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ANÁLISIS

Netanyahu no quiere la paz

El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en la reunión semanal del gabinete en el Ministerio de Defensa en Tel Aviv, este miércoles.
9 de febrero de 2024 22:55 h

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Lo ha dejado claro en numerosas ocasiones. El objetivo principal de Benjamin Netanyahu es la victoria absoluta; algo que, además, dice tener al alcance de la mano. Y da igual si para lograrlo tiene que saltarse las normas más básicas de la guerra y masacrar a inocentes, violando de paso el derecho internacional humanitario. Tampoco muestra reparos en mentir, al forzar a los gazatíes a amontonarse en Rafah, con el argumento de que allí estarán a salvo de los ataques, para a continuación bombardearlos, matarlos de hambre hasta el exterminio y, posteriormente, ordenar una inminente “operación masiva” en el sur de Gaza. Todo sea por una victoria que sueña que le servirá para recuperar su muy dañada imagen de garante de la seguridad de sus conciudadanos, tras el aplastante fallo de valoración política que cometió el pasado 7 de octubre.

Del mismo modo, tampoco quiere la liberación de las personas que todavía están en manos de Hamás; o, al menos, ésa no es su prioridad. Por un lado, lo ha demostrado aplicando una vez más la directiva Hannibal, aunque eso suponga matar a su propia gente cuando tratan de escapar de su encierro portando bandera blanca o cuando sus carros de combate arrasan un edificio donde estaban algunos de ellos junto a sus captores.

Por otro, sin haber sido capaz de liberar por la fuerza a ninguno de ellos, acciones como el asesinato de Saleh al Aruri indican que prefiere eliminar a sus enemigos, aunque con ello arruine la posibilidad de un intercambio de prisioneros. Y ahora, cuando se estima que Hamás todavía tiene en sus manos a 136 prisioneros (de los cuales una cincuentena son ya cadáveres), también ha vuelto a quedar de manifiesto su desinterés, al rechazar la contrapropuesta de Hamás a lo acordado por los mediadores de EEUU, Qatar y Egipto, junto con el jefe del Mosad, para llevar a cabo un intercambio en tres fases a lo largo de 135 días.

Y lo mismo cabe decir sobre la existencia de un Estado palestino. Netanyahu lleva años declarando que mientras tenga poder no permitirá que algo así pueda suceder. Y se aplica con ahínco a la tarea, no sólo ampliando ilegalmente los asentamientos en Cisjordania (estimados actualmente en unos 300, habitados por no menos de 600.000 colonos), sino destruyendo viviendas, cultivos, acuíferos e infraestructuras de todo tipo en las zonas que están (teóricamente) en manos de la Autoridad Palestina. Como resultado de una estrategia de hechos consumados que comenzó mucho antes de su llegada al poder, la fórmula de los dos Estados ha quedado reducida a un simple lema vacío de contenido, dado que Israel no sólo se ha apropiado directamente de más del 75% del territorio de la Palestina histórica, sino que en el restante ha ido creando una realidad de discontinuidad territorial, apartheid y eliminación de cualquier posible base física y económica para poner en pie un Estado viable.

Netanyahu, aferrado a su cargo

Pero si algo no quiere, por encima de cualquier otra consideración, es perder su cargo de primer ministro. No se trata solamente de afán de poder, al frente de un gabinete extremista empeñado en rematar la tarea de dominio total de la Palestina histórica, sino de una cuestión de orden aún más personal. Por una parte, sólo desde el poder puede aspirar a recobrarse del varapalo recibido en su imagen de hombre fuerte, capaz de garantizar la seguridad de los suyos. Así cabe interpretar las crecientes presiones ciudadanas y de sus principales rivales políticos para provocar su eliminación política. Pero, por otra, todavía cobra más importancia su apego al poder como última vía para evitar su condena definitiva y, por tanto, su ingreso en prisión por cualquiera de las tres causas judiciales que tiene abiertas. Y en ese empeño, prolongando el conflicto y bloqueando la posibilidad de elecciones anticipadas, ha demostrado una sobrada maestría para sobrevivir a pesar de haber sido dado por muerto tantas veces.

Obviamente, tampoco quiere perder el apoyo de Washington, consciente de que, a pesar de su aparente imagen de fuerza, Tel Aviv necesita tanto la ayuda económica como el suministro de material de defensa y la cobertura diplomática que le presta para poder hacer lo que a cualquier otro gobernante del planeta le está prohibido. De ahí que Netanyahu, a la espera de Trump, disimule su mala relación con Joe Biden haciendo como si atendiese sus aparentes presiones. Su mirada está puesta ahora mismo en lograr que finalmente EEUU desembolse los 14.000 millones de dólares de ayuda que le servirían para cubrir en su práctica totalidad el coste estimado de su campaña militar en Gaza.

Lo malo (para él) es que nada indica que vaya a lograr ni esa soñada victoria, si por ello se entiende la eliminación total de Hamás, ni tampoco la desradicalización de la población palestina. Lo primero es imposible por la sencilla razón de que una entidad como el Movimiento de Resistencia Islámica no se reduce a un simple grupo armado que pueda ser derrotado en el frente de batalla. Desde su creación a finales de 1987 (consentida y hasta estimulada en tantas ocasiones por Tel Aviv), ha demostrado su capacidad de resistencia al castigo, ganando incluso apoyos populares frente a una Autoridad Palestina absolutamente desacreditada a los ojos de la población ocupada. Y lo segundo es aún más improbable porque, aunque los alrededor de 40.000 efectivos de Hamás, junto a todo su material, fueran eliminados por las fuerzas israelíes (lo que resulta imposible), cabe especular con que muchos de los sobrevivientes a la matanza que están sufriendo en Gaza acabarán por sumarse a sus filas.

Lo que sí ha logrado hasta ahora es despejar toda duda sobre su perfil supremacista y que la Corte Internacional de Justicia señale a Israel como un potencial genocida. Todo un récord.

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