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EN PRIMERA PERSONA

Vacié la casa familiar después del divorcio de mis padres y esto es lo que aprendí

Foto: Rubén Regalado

Rubén Regalado

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Mis padres se han divorciado, así que la casa familiar ya no es la casa familiar; ha pasado a ser un bien ganancial y, como tal, ha sido vendida. Me ha tocado vaciar los trastos acumulados a lo largo de los años. Los míos y los suyos. De repente, me he visto enfrentado a toda una vida y a los recuerdos de un proyecto, el familiar, que se ha roto.

Vaciar una casa es como ver una peli de Almodóvar. Es una mezcla de drama, recuerdos y comedia, según el armario que abras. De las poesías que le escribiste a tu primera novia, a aquella foto en Ibiza, los cuatro, cuando el divorcio era eso que les pasaba a los demás. De la china de hachís que no te acabaste, a la foto con aquel amigo que atropelló un coche. De los apuntes de clase, a las cintas de casete.

Cuando llegamos a esa casa no había móviles, gobernaba Felipe González y Javier Sardá era un reputado periodista de radio. Era 1994 y yo tenía 11 años y una buhardilla que llenar de juguetes, trastos y libros. 15 años después, en Navidad, mi madre me llamó por teléfono: “Hemos vendido el chalé, ¿cuándo puedes venir a ayudarme a vaciarlo?”. Creo que no exagero si digo que en esa casa nunca se ha tirado nada. Viéndolo con perspectiva, igual tenemos cierto síndrome de diógenes no diagnosticado.

Un ‘museo millenial’

Mi habitación se mantenía como una oda a la adolescencia millenial. Ahí seguían las cintas de casete grabadas de la radio, los CD, el primer mp3, la colección de paquetes de tabaco, de botellas de cerveza, la cajita con hachís en el cajón de los calcetines… El poster de Laudrup, el del Ché, el de los Beatles, la bandera republicana. El tique del Mercadona de aquel primer Viña Rock, las macetas de chapa donde bebíamos calimocho, la tarjeta de empleado de aquel verano trabajando en el Pryca.

Trastos inútiles, sí, pero también recuerdos. Y ante cada objeto, un pequeño dilema: ¿donarlo? ¿Regalarlo? ¿Guardarlo? ¿Tirarlo? Casi todo fue a la basura y, de alguna forma, cada nueva bolsa llena de trastos era como matar ese futuro que ya no será. Ya no habrá un “mañana como en casa de mis padres”, ni un vamos a “la casa de los abuelos”. A la vez, cada juguete, cada libro metido en una bolsa, era como tirar un pedacito de mí a la basura. Como si se muriera un poquito de mi infancia.

¿Es normal sentirse así? La psicóloga Carol Hughes, especialista en divorcios con hijos adultos y autora de varios estudios sobre el tema, cree que es normal. Ella lo aborda con sus clientes con un ejercicio: “Les pido que imaginen que encuentran una caja en un armario de la casa familiar. La caja contiene un objeto que representa un momento especial en su vida familiar. Un objeto que les hace felices y que pueden coger, tocar… y, entonces, el objeto se deshace en polvo”. En ese momento la doctora Hughes pregunta a sus clientes qué sienten y la respuesta siempre es la misma: “Sienten una pérdida, como si hubiera muerto un familiar y se sienten abrumados por la tristeza. Todos me preguntan si es normal. Sí, es normal, lamentan una pérdida profundamente significativa en su vida”

Algo parecido a la muerte

Con esa idea de paralelismo entre la muerte del proyecto familiar y la muerte real de un familiar, acudo a Paco Roca, autor de La casa, que fue elegido mejor cómic nacional de 2015. En él, Paco cuenta cómo se había enfrentado a vaciar la casa familiar cuando su padre murió. “Hay algo parecido en los dos casos en el sentido de que te enfrentas a ti mismo, a las cosas que habías dejado abiertas a lo largo de tu vida. Recuerdos, ese regalo que te hizo una exnovia y que nunca tiraste...”

De alguna forma, pienso, es como ver pasar tu vida ante tus ojos. Los objetos te transportan al pasado. Los cuadernos de preescolar me llevaron a la Barcelona preolímpica, al parque Güell, a las 500 pelas que me regaló mi padre cuando nació mi hermano. Con los apuntes de clase me vi de botellón en el Parque del Oeste, o esperando al primer bus para volver a casa, ya de día. Los Caballeros del Zodiaco me llevaron a casa de mi primo, al Pressing Catch las mañanas de domingo. Encontré el carné del club chispas y el del Kids Club Bang, apareció la riñonera de las tortugas Ninja (chuparos esa, traperos) llena de canicas. Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla, pero tienen su punto.

Se acabó

Pero el recorrido no es sólo personal, “es como hacer un recorrido por la historia familiar a lo largo de los años”, recuerda Paco. Y es aquí donde la cosa se complica. Quién se queda qué. Los bienes gananciales. Fotos, libros, cuadros, muebles. Cosas que para mí simbolizan años felices pero que para mis padres se han convertido en el recordatorio del dolor y en un posible motivo de conflicto. Tengo el WhatsApp lleno de fotos con preguntas: “¿esto era tuyo?”, “dice mi madre/padre que por ella/él lo tiramos ¿tú lo quieres?”. Y así, bolsa a bolsa, fuimos vaciando la casa, hasta que un miércoles por la noche ya no quedaba nada.

La casa vacía parecía otra cosa. Ya no era un lugar donde había sido feliz. Era un erial. Encendí la luz del hall y caminé hasta el salón. Escuché el eco de mis pasos y empecé a llorar. Me senté en el suelo. Al acabar me sentí un poco estúpido pero sobre todo sorprendido, no me lo esperaba. Sin embargo, es normal, “no estabas llorando la casa, los libros y los juguetes, sino todos los recuerdos y la unión familiar. Estabas llorando por la historia rota”, me dice Hughes.

Son momentos duros, dice Paco Roca, que, pese a todo, sacó algunas cosas positivas del proceso: “ Se hace duro vaciar toda la casa... son cosas que no valen para nada y que acaban en la basura pero, a la vez, te das cuenta de cómo te han querido tus padres, de todas las cosas tuyas que han guardado con cariño durante años. Yo tengo una niña de 4 años y un niño de 7 y estoy guardando todos sus dibujos y trabajos del cole”.

¿Y qué he aprendido yo de todo esto? De mí mismo, que no me he traicionado y que estoy más o menos donde pensaba estar. De la inutilidad de guardar cosas, como Paco, nada. Tengo la casa llena de dibujos de mi hija y una balda llena de los trabajos que ha ido trayendo de la guardería y los tres años de cole. De cómo se organiza la vida con los abuelos divorciados y una hija pequeña, mejor hablamos otro día.

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