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50 AÑOS DEL GOLPE EN CHILE

Un funcionario en el infierno: la historia olvidada de Álvaro Puga, ideólogo y colaborador cercano de Pinochet

Ilustración: Rodolfo Jofre.

Anfibia Chile / Juan Cristóbal Peña

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  • Este artículo es parte de 'El primer civil de la dictadura', proyecto multimedia de Revista Anfibia Chile y la Universidad Alberto Hurtado en conmemoración del 50 aniversario del golpe de Estado. Visita la cobertura completa aquí.

Cuando su figura ya parecía estar quedando en el olvido, cuando no era más que una sombra difusa de un horror pasado, en extinción, Álvaro Puga Cappa se las arregló para volver a la vida pública de un modo improbable. Improbable y controversial. Era noviembre de 1997, y para sorpresa de los jurados, su nombre aparecía al interior del sobre sellado que daba cuenta del ganador de la novena versión del concurso de dramaturgia Eugenio Dittborn, de la Universidad Católica de Chile.

Además de propagandista, columnista, cerebro de operaciones psicológicas y colaborador de la policía política de Pinochet, ahora Puga era dramaturgo y autor de una obra de humor negro contigente que a juicio del jurado contenía “una estructura dramática muy interesante, que plantea varios ejes argumentales” y “constituye una metáfora del infierno, a través de pesadillas recurrentes y kafkianas donde se critica la sociedad chilena actual”. 

El título: Un funcionario en el infierno.

Fue un escándalo, por cierto. Un escándalo que primero se vivió a puertas cerradas, entre los jurados de un concurso al que se participaba con seudónimo, y que luego se amplió al mundo de la dramaturgia. ¿Cómo podían darle un primer lugar a quien estaba detrás de ese oprobioso titular del diario La Segunda que rezaba “Exterminados como ratones”? ¿Cómo era posible que Puga ganara el primer lugar y que alguien como Jorge Díaz, dramaturgo reconocido y prolífico, se quedara con el segundo puesto, por un texto sobre la tortura y la delación llamado La cicatriz?

La académica Inés Stranger, una de las integrantes del jurado, recuerda que la obra estaba escrita en registro satírico y parecía más una crítica a la dictadura que a la nueva democracia, como lo explicó después el ganador al diario La Segunda: una mirada crítica “de la burocracia, de la ineptitud de los empleados públicos y de la corrupción moral” de esos días. Stranger recuerda que no fue un veredicto unánime. Y como ninguno de los jurados había escuchado hablar del ganador, ni menos sabía lo que había hecho, no hubo reparos en otorgarle el primer lugar del concurso. “Era lo que correspondía”, dice.

La ceremonia fue sobria y breve. “Una cosa muy incómoda”, recuerda el actor y director de teatro Ramón Núñez, que también fue parte del jurado. Para asombro de los presentes, Puga tuvo la ocurrencia de asistir acompañado del general en retiro Humberto Gordon, que una década atrás había sido director de la Central Nacional de Informaciones (CNI), la policía política del régimen. Gordón “llegó vestido de uniforme militar y nos observaba a cada uno de nosotros, de la cabeza a los pies, uno por uno, de manera escrutadora”, dice el actor. 

La obra premiada nunca se montó ni menos se publicó, como si no hubiera existido. Y luego de eso Puga volvió a su vida de siempre, a un segundo o tercer plano, a los callejones y sótanos de los servicios de inteligencia de la dictadura que seguían operando en las sombras.

En definitiva, Álvaro Augusto Pilade Puga Cappa volvía a un lugar reservado al olvido y desprecio incluso en la misma derecha. 

Era un duro entre los duros. El primer y último civil del régimen militar, como le gustaba decir. Y claro, no era un decir.

Desde el principio

Desde las primeras horas del 11 de septiembre de 1973 estuvo instalado en el edificio de las Fuerzas Armadas, de camisa arremangada, redactando bandos militares en una máquina de escribir. Luego pasó al edificio del Diego Portales, a cargo de Asuntos Públicos, que veía las comunicaciones, los discursos y la censura del régimen. Tenía llegada directa a Pinochet y a los otros jefes golpistas, pero en el camino, muy pronto, se enfrentó al abogado Jaime Guzmán y, por extensión, a sus seguidores y técnicos ligados a los Chicago Boys. Y en este caso, enfrentarse significó una lucha descarnada tanto a la luz pública como a las sombras de los organismos de inteligencia, en un intento por ganar posiciones de influencia y poder.

Se identificaba con los nacionalistas de viejo cuño, que fundaron un partido político al alero de la Central Nacional de Informaciones (CNI) y fueron perdiendo poder a partir de la segunda mitad de los años 70 frente a Guzmán, el influyente asesor jurídico e ideólogo de la Constitución que sigue rigiendo hasta hoy en Chile. Puga había quedado en el lugar de los derrotados, el de los civiles que apostaban por volver a Pinochet un culto, el de los militares que hicieron el trabajo sucio mientras los civiles administraban el gobierno y de paso hacían negocios. Y todo eso —unido a su vínculo con los organismos represivos de la dictadura— terminó por pasarle la cuenta. 

En 2010, cuando lo frecuenté en su apartamento de la comuna de Providencia, en Santiago, por una serie de entrevistas para el libro La secreta vida literaria de Augusto Pinochet (2013), estaba pobre como una rata. No tenía ingresos regulares ni jubilación. Escribía columnas que cada tanto publicaba en un diario de provincia. Si las cosas seguían así, me dijo, tendría que mudarse con su esposa a la casa de una de sus hijas, cosa que hizo a finales de ese mismo año. 

Era el primer año de la presidencia de Sebastián Piñera, el primero de un gobierno de derecha elegido de manera democrática en 50 años y nadie en esa administración lo había llamado ni lo llamaría para darle trabajo. Era el precio de la lealtad, me dijo. El precio por ser amigo de gente como Manuel Contreras, el exdirector de la temida Dirección Nacional de Inteligencia, DINA. 

A Manuel Contreras le quedaban cinco años de vida. Los mismos cinco años que le quedaban a Puga. Ambos habían nacido en 1929 y murieron en 2015, con tres meses de diferencia, a los 86 años. 

Como buen conspirador, Puga se empeñó en ocultar quién era y sobre todo qué hizo en el campo de la inteligencia y la represión, si es que no se empeñó en construir un mito sobre sí mismo. Si en esos años le gustaba ostentar poder, tras el retorno a la democracia prefirió hacerse invisible. La propia Corte Suprema se sorprendió de que siguiera con vida en los 2000. Según una nota del año siguiente en El Mercurio, cuando se solicitó su comparecencia en una causa por derechos humanos, la justicia “había desistido de interrogarlo ‘por ser un hecho público y notorio que estaba muerto”.

Y no. 

Se las arregló para pasar inadvertido ante la justicia. Y jamás rindió cuentas ni se arrepintió de alguna cosa. En su libro El mosaico de la memoria (2018), autobiografía de episodios parciales y arbitrarios, no hay mención alguna ni menos reconocimiento a su vínculo con la DINA y la CNI. Cuanto más, con un dejo de orgullo y autosuficiencia, da cuenta de su participación en instancias formales de la dictadura y en el mismo golpe de Estado, como autor de bandos militares. De esos textos tipeados en máquina de escribir destaca el comunicado que anunció la muerte de Salvador Allende, “una de mis mejores obras nacidas de mi pluma”, me dijo, “por la concisión y mesura con que fue dicha esa noticia al país”.

La universidad de la vida

La pluma, si hay tal, viene de familia. Nacido el 10 de julio de 1929 en Santiago, fue el primogénito del matrimonio de Clara Cappa Moretti y  Álvaro Puga Fisher, dueña de casa ella, periodista, dramaturgo y empresario de espectáculos él.

Para el hijo mayor, su padre fue un genio que malgastó su talento y todo el dinero que ganó con él. Ludópata, mujeriego y bebedor, murió a los 48 años, sin dejar nada más que deudas, de modo que el primogénito, apenas salido del colegio, tuvo que hacerse cargo de su abuela, su madre y sus hermanas. Gracias a los contactos de sus parientes, llegó a trabajar en la sección de policiales de Las Últimas Noticias y de ahí en el Banco Sudamericano. Se casó, tuvo hijos. Como sus gastos crecían y ganaba poco, partió a probar suerte a Buenos Aires, donde se había criado su madre y tenía familiares. Los Cappa Moretti, que le ayudaron a conseguir un empleo en una fábrica textil y luego en una distribuidora de televisores.

Puga, que no pasó por la universidad, dijo haber aprendido en Argentina gran parte de lo que luego aplicó a su regreso a Chile. Sin entrar en detalles, en una entrevista de 1980 aseguró, suelto de cuerpo, haber asesorado al almirante Isaac Rojas, vicepresidente de facto tras el golpe de Estado de 1955 a Perón.

Uno de sus pocos mentores, si no el único, fue el abogado y escritor argentino Marcelo Menasché, que le enseñó “muchísimo más de lo que me ofrecían las universidades”. Menasché, que fue el primer traductor al español de Marcel Proust y guionista de películas de Enrique Santos Discépolo, lo introdujo en los clásicos de la literatura y lo animó a escribir dramaturgia. Una dramaturgia casi fantasma, porque las obras que escribió en Buenos Aires dijo haberlas destruido, en una crisis de confianza.

La confianza, que le sobraba, le volvió a su regreso a Chile, a mediados de los 60. Se estableció en Santiago, creó una editorial jurídica y se integró al Club de los Viernes, un círculo de amigos que gastaba el tiempo bebiendo y hablando de política y literatura. Por cierto, en el Club de los Viernes todos eran hombres, en su mayoría periodistas de derecha, que en las dos décadas siguientes colaboraron en algunas de las operaciones ejecutadas por Puga y los aparatos de inteligencia. 

En ese círculo de amistades estaba Mario Carneyro, director de La Segunda, quien lo llevó a escribir columnas en ese vespertino al comienzo de la Unidad Popular y dio pie al mito —y el terror— de Alexis. Bajo ese seudónimo, el ahora columnista político disparaba en contra del Gobierno de la Unidad Popular y cada tanto, sin medias tintas, llamaba a un golpe militar. Sus columnas fueron reunidas en el libro Diario de vida de usted (1973), que publicó su propia editorial jurídica. En el prólogo de ese libro editado un par de meses después del golpe militar, libro que le otorgó a Puga licencia de escritor, el genuinamente escritor y funcionario de la dictadura Enrique Campos Meléndez definió el papel que le cabría a Puga tras el golpe de Estado: “La nación busca a sus mejores hombres para restaurar sus heridas profundas, para emerger de la crisis abismal en que se ha precipitado. Es la hora del sacrificio, del trabajo, de la acción”. 

Al distinguido escritor

La hora del sacrificio tuvo su primera recompensa la misma noche del 11 de septiembre. Los disparos aún no cesaban en los alrededores de La Moneda cuando Puga recibió un llamado: Pinochet lo citaba a su despacho de la Comandancia en Jefe del Ejército. Quería conocerlo, felicitarlo, tratar en persona al famoso columnista y escritor, considerando que el mismo Pinochet se veía a sí mismo como un hombre de letras, atendiendo a los cuatro libros sobre geografía, geopolítica e historia que había publicado antes del golpe. 

Se presentaron, charlaron, se trataron entre iguales. Y en reconocimiento a su tarea como redactor de bandos militares, al final de la reunión, Pinochet le regaló dos libros de su autoría. Al primero, Geografía militar (1967), el general le estampó nombre y firma. En el otro, Guerra del Pacífico (1972), escribió la siguiente dedicatoria:  

Al distinguido escritor don Álvaro Puga.

Afectuosamente,

Augusto Pinochet Ugarte

CJE (Comandante en Jefe del Ejército)

11-IX-1973

Ambos ejemplares los guardaba Puga en el estudio de su apartamento en Providencia. Los exhibió con orgullo, ese orgullo que trasluce emoción, como muestra de su vínculo de confianza y complicidad con Pinochet.

Fue esa relación personal con Pinochet la que lo llevó a erigirse en el primer civil de la dictadura. En un cable secreto de marzo de 1975, despachado por la embajada de Estados Unidos en Chile al Departamento de Estado, se dice que los jefes golpistas escuchan a Puga y “lo usan para redactar discursos y documentos políticos”.

En rigor, era más que un asesor. En los primeros años se alzó —o pretendió alzarse— en el ideólogo de una dictadura, en abierta competencia y rivalidad con Jaime Guzmán. Fue Puga quien tuvo la ocurrencia de erigir la Llama Eterna de la Libertad, un fuego ceremonial inaugurado el 11 de septiembre de 1975 por Pinochet y los otros jefes golpistas, en Plaza Bulnes, frente al Palacio de La Moneda.

Fue el primer acto de masas de la dictadura, una de las grandes obsesiones de Puga, que ideó un desfile de adeptos con antorchas y fervor patriotero. También ideó el documental Por siempre libre (1975), en el que figura de guionista, además de reservarse un papel de relieve: como se ve en las imágenes, es el único civil que sube al escenario.

En 2010, en su apartamento de Providencia, contó que la Llama Eterna de la Libertad fue una invención suya, inspirada en la llama votiva que flamea desde 1946 en el frontis de la Catedral de Buenos Aires, donde están los restos de San Martín. De ahí que cuatro años después de inaugurada la Llama Eterna de la Libertad, en el mismo lugar, se levantó el Altar de la Patria, que contenía una cripta con los restos de Bernardo O’Higgins.

El fuego ceremonial de 1973 al lado de los restos del libertador de 1810. Desde un comienzo Puga tuvo conciencia de que el golpe de Estado significaba un antes y un después en la historia de Chile. Una segunda Independencia, si es que no una revolución, como aseguró haber motejado el golpe ante el mismo general Pinochet, unos días después del primer encuentro en la Comandancia en Jefe del Ejército. 

En su departamento, sentado en un sillón de gobelinos, Puga contó: “Estábamos a solas y le dije: ‘Mi general, esto que estamos haciendo es una revolución’. ‘Cómo que una revolución’, me dijo muy serio. ‘No me hable de revolución, por favor’. ‘Usted llámelo como quiera —le dije— pero este es un cambio brusco. Un antes y un después en la historia, eso tenemos que tenerlo claro’. Y le dije que mientras no nos cayera la Contraloría encima podíamos hacer lo que se nos diera en gana. Y eso hicimos, créame. Una revolución”.

“Exterminados como ratones” 

Esa revolución, que en rigor fue una contrarrevolución conservadora, pasaba por eliminar al adversario y espantar cualquier signo de disidencia. Y en esas tareas Puga también cumplió un rol de relieve. De acuerdo con el testimonio al Colegio de Periodistas de Chile entregado por John Dinges, periodista estadounidense que oficiaba de corresponsal del Washington Post y otros medios impresos de su país, Puga ejercía funciones de vigilancia a los corresponsales extranjeros.

En una oportunidad, al comparecer Dinges en la oficina de Puga, este derechamente lo amenazó de muerte: “Me dijo que fue un error que el Gobierno no pudiera expulsarme, porque mis trabajos periodísticos eran antichilenos. Más o menos textualmente dijo que, como no me pudieron echar, tampoco me podían proteger, y que andaban muchos terroristas por las calles que me podían atropellar mientras caminaba”. 

La amenaza obedecía a una publicación que Dinges había hecho sobre 119 opositores asesinados y hechos desaparecer en 1975, en el marco de la Operación Colombo. Ideada y ejecutada por el Departamento de Operaciones Psicológicas de la DINA, en complicidad con los servicios represivos de Argentina, Colombo consistió en un montaje comunicacional tendiente a encubrir el asesinato militantes de distintos partidos y movimientos afines de la Unidad Popular. 

Con este propósito, la DINA ideó un complejo operativo que significó la creación de un diario brasileño bautizado Novo O Día, que en su única edición del 25 de junio de 1975 informaba de la muerte de 59 miristas (del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR), caídos en “enfrentamientos con fuerzas del Gobierno argentino en Salta”. 20 días después, en Argentina, la revista porteña Lea daba cuenta de 60 “extremistas chilenos eliminados por sus propios compañeros de lucha”. A partir de estas informaciones, el vespertino chileno La Segunda, en su edición del 24 de julio del mismo año, publicó uno de los titulares más ignominiosos de la prensa nacional: “Exterminados como Ratones”, antecedido por el siguiente epígrafe: “59 miristas chilenos caen en operativo militar en Argentina”. 

La justicia chilena no investigó ni menos sancionó a Puga por este montaje comunicacional. Sin embargo, en 2006, un sumario realizado por el Tribunal de Ética del Colegio de Periodistas de Chile sancionó a los periodistas colegiados que estaban vivos, además de establecer la responsabilidad que le cupo a Puga, quien fue señalado como el funcionario de gobierno que distribuyó la información falsa a editores y directores de los medios escritos chilenos. Entre ellos estaba su amigo Mario Carneyro, director de La Segunda.

Separados al nacer

Puga se jactó del poder que acumuló en esos primeros años del régimen, al punto de decir que algunos habrían llegado a llamarlo, con evidente desmesura, el quinto integrante de la Junta. También se jactó de haberle dado un relato a la dictadura en esos primeros años, de haber cultivado una relación de confianza con Pinochet y hasta de darle un ahorro al país. 

En 2010, apoltronado en el sillón de su apartamento, lanzó: “¿Sabe usted que yo logré reducir en 10% el porcentaje de comisión que se pagaba a las agencias de publicidad con las que trabajábamos en el Gobierno?”.

Y sí, claro, lo del porcentaje era comentado en los círculos de poder de ese entonces, pero de otra forma. El periodista Federico Willoughby, que tal vez acumuló tanto o más poder que Puga en el área de las comunicaciones del régimen, me dijo que “era sabido” que Puga no ahorraba ninguna cosa, sino que arreglaba con las agencias de publicidad una comisión para sí por cada campaña que contrataba a nombre del Gobierno. 

Según Puga, “ese cuento” fue difundido por Guzmán y sus hombres, siempre Guzmán, hasta que llegó a oídos de Pinochet. “Ya habíamos tenido algunos roces —me dijo—, pero ahí empezó la cosa con Jaime Guzmán y su gente. Empezó y no paró más, empezaron a inventarme historias con la DINA, fueron con cuentos ante Pinochet, qué no hicieron para sacarme del camino. Y claro, ya ve usted, lo lograron”.

Su salida del Gobierno coincidió con la salida de Manuel Contreras, director de la DINA, que se vio forzado a aceptar el llamado a retiro una vez que Estados Unidos lo responsabilizó del asesinato del excanciller Orlando Letelier en Washington y pidió su extradición en 1978, dos años después del atentado. Puga y Contreras compartían una misma suerte, una amistad de juventud, un ideario nacionalista. Ese afán por conspirar, por influir desde las sombras en las altas esferas del poder compartían también, aunque ya no ocuparan un cargo. 

Eran el uno para el otro. Una vez que Contreras fue llamado a retiro en el Ejército, Puga pasó a ser su vocero y asesor. De esos incondicionales dispuestos a decir lo indecible. En una entrevista de 1980 en la revista Cosas, Puga define a Contreras como “todo un hombre, que tiene una serie de condiciones morales”. 

Ese era Puga. Un hombre atrevido, verborreico, desmesurado. Un hombre aparte. 

Amigo de los amigos

Cuando Manuel Contreras pasó a retiro y la DINA derivó en la CNI, varios de los agentes de uniforme que le eran leales quedaron alojados en este otro servicio represivo. Y claro, de paso, los amigos de Contreras en la CNI pasaron a ser los nuevos amigos de Puga, si es que no lo eran antes. Uno de ellos era ni más ni menos que el general Humberto Gordon, director de la CNI a partir de julio de 1980, el mismo que en 1997 lo acompañó a recibir el premio de dramaturgia.

Esos vínculos quedan al descubierto en los documentos que elaboró por encargo de esa misma policía política, en los que se evidencian planes de propaganda, de operaciones psicológicas y de espionaje a dirigentes políticos de la oposición y del gobierno. En un artículo de Primera Línea se dice que Puga era analista de inteligencia y de prensa del organismo represivo, y que “sus informes de inteligencia eran entregados al entonces jefe operativo de la CNI Álvaro Corbalán”, con el cual también cultivó amistad. 

Puga y Corbalán. Puga y Gordón. Puga y Contreras. Puga y Pinochet. 

Como se va viendo, el propagandista y autor de bandos militares se las arregló para seguir vinculado a las altas esferas del poder dictatorial de los años 80. Tenía una columna semanal en el diario La Tercera en la que reafirmaba su fama de duro. También tenía la atención de la prensa oficialista, en la que era entrevistado con cierta frecuencia. En revista Cosas, en una entrevista de 1983, se hablaba de “este hombre tan alto, tan fornido, de piel tan blanca, que parece tan distante (pero que) ha continuado gravitando, y cada vez que se habla de la posibilidad de un cambio de gabinete más duro que blando, se escucha decir ‘van a nombrar a Puga en este cargo, van a nombrar a Puga en este otro”.

Lo cierto es que no podía ser nombrado en algún cargo, menos en un ministerio. En 1983, la pesquera que tenía en Talcahuano con su esposa y otro socio fue declarada en quiebra y los trabajadores presentaron una querella. Puga estaba desesperado. En uno de los documentos secretos, referido a lo que describe como la “situación judicial en Concepción”, manifiesta la “necesidad de cambiar el juez o cambiar de lugar el juicio”. 

A la luz de sus documentos, en los 80 siguió adelante como redactor de informes cada vez más intrascendentes, dirigidos a Pinochet. Su incidencia fue en declive. 

Día de los enamorados

La última vez que protagonizó una noticia fue en septiembre de 2001, cuatro años después de haber ganado el concurso de dramaturgia. El ministro del Interior de la época denunció al medio electrónico Despierta Chile, y a su editor general, Álvaro Puga Cappa, de tener vínculos con exagentes de la CNI. Eso último no era ninguna novedad. Lo nuevo era que algunos de esos antiguos agentes, que cumplían condenas en la cárcel de Punta Peuco, estaban realizando operaciones para presionar al gobierno en busca de indultos. Eso dio pie a una entrevista dominical en El Mercurio que se tituló “La resurrección de un duro”.

Para ese entonces tenía 72 años, 18 nietos, siete bisnietos y estaba próximo a enviudar de Rebeca Rojas Arellano, la madre de sus hijos. No tardó mucho en volver a casarse. El 14 de febrero de 2004, Día de los Enamorados, se casó con Elcira Ileana Rojas Arellano, la hermana de su primera esposa, la menor. Elcira también había enviudado y Puga le declaró su amor:  “Yo quedé solo, tú quedaste sola, ¿por qué no nos casamos? Es lo mejor que podemos hacer, porque estar solos no tiene ningún sentido, estar solo es lo más terrible que le puede pasar a un ser humano’. Así que nos casamos”.

Eso me contó Puga en 2010, en su departamento. Era feliz con su nueva esposa, dijo, pero se quejó de que la enfermedad de su primera esposa lo dejó arruinado. No tenía ahorros ni trabajo regular. Los últimos negocios de los que existe registro, si es que a esos se los puede llamar negocios, son dos. Uno fue la Compañía Distribuidora Independiente de Cine-Video y Televisión S.A., que fundó en 1997 con el empresario y productor argentino Carlos Marcelo Harwicz Charchir. El otro, una sociedad editorial inscrita en 2000 con una de las hijas de Manuel Contreras.

Así las cosas, sin ingresos, sin reconocimiento, antes de salir a despedirme a la puerta de su departamento, Álvaro Puga alegó ingratitud:  “Me he dado vuelta, he buscado trabajo pero no me ha ido bien. Tengo 81 años y la cabeza me funciona perfectamente, pero para la gente que está ahora en los diarios yo no soy santo de su devoción. Se ha desvirtuado tanto mi nombre, mi figura, mi ser. Yo soy una persona totalmente distinta a la que tratan de decir que soy. Ya ve usted cómo lo he recibido, sabiendo que usted es de izquierda. Me cargan la mano a mí en razón de no sé qué, tal vez por mi amistad con Manuel Contreras. Han inventado tantas cosas”.

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