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Cuando creímos salvar a Miguel Ángel Blanco

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Pronunciar el nombre de Miguel Ángel Blanco significa apelar a la memoria colectiva de varias generaciones de españoles. Su secuestro y asesinato constituyó uno de esos acontecimientos memorables que integran no solo un catálogo de recuerdos compartidos, sino que sirven para conformar la identidad de una sociedad. El ADN común se impregnó de algunas imágenes que se desvelarían imborrables: las pancartas de 'Miguel, te esperamos', los gritos desgarrados de los vecinos de Ermua diciendo 'ETA, aquí tienes mi nuca' o la escena de los ertzainas quitándose las capuchas ante la sede de Herri Batasuna. Esos agentes, en nombre de todos, encarnaron la metáfora de despojarse del miedo. 

En aquellos días de julio de 1997, seis millones de personas salieron a las calles de toda España para clamar por libertad  del concejal de Ermua o para deplorar su asesinato. Se celebraron manifestaciones multitudinarias en Bilbao y en Madrid, pero también hubo centenares de pequeños actos de protesta en pueblos desperdigados por toda la geografía, hubo vigilias, minutos de silencio y concentraciones. ETA acumulaba cerca de cuatro décadas de historia: hacía casi treinta años que había cometido su primer asesinato y en su listado de víctimas mortales figuraban más de 800 personas. Sin embargo, la sociedad nunca le había plantado cara como en aquellas jornadas. Y aunque no hay un solo motivo para explicar esa reacción, uno prevalece: durante el ominoso ultimátum de los terroristas, los millones de personas que se lanzaron a las calles pensaron que, al hacerlo, podían salvar a Miguel Ángel. 

Ya había habido otros Miguel Ángel Blanco. De hecho, la organización terrorista ya había resuelto nueve secuestros con el asesinato del rehén. Algunos recibieron cierta atención mediática: el industrial Ángel Berazadi en 1976, cuyas credenciales nacionalistas habían llevado al PNV a protestar sonadamente por su captura; el también industrial y exalcalde de Bilbao Javier de Yabarra en 1977, encontrado con evidentes signos de tortura tras veinte días secuestrado; el ingeniero de la central nuclear de Lemóniz José María Ryan en 1981 o el capitán de Farmacia Alberto Martín Barrios en 1983, que despertaron movilizaciones hasta entonces también sin precedentes. Y, pese a todo, con Miguel Ángel Blanco todo fue completamente distinto. 

Muchos ciudadanos sintieron por primera vez que llegaban a tiempo. Hasta entonces, y pese a los precedentes, la noticia de un atentado irrumpía cuando no había margen de maniobra: los terroristas ya habían apretado el gatillo, la bomba ya había estallado y las víctimas ya estaban muertas. Con Miguel Ángel, sin embargo, fue diferente. Su imagen llegó a las televisiones, los periódicos y las casas de millones de personas cuando aún estaba vivo. Su rostro, por común, se convirtió en familiar: podía ser el hijo, el hermano o el vecino de cualquiera. 

De forma instintiva, quienes se manifestaron durante su secuestro albergaban la posibilidad de la compasión. ¿Cómo iban a matar los terroristas a ese chico? ¿Cómo iban a justificar esta vez el “algo habrá hecho”? ¿Qué podría haber hecho ese chaval para merecer la muerte? Si hubieran podido observar el calvario desde una mirilla, quizá se habrían asido a que Irantzu Gallastegui, 'Amaia', se iba a bajar del coche con el que trasladaba al comando y a su rehén a una pista forestal cerca de Lasarte; quizá habrían elucubrado con que José Luis Geresta iba a soltar el cuerpo amarrado de Miguel Ángel Blanco y lo iba a dejar escapar; quizá se habrían aferrado a que Javier García Gaztelu, 'Txapote', iba a dejar caer la pistola cuando apuntaba la nuca de un joven arrodillado y sin posibilidad de resistencia. Ninguna de esas circunstancias ocurrió. 

Muchos ciudadanos sintieron por primera vez que llegaban a tiempo. Hasta entonces, la noticia irrumpía cuando no había margen de maniobra: los terroristas ya habían apretado el gatillo, la bomba ya había estallado y las víctimas ya estaban muertas

Para quienes conocían los entresijos de ETA no fue ninguna sorpresa: las Fuerzas de Seguridad que participaron en la búsqueda de Miguel Ángel Blanco no dudaron de que los terroristas cumplirían su amenaza. Los ciudadanos, sin embargo, mantuvieron la esperanza no solo por una cuestión de puro instinto, no únicamente porque el ser humano albergue la posibilidad de la compasión hasta el último minuto, sino, sobre todo, porque hasta julio de 1997 buena parte de la sociedad no había querido mirar de frente y sin peros paliativos a ETA. No es que no supieran cómo era o cómo funcionaba la organización terrorista, sino que no habían querido saberlo. Porque la sensibilidad y la compasión habían sido, a menudo, selectivas. Porque preferían ignorar que ETA ya había actuado así antes y ya había alcanzado cimas de crueldad inusitadas. Porque desde el marco amigo-enemigo con el que los terroristas observaban la realidad, Miguel Ángel entraba en el saco de los segundos, lo que lo hacía merecedor automático de su propia muerte. Quienes mandaban en ETA y quienes obedecían las órdenes y quienes alentaban a sus fieles eran inmunes a las consideraciones morales más básicas. Por eso lo mataron. Por eso no cabía la duda de que lo harían. Quizá también por eso la ingenuidad de la sociedad frente a ETA terminó aquel 13 de julio de 1997 en un camino recóndito de Gipuzkoa.

Pronunciar el nombre de Miguel Ángel Blanco significa apelar a la memoria colectiva de varias generaciones de españoles. Su secuestro y asesinato constituyó uno de esos acontecimientos memorables que integran no solo un catálogo de recuerdos compartidos, sino que sirven para conformar la identidad de una sociedad. El ADN común se impregnó de algunas imágenes que se desvelarían imborrables: las pancartas de 'Miguel, te esperamos', los gritos desgarrados de los vecinos de Ermua diciendo 'ETA, aquí tienes mi nuca' o la escena de los ertzainas quitándose las capuchas ante la sede de Herri Batasuna. Esos agentes, en nombre de todos, encarnaron la metáfora de despojarse del miedo. 

En aquellos días de julio de 1997, seis millones de personas salieron a las calles de toda España para clamar por libertad  del concejal de Ermua o para deplorar su asesinato. Se celebraron manifestaciones multitudinarias en Bilbao y en Madrid, pero también hubo centenares de pequeños actos de protesta en pueblos desperdigados por toda la geografía, hubo vigilias, minutos de silencio y concentraciones. ETA acumulaba cerca de cuatro décadas de historia: hacía casi treinta años que había cometido su primer asesinato y en su listado de víctimas mortales figuraban más de 800 personas. Sin embargo, la sociedad nunca le había plantado cara como en aquellas jornadas. Y aunque no hay un solo motivo para explicar esa reacción, uno prevalece: durante el ominoso ultimátum de los terroristas, los millones de personas que se lanzaron a las calles pensaron que, al hacerlo, podían salvar a Miguel Ángel.