La mujer sangraba por la nariz como si hubiera perdido una pelea con el lunes; la tenía hinchada. Las manos, abiertas hacia arriba, mostraban raspones de principiante en esto de tropezar en plena calle. También su rodilla derecha estaba marcada. Carmen, sé que se llamaba así por la otra mujer, la que cruzó los cuatro carriles de la calle Chile al grito de “Carmen, Carmen”, demostrando, una vez más, que la lealtad siempre será más importante que la prudencia, contabilizaba testigos en vez de heridas, esperando que el barrio entero no hubiera asistido al espectáculo.
A Carmen la sentaron en una butaca en plena calle. La ofrecieron unos jóvenes del salón de tatuajes ante cuya puerta había caído. Con su ayuda y la colaboración de las personas que pasaban por allí aupamos a la herida mientras recuperaba el pulso y el aliento. Los chicos no dudaron en echar una mano en cuanto escucharon el revuelo formado en la acera. “Y estos -dijo uno de los hombres que había parado a ayudar a Carmen- no son precisamente de Briones, pero han estado tan vivos para ayudar como si fueran del 112. Para mí si viven y trabajan en La Rioja son riojanos de pura cepa”. “Así es”, confirmo su compañero de paseo matinal con la solemnidad de un panadero que anuncia el fin de la masa madre.
Carmen no paraba de repetir una y otra vez que estaba bien, que no llamaran a la ambulancia, y que la culpa había sido de una baldosa con la que había tropezado.
Como si fuéramos agentes del ‘CSI Logroño’ todos los que habíamos parado a ayudar a Carmen y alguno más nos pusimos a investigar la escena del tropiezo. Y allí estaba. La baldosa rebelde columpiaba su posición en función de la marcha de los peatones; siempre tratando de cazar a alguna de las personas que transitaban por aquella acera. La duda sobre la verdadera culpable surgió cuando a tan sólo unos centímetros localizamos una baldosa cómplice que permanecía en permanente estado de riesgo para quienes caminaban en sentido sur.
“Esta es la ciudad de las baldosas saltarinas”. Creo que fue el mismo hombre quien describió así Logroño. A decir verdad, no recuerdo exactamente si dijo saltarinas o bailarinas, pero poco importa si la intención fue deportiva o artística. En Logroño las cosas pueden ser una coreografía o un accidente dependiendo de la hora del día. Estuve a punto de ofrecerle un contrato como redactor de titulares de tribunas, pero para cuando reaccioné ya caminaba junto a su compañero a través de la plaza Primero de Mayo.
Desde ese día, localizo baldosas sueltas, levantadas en vértice, rotas, en modo barrera, impulsadas por las raíces de los árboles hacia el espacio exterior, las que permanece en su ubicación en formato rompecabezas, incluso las ausentes y las que te rocían de agua cuando llueve, en cada recorrido por las calles de la ciudad.
Como todos sabemos, la mala suerte se llama y la buena te la tienes que currar. Y sucedió. Fue en la calle Carmen Medrano junto a la rotonda con Gonzalo de Berceo, caminaba en entretenida conversación sobre lo divino y los humano con una amiga cuando una de estas baldosas me zancadilleó a traición. Si no llega a ser por el ligero, pero eficiente, frenazo que supuso el agarrón de mi amiga por el codo hubiera besado irremediablemente el pavimento con más pasión que en una película francesa. Y no, no me digan que quien no cae avanza. Que se lo digan a Carmen. Aquel hombre llevaba razón, vivimos en la ciudad de las baldosas saltarinas. Quizá es una rebelión o quizá será otra cosa.