Sobre las fiestas que merece Madrid
Madrid tiene fama de dormir poco. Igual que se decía que antaño una ardilla podía ir de Gibraltar a los Pirineos saltando de rama en rama y sin pisar el suelo, en tiempos se aseguraba que sólo en Madrid podías salir un lunes y volver el lunes siguiente yendo de garito en garito y sin cerrar el ojo. Como todo el mundo que me conoce sabe, yo siempre he sido de salir lo justo, así que no sé si esto era verdad o si ha cambiado. Lo que sí sé es lo que retratan las estadísticas, como ésa que pone a Madrid como la ciudad favorita de los Erasmus de toda Europa por lo animado de su vida nocturna. ¿O será por la calidad de nuestras universidades?
Más allá de la fiesta están las fiestas y, sobre ellas, también hay una leyenda madrileña. La que asegura que aquí pasamos mucho de nuestras festividades locales. Otra vez toca dudar. Si la idea de celebrar a tope es una semana grande, unas fallas o una feria de abril, lo más parecido que tenemos es el día de orgullo, lo cual dice mucho del carácter abierto de la ciudad (este párrafo está dedicado a Ortega Smith).
Pero Madrid es una ciudad formada por muchas ciudades, una metrópolis que se ha hecho a base de absorber pueblos y gente de fuera y que se celebra de esa manera, por barrios. En Madrid hay unas fiestas del Pilar en el barrio del mismo nombre para no perderse, unas hogueras de San Juan en Ciudad Lineal que se ven hasta en Alicante y una verbena en honor de una virgen cuyo nombre cambiamos por la calle en la que estaba su imagen y que, además, hemos convertido en patrona popular porque nos ha dado la gana (este párrafo va dedicado a mi hermana Paloma, que me estará leyendo y es todo lo contrario al tipo del párrafo anterior).
Casualmente, o no tanto, este texto está emparedado entre las dos fiestas grandes de aquí, una para recordar a un santo que lo era sobre todo para los agricultores y otra en honor al levantamiento contra los franceses. Las de San Isidro empiezan en el barrio del mismo nombre en Carabanchel y tienen que ver, otra vez, con el agua. Hay quien dice que son poca cosa, pero siempre tuvieron algo. A los Smiths en Camoens, por ejemplo, o a La Polla Records en la Casa de Campo, junto a Obús, Bella Bestia y esa batalla a pedradas que supuso un veto a los conciertos de punk vasco en Madrid que ha durado hasta hace nada y del que, por cierto, nadie se acuerda ahora que vienen los de Salvatierra al Palacio de los Deportes. Es verdad que San Isidro ha estado algunos años un poco en barbecho, pero ha vuelto a florecer, o eso le parece a uno cuando ve en mayo a la muchachada encasquetándose la parpusa aún sin saber el significado de la palabra.
Las del Dos de Mayo son especiales. Puede que no sean rimbombantes ni enormes, pero son las que el barrio de Malasaña merece. Lo son porque, desde hace diez años, es el mismo barrio a través de la Plataforma Maravillas el que las piensa, las discute, las produce y las lleva adelante. Son fiestas autogestionadas que se hacen por amor al arte y, sobre todo, por amor al barrio, a la ciudad. Porque celebrar juntos es conocernos, compartirnos. Y si, además de celebrar cosas juntos, organizamos la celebración juntos, mejor. Aprendemos así algo que nos podría servir para administrar la ciudad en general.
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