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Me lo enseñó Antonio

Ilustración de Patricia Bolinches.
13 de abril de 2021 22:21 h

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Le pregunto a un amigo qué cree que supuso la II República y deja correr un río de palabras entre la neblina del recién despertar de su siesta. Hablamos de cuánto se consiguió en tan poco tiempo: la gran inversión en educación, la sindicalización de los trabajadores, el divorcio, más libertad sexual, la voluntad de salir del retraso en el que España estaba encerrada, la limitación de los privilegios de la Iglesia, la renuncia constitucional de la guerra “como instrumento de política nacional” o la asunción de las normas universales del Derecho Internacional en la propia Constitución.

Para mi amigo la República está representada en sus abuelos, Joaquín y Predes, jornaleros castellanos. Para mí la República es mi abuelo Antonio con su bata de franela, la mirada ilusionada y melancólica a la vez, las ganas de contarlo, la idea de lo que pudo ser y no fue transmitida a una niña en el sofá de un pequeño piso leonés.

La República está en sus manos callosas de carpintero, en su risa abriéndose paso entre el serrín y el polvo. “Mi padre tenía ideas, proyectos, por primera vez podían aspirar a una vida digna”, decía.

El padre de mi abuelo fue maestro herrador. Con la República llegó la Casa del Pueblo, la nueva escuela, maestros con ideas de progreso y amor por la ciencia. Las misiones pedagógicas de la Institución Libre de Enseñanza llevaron cine y música a lugares tan recónditos como la comarca leonesa de La Cabrera, donde vivían adultos empleados como jornaleros a cambio de casi nada, que medían un metro cuarenta y cinco centímetros y reían sin dientes al escuchar melodías por primera vez.

En el pueblo leonés de mi abuelo Antonio se abrió una biblioteca, llegó una compañía de teatro que les enseñó a representar sus propias obras, se organizaban charlas, coloquios, debates donde discutieron maneras de vivir más justas. Plantearon proyectos propios, impulsaron una cooperativa. “La República fue un ejemplo tan grande que todas las fuerzas del mal se aliaron para desterrarla”, dice mi amigo. Los nadie iban a ser algo. Había que impedirlo.

Casi todos los que se opusieron al golpe fueron arrestados o fusilados. Mi bisabuelo estuvo preso en un campo de concentración y terminó en una cuneta. También el bisabuelo de mi amigo, en Zamora, corrió la misma suerte.

Mi abuelo tenía 17 años cuando mataron a su padre. Cruzó a Asturias, luchó en el frente y terminó preso en el campo de concentración de Celorio. Simularon fusilarle en dos ocasiones, a modo de tortura.

Después llegaron casi cuarenta años de oscuridad, la pobreza, la pena. Pero también la memoria. No lograron arrancarle su alegría innata ni las ideas progresistas que transmitió a sus hijos y nietas. Conocimiento, cultura, educación, igualdad, justicia social, dignidad. Me lo enseñó Antonio.

“La República nos hizo ver que teníamos derecho a reivindicarnos. Eso no pudieron quitármelo”, me dijo una vez, con sus manos curtidas y el cráneo despejado a causa de la radioterapia. Yo era aún una niña, pero me atreví a apoyar la cabeza en su regazo y a murmurar un te quiero. Sabía que iba a morirse pronto. Llevamos más de una hora hablando de todo aquello. “Imagínate, la República... cuántas cosas”, dice mi amigo emocionado. Me lo enseñó Antonio, y no lo olvido.

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