En Santiago de Compostela, el año se divide en dos largas estaciones: la de los helados y la de las castañas. Desde hace más de medio siglo, el encargado de marcar el cambio es el mismo hombre: Manuel Prieto quien, desde su privilegiado emplazamiento en Porta Faxeira —entre la Alameda y la rúa do Franco, la recta de meta hacia el Obradoiro—, alterna los conos de sabores con los humeantes cucuruchos de papel. Medio siglo en la calle han convertido a Manolo en un testimonio viviente del cambio climático que se ha acelerado en la última década. Antes, siempre se veía obligado a tomarse unas vacaciones entre el fin de la venta de un producto y el arranque del siguiente. Ahora, a 14 de octubre y con más de 25 grados en la capital gallega, todavía continúa colocando bolas artesanas sobre los barquillos.
La anécdota que vivió hace apenas unos días demuestra lo anómalo de una situación que está dejando de serlo. Un hombre se acercó a su carrito preguntándole, entre sorprendido y enfadado, dónde estaba “el de las castañas”. “'Éste es su sitio, pero ¿dónde está?”. Manolo, cuyo carácter bromista es más que conocido entre los vecinos, creyó que esta vez la broma se la gastaban a él. “Pensé que estaba de carallada, pero no”. Al final, ante tanta insistencia, tuvo que ponerse serio. “Soy yo”, le contestó. “Pero, entonces, ¿qué haces con los helados...?”, respondió su incrédulo interlocutor.
Al contrario de lo que hacen colegas suyos en otras ciudades gallegas, a Manolo no le gusta vender las castañas “tempraneras” y prefiere esperar a que avance el mes antes de ir a buscarlas “a ese sitio” concreto que no revela, aunque no oculta que, a menudo, su producto viene de la Ribeira Sacra —la cuenca del Sil y el Miño en el sur de lugo y el norte de Ourense— e incluso de Portugal. Por eso no es raro que su inconfundible locomotora humeante todavía no haya aparcado en Porta Faxeira. Lo extraño es que todavía continúe la venta de helados. Los dos carritos de La Imperial funcionan estos días sin pausa: el suyo y el que su mujer, Ofelia, coloca a unas decenas de metros de allí, en plena Alameda.
“Es por el cambio climático, que dicen si hay o no... ¡carallo si lo hay!”, asegura sin dudarlo. En su medio siglo largo apostado en el casco histórico —desde que, con trece años, comenzó a acompañar a su padre en la Praza do Toural— , ha visto cómo el verano no ha dejado de prolongarse o, más técnicamente, que el otoño se ha vuelto más cálido. Lo habitual, recuerda, era que los helados desapareciesen antes del final de septiembre, cuando el tiempo ya se ponía “enrevesado”, con la llegada de las lluvias y la bajada de las temperaturas.
En su memoria, el punto de inflexión se produjo “hace unos ocho años”, tras un verano de larga sequía. El calendario le da la razón. En aquel año 2017, los montes gallegos vivieron uno de los otoños más trágicos de su historia. En un único fin de semana, entre el viernes 13 y el lunes 16 de octubre, ardieron 50.000 hectáras, murieron cuatro personas y las llamas dejaron imágenes dantescas rodeando poblaciones enteras y llegando a correr por las calles de los barrios de Vigo, la mayor ciudad de Galicia.
Manolo cuanta con un aliado incuestionable en su periplo callejero: José Ángel Docobo, director del observatorio de la Universidade de Santiago (USC), que lleva el nombre de Ramón María Aller. En los días de tiempo revuelto, Docobo avisa al castañero del tiempo que se va a encontrar, con una precisión que afina casi al minuto: “Me ha llegado a decir: 'Quédate una hora más pero luego márchate, que empieza a llover', y tenía razón”.
Los registros de Docobo coinciden con la memoria de Manuel. Tanto 2017 como 2018 fueron años muy secos y cálidos en la ciudad. En el primero, Santiago alcanzó los 30 grados los días 8 y diez; en el segundo, la sequía se inició en junio y se prolongó hasta el 10 de octubre, cuando empezó a llover con fuerza.
Sin embargo, este profesor emérito prefiere hablar de fenómenos “puntuales”. Recuerda que en octubre de 2024 se recogieron 390 litros por metro cuadrado y, el año anterior, 424. Éste está siendo un año seco pero, si en noviembre y diciembre lloviese en los parámetros habituales —“aunque no tiene pinta”—, Compostela se movería en la media de los 1.600 a 1.900 litros por metro cuadrado que se registran en un ejercicio normal. “No debemos llamar por la lluvia, porque aquí ya viene sola”, ironiza Docobo, que añade: “En Santiago sabe llover”.
Mientras eso sucede, Manolo se dedica a poner fin a sus existencias de helados. “Son los últimos días. Ya me dijo Docobo que el viernes, tararí, que cambia o conto, entran borrascas y empieza a llover”. Pero el director del observatorio matiza: “Hay que ir viendo, porque el anticiclón está muy fuerte e igual aguanta hasta el domingo”. El tiempo —el cronológico, pero también el meteorológico— dirá si el fin de semana Manuel puede ya acercarse a “ese sitio” que él sabe a recoger las que podrían ser las primeras castañas de la temporada... o todavía prolonga, un poco más, los paseos del carrito de La Imperial.