que permitan vincular ambos edificios y sus servicios. El territorio afectado por el proyecto es un ecosistema excepcional de acantilados, montañas, playas, ríos y aguas subterráneas donde la vida animal y la humana conviven en un paisaje especial que vería alterado sustancialmente su precario equilibrio ecobiosistémico.

Los primeros pasos ─algunos acuerdos políticos, provisión de presupuestos (incluidos fondos europeos destinados por el Gobierno de España para la transición energética), modificaciones de normas urbanísticas, derribos, etc.─ se están llevando a cabo con de manera bastante subrepticia y con muy poca información contrastada. De hecho, más allá de algunas generalidades sobre la excelencia de la propuesta liderada por la Fundación Guggenheim Bilbao, no se conocen datos concretos en relación con el programa arquitectónico y de contenidos. Sin embargo, aunque algunos responsables políticos dicen desconocer el alcance real de la operación, el proyecto cuenta con un respaldo institucional casi unánime. Es decir, una confianza plena ─se podría decir también ciega─ en la marca de titularidad privada. Por fortuna, al mismo tiempo ha despertado una significativa oposición ciudadana. De hecho, desde hace meses se extiende el malestar social y este próximo sábado hay convocada en Gernika una manifestación para exigir la paralización de las obras.

El descontento tiene varias causas, pero, en esencia, es una oposición de carácter proteccionista y ecologista que pone en cuestión la pertinencia de la construcción de estos equipamientos e infraestructuras en un paisaje tan característico que únicamente necesita atención cuidadosa y protección patrimonial. Asimismo, existe un desacuerdo social con el modelo económico que se propone porque implicaría un aumento de consecuencias perjudiciales derivadas del crecimiento exponencial de la turistificación. Las previsiones institucionales calculan un flujo, en primera instancia, de unas ciento cuarenta mil personas (con el efecto Guggenheim en poco tiempo esta cifra se duplicará o triplicará), la mayoría turistas cuyo destino hubiera sido tan solo Bilbao y que a priori, si no fuera por los incentivos añadidos de la industria turística, no se les hubiera ocurrido desplazarse a Urdaibai.

Evidentemente, la población de la comarca, con su oposición a la masificación turística, no persigue privar a nadie de la posibilidad de disfrutar del lugar, tan solo pretenden indicar que no es necesario que las instituciones aumenten de manera artificial el deseo de movilización permanente. ¿No sería posible esperar de las instituciones públicas cierto grado de cordura y mesura a la hora de promover de forma activa políticas de aceleración y circulación humana en zonas sensibles ecológicamente o de espacios urbanos ya de por sí muy turistificados?

Deduzco que, en parte, reflexiones parecidas a estas se harían en su momento los responsables políticos que cancelaron el proyecto en varias ocasiones. Seguramente llegarían a esa conclusión tras las sucesivas crisis económicas, sanitarias y sociales que hemos padecido en estas dos últimas décadas. Entonces hicieron un ejercicio razonado de sensatez al considerar que no era oportuno seguir adelante. Sin embargo, una especie de amnesia institucional hace olvidar las causas de aquellas crisis y borra de la memoria las palabras de contrición que entonces se escuchaban en boca de algunos representantes de los poderes públicos.

Nos olvidamos con demasiada facilidad que, en el 2008, los bancos a duras penas lograban mantener abiertos los cajeros automáticos; hubo que desembolsar miles de millones de recursos públicos para recuperar al sistema bancario que se moría de éxito por sus excesos acumuladores. Y poco más de una década más tarde, el mundo se encerró porque un virus mortífero se colaba por las grietas de nuestro frágil equilibrio ecobiológico. Las consecuencias de los excesos del sistema especulativo inmobiliario y la alteración del precario equilibrio sanitario nos enviaron un aviso. Aún estábamos a tiempo de corregir algunos abusos económicos, sanar nuestras redes de asistencia social y atender con más precaución nuestra relación con los ecosistemas vitales. Pero, como si no hubiera ocurrido nada, continuamos con las mismas dinámicas culturales, sociales y económicas. Así es como hace apenas un año se desempolvó el proyecto de ese nuevo museo en Urdaibai que, en una prudente cuarentena institucional, había permanecido en los cajones.

En Cultura fósil. Arte, cultura y política entre la Revolución industrial y el calentamiento global (Akal, 2023), Jaime Vindel escribe que nuestra (in)consciencia cultural y estética es un inconsciente energético porque rara vez reparamos sensorialmente en el coste energético que subyace a nuestra experiencia cotidiana. Según este investigador del CSIC, sería como una desmemoria (in)voluntaria sobre la cantidad de energía que consumimos en nuestras vidas; una especie de amnesia que nos borra la dependencia que, por ejemplo, nuestro sistema de alimentación tiene respecto al consumo de petróleo, el que necesitamos para mantener en funcionamiento las ciudades o el que empleamos en los desplazamientos que realizamos. A pesar de las evidencias científicas, damos por hecho que la modernidad y el progreso, sin ningún tipo de limite ni consciencia, presupone el acceso automático a cualquier tipo de energía y a la posibilidad de convertirla en cualquier cosa que satisfaga nuestro deseo.

Se podría afirmar que esa inconsciencia energética también atraviesa la condición institucional, en la medida que sus políticas no parecen tener la capacidad para medir el impacto que supone seguir construyendo innecesarias infraestructuras y equipamientos. Porque, ¿de verdad es necesario otro Guggenheim en Urdaibai? No me cabe en la cabeza, a no ser que la decisión se inscriba en esas dinámicas amnésicas o, peor aún, “negacionistas,” que obvian que el mundo y el planeta están entrando en una era de acelerada e irresoluble degradación ambiental y climática. Todo lo damos por válido, sin que nos preguntemos en que razón, mínimamente sensata, se sujeta esa dinámica constructiva que, en el fondo, en muchos casos es caprichosa y destructiva a medio y largo plazo.

Hace unos días, el lehendakari, Imanol Pradales, uno de los principales adalides del proyecto, en una entrevista para Naiz, comentaba que había llegado el momento de pensar en la situación del mundo y dejar atrás políticas estéticas. Es probable que no nos refiramos a lo mismo, pero aquí tiene una buena oportunidad para aplicar sus propios consejos. Por mucho que se camufle bajo capas de jardinería medio ambientalista este proyecto tiene todas las características de lo que Vindel denomina “estética fósil”, un imaginario donde confluyen los intereses del capital y de las elites dominantes, junto con una determinada concepción de progreso, vinculada a una supuesta modernidad industrial o, lo que es más cínico, a una contemporaneidad cultural, de la mano del arte.

Es muy curioso que, en tiempos de crisis climática, en estas políticas económicas, sociales y culturales, camufladas de propaganda verde, se exalte, una y otra vez, la “energía creativa” como “motor” de la economía de la ciudad, cada vez más sujeta a la industria del turismo (con la gastronomía como punta de lanza) o se ensalce la figura del emprendedor, en este caso artistas, como paradigma relacionado con la invención humana, cuando precisamente también es otro sector social precarizado. El arte, por tanto, no necesita que se instrumentalice, de manera burda, para justificar una operación ajena a los tantas veces proclamados derechos culturales y a la justicia social que debería acompañarlos para su equitativa aplicación. Las instituciones harían bien en pensar mejor los sistemas de redistribución de los bienes públicos y el destino de los recursos de todes sin la necesidad de erigir más equipamientos culturales costosos, de dudosa necesidad, y cuyo principal objetivo es apropiarse, una vez más, del valor simbólico del arte, de nuestros bienes comunes, explotar el territorio y, en este caso, especialmente peculiar, incrementar los beneficios e intereses de la industria del turismo.

Además, es bastante triste comprobar como la comunicación institucional se infla de retórica cínica con lemas publicitarios demagógicos según los cuales el nuevo museo será una “obra acorde al desarrollo integral de la zona con muy pocos visitantes para conservar la sostenibilidad del entorno y evitar la masificación y disfrutar del arte al aire libre”. Como si ahora mismo, en su propia materialidad paisajista, en Urdaibai no hubiera las condiciones suficientes para hacerlo, sin que haga ninguna falta intervenir en ese territorio o saturarlo de flujos humanos. Aunque la publicidad empresarial o la propaganda política se empeñen en desplegar cierta verborrea sobre la sostenibilidad del nuevo museo Guggenheim, la aceleración de la crisis ecológica nos exigiría, como mínimo, cierta antropología de la renuncia, algo más de modestia y mucha precaución para promover formas de deseo más ajustadas a las demandas inapelables de nuestro tiempo.

En sentido contrario a esa velocidad de la acumulación capitalista, el principal desafío que deberíamos abordar para ser algo más consecuentes con la precaución ecológica a la que nos debemos, sería articular entre las instituciones y los movimientos sociales otras políticas éticas y estéticas más mesuradas que respondan a las demandas de la crisis ecosocial. ¿No es suficiente con el museo que ya existe? ¿No son bastantes los más de un millón de visitantes al año que llegan de fuera de Bilbao? ¿No es posible dejar de sumar más y más y pensar que igual menos y mejor es más saludable? ¿No hay imaginación institucional para proponer la recuperación de esos espacios y el despliegue en ellos de otros programas más coherentes con los discursos institucionales de la sostenibilidad y con otras perspectivas económicas y sociales? Seguro que hay más de un informe estratégico para el desarrollo sostenible de esa zona que no implique necesariamente una operación de gentrificación, apropiación y explotación desmedida de este territorio excepcional. Aunque se nos presente como símbolo de progreso, el proyecto de una nueva sede del museo Guggenheim en Urdaibai no es más que un simulacro de destrucción macabro y un atentado contra la necesaria prudencia ecológica, que olvida proponer otros modos de producción que pertenezcan a una nueva era de consciencia social y cuidado de nuestros ecosistemas humanos, animales y naturales. 

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