Todos los miércoles, el corresponsal de elDiario.es Andrés Gil explica las claves de lo que sucede en el EEUU de Donald Trump. Porque lo que pasa en Washington no se queda en Washington.
Cuando te mudas a una milla de Donald Trump
A una milla de Donald Trump. Es decir, a poco más de kilómetro y medio. Esa es la distancia que separa mi nueva casa de la del presidente de Estados Unidos más disruptivo de los últimos tiempos.
elDiario.es acaba de abrir corresponsalía en Washington –y también un nuevo boletín con Crónicas desde Trumplandia–, y me ha tocado a mí asumir esa responsabilidad. Hace cinco años llegué de nuevas a Bruselas con una encomienda parecida, y viví de primera mano la gestión de la COVID-19, la discusión en el seno de la UE por los fondos de recuperación y la crisis energética derivada de la invasión rusa de Ucrania, entre otros asuntos.
Pero desembarcar en la belly of the beast, como se dice aquí, en este momento histórico, al inicio de la segunda presidencia de Trump y con tantos frentes abiertos, es un reto enorme, también por el esfuerzo que supone para nuestro periódico, posible gracias al apoyo de nuestras socias y socios.
Pero también es algo más: para un periodista, vivir de cerca la presidencia de Trump en este 2025 es un gran privilegio, con ciertas dosis de adrenalina.
La primera gran duda cuando decidimos venir a EEUU fue: ¿tendremos problemas en las aduanas? En diferentes medios se recogían experiencias de personas que habían tenido dificultades para entrar, a las que se les había revisado el teléfono móvil o incluso se les había denegado la entrada. Yo, sin embargo, no tuve ningún problema: aterricé en el aeropuerto de Dulles y el guardia de la aduana me hizo cuatro preguntas de rigor —motivo del viaje, si llevaba mascotas o comida, etc.—, vio mi visado de periodista, con validez para cinco años, y pasé rápidamente. Incluso más rápido que otras veces, por la poca cola que tuve que esperar al llegar.
Una vez en Washington, me he alojado temporalmente en casa de unos queridos amigos periodistas, que ya llevan prácticamente un año aquí viviendo y trabajando. Eso me ha permitido algo impagable en estas circunstancias: tener un hogar al que llegar en un país extraño y unos amigos que te guían en los pasos a seguir: conseguir un número de teléfono estadounidense, abrir una cuenta bancaria, usar la aplicación habitual para buscar piso —Zillow—, gestionar acreditaciones, el número de Seguridad Social... Una montaña de tareas logísticas que se solapan con las últimas horas constantes de un Trump que pone el mundo patas arriba un día sí y otro también.
Este martes, cuando se cumple una semana de mi llegada a Washington, mientras veía diversos apartamentos en cuatro edificios diferentes de la ciudad y paraba entre piso y piso para escribir varias noticias —el acoso a Harvard, la persecución a estudiantes extranjeros, las amenazas a la UE y el fracaso de su papel como “pacificador”—, he encontrado una casa a la que podré mudarme a partir del próximo lunes, muy cerca de un colegio que me recomendó mi amiga y colega Olga Rodríguez.
Eso sí, de entrada me instalo solo, a la espera de que mi familia se vaya incorporando con el tiempo, una vez esté yo más asentado en la ciudad y se vayan casando los calendarios escolares de mis hijas y mi hijo, así como los compromisos laborales de mi pareja. Hacer cuadrar todo eso tampoco es una tarea sencilla en lo personal y requiere de grandes esfuerzos con miles de kilómetros de separación.
Sin embargo, quien ahora está a una milla de mi nueva casa es Donald Trump. Un señor que tontea con la anexión de Canadá y Groenlandia, que recorta derechos LGTBIQ+ y feministas, que estrecha la libertad de expresión con la persecución de las protestas, que impulsa una política de “deportaciones masivas” sin garantías judiciales y que altera a su antojo los (des)órdenes geopolíticos.
Pero para eso hemos venido: para contar e intentar explicar de primera mano qué está pasando.
Trump acelera, y el país parece dormido
Hay algo inquietante aquí. Y es como si lo que pasa en la Casa Blanca y el Capitolio no terminara de ir con nadie. En estos días, en los que se celebra el Orgullo LGTBIQ+, hay banderas arcoíris y transfeministas hasta en las iglesias. Pero en la ciudad vive un señor que está combatiendo todos los avances en diversidad en cada rincón del Gobierno federal, desde el Ejército hasta las páginas web de cualquier institución.
Tanto odio expresa Trump hacia las políticas de diversidad —DEI, por sus siglas en inglés, que comprenden no solo el género, sino también el origen étnico y las personas con discapacidad—, que a menudo roza la eugenesia.
Pero apenas hay protestas. Las principales reacciones se ven en grandes medios no afines —como The New York Times o la CNN—, en los jueces que aplican la ley como antídoto ante el afán autoritario y absoluto de Trump, o en los colectivos de estudiantes que se rebelan ante las deportaciones de compañeros por el mero hecho de participar en manifestaciones. Pero poco más.
Trump es el poder Ejecutivo, y disfruta de un poder total por el control que tiene del Congreso, el Senado y el Tribunal Supremo, si bien este último no siempre le da la razón, porque hasta jueces conservadores no pueden aprobar todo lo que el presidente quiere hacer.
Sin embargo, salvo las periódicas protestas de los colectivos propalestinos para denunciar el genocidio en Gaza y la complicidad del Gobierno de EEUU, apenas se ven movilizaciones en las calles. Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez están intentando insuflar algo de energía a los demócratas, también con la vista puesta en las elecciones legislativas parciales de noviembre de 2026.
Pero, de momento, es como si el país no terminara de creerse que la pesadilla es real. Y que cada día, cuando se despierta, Trump sigue ahí.
Y aquí lo dejo por hoy. La próxima semana volveré con más Crónicas desde Trumplandia.