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El precio de soñar con ser actor en Madrid: “Tengo que trabajar muchas horas para pagarme la formación”

El actor Miguel Navarrete durante una representación de 'Gurov. La dama y el perrito', adaptación del cuento de Chéjov 'La dama del perrito', en el Teatro Liceo de Salamanca.

Guillermo Hormigo

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Una joven ilusionada recién llegada a Los Ángeles trabaja de camarera mientras estudia las líneas de diálogo de su próxima audición entre descanso y descanso. Un enérgico chico de Nueva York se dedica a servir copas por la noche con un objetivo entre ceja y ceja: triunfar en Broadway. En ambos casos será solo hasta que encuentren algo mejor, algo de lo suyo, aunque muchas veces ese solo se extienda hasta convertirse en toda una etapa vital donde el sueño en su horizonte se va difuminando.

La camarera y el barman henchidos de anhelos por cumplir en el país de las oportunidades son dos lugares comunes en el cine hollywoodiense, pero Madrid también está repleta de historias similares. Son actrices y actores que intentan abrirse paso en un campo caracterizado por la precariedad, la inestabilidad, la desinformación y la competencia.

Sara Perogil (Fregernal de la Sierra, Badajoz, 29 años) y Miguel Navarrete (Madrid, 35 años) tienen experiencias hasta cierto punto similares, aunque miran su porvenir de formas muy diferentes. Ella mantiene la esperanza de dedicarse profesionalmente a la interpretación. “Al menos por este año, quizá todavía me dure el siguiente”, sostiene. Él ya ve este ámbito como una pasión a la que seguir acercándose, pero sin que le vaya el futuro en ello.

Encadenar trabajos para esperar la oportunidad

El primer problema con el que se encontró Sara cuando llegó a Madrid hace cuatro años fue, claro está, económico. Venía de Sevilla, donde estudió Psicología antes de dar el paso de intentar dedicarse a la interpretación. A la hora de buscar una escuela en la que desarrollarse como actriz tuvo que tener en cuenta cómo se había encarecido el coste de vida entre una ciudad y otra: “Me veo obligada a trabajar muchas horas para pagarme la formación”. En la capital Sara ha ejercido de teleoperadora, secretaria y actualmente de camarera.

Sin embargo, estos empleos apenas le llegaban para cubrir el alquiler y los gastos. El acceso a las escuelas de interpretación, incluso las más económicas, se antojaba casi imposible. “Si te quieres formar es muy complicado estar en un trabajo de 40 horas semanales, así que al trabajar menos horas [30 en su caso] eso implica menos dinero”. No obstante, siempre ha evitado desligarse por completo de su pasión, así que cambió la escuela por unos entrenamientos actorales que sí estaban a su alcance. “Eran baratos pero de calidad, además me permitió conocer mucha gente y hacer amigos en Madrid”.

Con el paso del tiempo y una vez consiguió ciertos ahorros, Sara pudo apuntarse a una escuela de interpretación. Su presente se ha vuelto una continua inversión en el futuro: a formarse y trabajar para costeárselo hay que añadir las iniciativas propias para comenzar a moverse en el mundillo o simplemente dar salida a la creatividad. Está preparando junto a una compañera un microteatro con la prostitución como principal eje.

En ese sentido, Sara puntualiza que la formación no lo es todo, y menos en una ciudad como Madrid: “Esto va mucho de buscarse la vida y estar todo el rato moviéndote. Hay que ser espabilado con los recursos que cada cual tiene”. No obstante, reconoce que es un proceso muy complicado y lo más frustrante acaba siendo la desinformación. “Por muchas ganas que tengas, a veces no sabes a dónde ir, hay muchos castings de teatro, de cine o de televisión a los que no tienes acceso. De muchas cosas de las que me gustaría enterarme no me entero”.

Lleva más de un año intentando encontrar representante, pero la respuesta más habitual es que tienen la cartera llena y ni siquiera pueden revisar su material. Ahora se ha propuesto intentarlo más allá de los correos o el Videobook y tiene ocho sobres preparados en casa para acudir a las oficinas de varias empresas de representación (ya ha entregado el primero). “Al menos para perderle el miedo a sentirme evaluada”, dice.

Nunca me han pagado por ser actriz. Cada año te lo tienes que plantear para no desilusionarte, decirte que todavía tienes fuerzas

“Es muy difícil, cada vez hay más competencia y cada vez nos paramos menos a apreciar las cosas de la cultura detenidamente”, lamenta Sara. Aunque las cuida, no es muy amiga de utilizar las redes sociales para generar una gran visibilidad, algo que está a la orden del día sobre todo entre los intérpretes jóvenes. “Si alguna vez encuentro una cosa un poquito más gorda no creo que sea a través de Instagram, creo que hay directores y directoras que no se fijan tanto en eso”, opina.

A lo largo de su trayectoria, tanto en Sevilla como en Madrid, ha participado en cortometrajes, pequeños montajes teatrales o en la webserie Una perra andaluza, que protagoniza. Sin embargo, los proyectos remunerados han sido escasísimos. “Alguna improvisación en un bar como mucho, pero nunca me han pagado por ser actriz”. Pese a todo, todavía se ve con ganas. “Cada año te lo tienes que plantear para no desilusionarte, decirte que todavía tienes fuerzas. Yo este año estoy ilusionada, el año que viene seguramente también, pero es verdad que hay que tener mucha paciencia”.

Alejarse de un sueño para encontrar la estabilidad

Miguel es de Ciempozuelos, así que a diferencia de Sara no tuvo que mudarse a cientos de kilómetros para perseguir su aspiración profesional. Por lo demás, las dificultades que se le han presentado en Madrid a lo largo de su carrera guardan bastantes similitudes. Empezó a formarse cuando tenía 19 años en el Estudio Corazza para la Actuación, dirigido por Juan Carlos Corazza, reputado maestro de actores como Javier Bardem, Elena Anaya o Silvia Abascal. Después de cinco años continuó preparándose en el Centro del Actor, otro prestigioso espacio de formación ubicado cerca del Palacio de Vistalegre.

Cuenta que en esta etapa aprendió “muchísimo”, pero en un punto sus aspiraciones de continuar la formación, ejercer profesionalmente de actor e independizarse se volvieron insostenibles. Para “sobrevivir” trabajó durante años en una gran superficie especializada en productos deportivos, un empleo con flexibilidad horario que podía compaginar con sus pinitos interpretativos: algún papel episódico, algún curso o alguna publicidad puntual, “cosas que no me daban para vivir pero echaban carbón al sueño para mantenerlo caliente”.

La idealización me ayudaba a seguir”, explica, aunque la realidad de la crisis golpeaba el hogar familiar. “Formarme no era ya una inversión, era un carísimo regalo que me hacía mi familia con todo su empeño. Durante años no viajé prácticamente nada y hasta me causaba estrés comprar ropa, gastaba todo mi dinero en formaciones con directores de casting y profesores para ampliar el currículum”.

Me di cuenta de que no quería verme con 50 años compartiendo piso mientras espero la llamada del papel que me cambie la vida

Miguel se fue volviendo más crítico con las malas condiciones y los abusos laborales en el sector, siempre amparados en la escasez de recursos: “Hay gente a la que le interesa la precariedad para no responder a unos mínimos estándares. He participado en rodajes de chicos y chicas que están empezando donde me han cubierto los viajes, cosa que directores o productores con bastante más pasta no han hecho”.

Llegó un punto, en torno a los 29 años y tras casi una década de formación, en el que empezó a percatarse de que la persistencia no siempre es suficiente. La suerte y muy especialmente la capacidad económica juegan papeles imprescindibles, protagonistas. “Hay clasismo en la profesión desde el momento en el que algunas personas se pueden permitir unas formaciones a las que otras nunca van a tener acceso, o solo lo harán si lo compaginan con otro curro. Me di cuenta de que no quería verme con 50 años compartiendo piso mientras espero la llamada del papel que me cambie la vida, no es lo que deseaba para mí y para los míos”.

A raíz de un problema de salud de su pareja, y posteriormente la pandemia (además de la abrupta bajada de ofertas laborales su representante falleció de COVID), se cansó definitivamente de la desprotección, de los trabajos mal pagados y de los no pagados que se amparan en la escusa de la “visibilidad”. Montó una empresa de entrenamiento online enfocado a mujeres con su novia y, una vez encontraron la tan ansiada estabilidad, han sido padres. “Mi hija es mi particular Oscar”, comenta entre risas, un poco avergonzado por una frase que no por tópica es menos sincera.

Pero Miguel no ha abandonado la interpretación, una vez entras es difícil salir del todo. Le encanta trabajar con directores jóvenes, muchos de ellos recién salidos de escuelas de cine de Madrid, gracias a los cuales no acaba de soltar su sueño aunque ponga distancia de por medio. Echa de menos el teatro y no descarta retomarlo, pero requiere un compromiso mayor que ha reservado a su familia. “Lo triste es que mi profesión, para lo que me formé, ha acabado siendo una afición que me nutre por dentro pero nada más, porque sé que en ningún momento me va a dar estabilidad”.

Miguel es consciente de que para muchas actrices y actores la frustración acaba derivando en depresión, ansiedad y otros problemas de salud mental. Sabe que no todo el mundo puede ni quiere dar el paso que él dio, dejar a un lado años de formación y sacrificios o una hipotética carrera a cambio de una vida más equilibrada. Pero, por si sirve de ayuda, al final de la conversación insiste en que esta postura no parezca una tragedia. Renunciar a las grandes metas por las que se desvivió durante años en escenarios y rodajes por todo Madrid le ha traído estabilidad y felicidad: “Hay vida después de los sueños de la gente”, dice. Cuando se cierra el telón o se apagan las cámaras todavía queda mucha historia por contar.

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