Haciendo su agosto

Aunque usted no lo sepa –o no lo quiera saber- en este mundo capitalista en el que sobrevivimos (desengáñese: no hay otro) adaptándonos a las leyes del mercado, donde todo se vende y se compra, continúa vigente la patente de corso concedida como licencia de saqueo y explotación a ciertas empresas para que le roben a usted, pobre y entusiasta esclavo del consumo, con su consentimiento y, digámoslo también, con su rendido agradecimiento.
Ejemplo de tales empresas que ejercen el latrocinio consentido, práctica animada por la estulticia común y característica de nuestra especie, son las compañías telefónicas. Si lo que usted necesita es, simplemente, una módica tarifa para hablar por el móvil con sus familiares y amistades más queridos, tenga por cierto que con el tiempo acabará pagando una exorbitada cuota de consumo, por muchos y variados conceptos que no tienen nada que ver con lo que usted, en principio, necesitaba, tales como canales chorras de televisión o gigas que no consume.
A la zaga de tales empresas piratas les van otras muchas que saquean nuestros bolsillos sangrándonos con el acceso básico a la energía. La palma se la llevan las dedicadas al consumo de electricidad, sin que las de gas tengan nada que envidiarles. Distribuidoras, comercializadoras y asesorías energéticas recorren los pueblos de nuestra esquilmada patria con asustaviejas, que van de puerta en puerta engañando a los vecinos con el cuento de que les van a cortar la luz si no facturan con su compañía.
No tienen reparo en llamar a la puerta, como tampoco lo tienen las compañías telefónicas en llamar a cualquier hora, que suele ser la hora de la siesta, para meterse en la casa y en la vida de cualquiera a fisgonear con preguntas cuasi de carácter policial, inquiriendo a través de una investigación que más bien resulta acoso con quién se tiene la luz o el teléfono y cuánto se paga por ello.
Tales compañías, unas y otras, se nutren de ejércitos de desesperados, dispuestos en muchas ocasiones a vender el producto a cualquier precio o mediante cualquier práctica. La compañía lo tiene muy claro: explota al empleado o empleada de turno (si es que acaso merece ese nombre su condición de trabajo precario), le hace saber –y firmar- que si no cumple unos mínimos rendimientos de captación lo pondrá de patitas en la calle, le paga por productos vendidos y así tiene al perfecto esclavo del siglo XXI.
Tales prácticas de explotación, del consumidor y del asalariado, se hacen con el ánimo, consentimiento legal y relajación moral de los sucesivos gobiernos neoliberales (PP, PSOE o lo que venga al servicio de Craso) que renuncian al control de la economía, dejándolo en manos del capital privado. Los muy hijos e hijas de Friedman compaginan vida política pública con chanchullos económicos, de tal modo que hacen su agosto con tráfico de influencias y particulares inversiones, cuando no se aseguran un retiro de lujo para el momento en el que ya no puedan seguir robando de las ovejas, es decir, de la cosa pública.
Y para que, a pesar de estar jodidos, quedemos contentos, siempre tendremos el derecho a la reclamación. En un estado democrático como el nuestro, donde quedaría muy mal meterles a los dueños de tales empresas y a algunos políticos cofrades un cóctel molotov por el culo, existe un servicio fundamental donde desahogarse, que es la atención al cliente, donde usted podrá poner una reclamación, una queja o una sugerencia.
Elija usted cuál de estos derechos quiere ejercer, si bien recuerde antes de hacerlo que su conversación va a ser grabada y que todo cuanto diga podrá ser utilizado en su contra.